Después de colgar, Poirot continuó tomando notas. Media hora más tarde, atendió otra llamada.
—Ya he vuelto de Cheltenham —dijo una voz que Poirot identificó en seguida.
—¡Ah, chére madame! Ya está usted de vuelta, ¿eh? ¿Ha visto a la señora Rosentelle?
—Sí. Es una mujer muy amable. Y estaba usted en lo cierto. Es otro elefante.
—¿Qué quiere usted decir, chere madame?
—Quiero decir que se acordaba de Molly Ravenscroft.
—¿Se acordaba también de sus pelucas?
—Sí.
Brevemente, la señora Oliver explicó a Poirot todo lo que aquella mujer le había contado.
—Sí. Eso está de acuerdo con lo que yo sé, con las manifestaciones del superintendente Garroway. Son las cuatro pelucas halladas por la policía. La de los rizos, la más indicada para fiestas o reuniones nocturnas y las otras dos, más corrientes. Cuatro, en total, efectivamente.
—En consecuencia, acabo de proporcionarle una información que usted ya conocía, ¿eh?
—No. Usted me ha dicho algo más. Usted acaba de indicarme que lady Ravenscroft quería disponer de dos pelucas de reserva sobre las que ya tenía y que eso ocurrió de tres a seis semanas antes de que se produjera el suicidio. Muy interesante, ¿no le parece?
—Todo se me antoja muy natural —declaró la señora Oliver—. Las cosas que una tiene pueden sufrir daños imprevisibles. Las pelucas pueden ser modificadas en lo que se refiere a los peinados, pueden ser tintadas o sufrir alguna quemadura. No creo que sea un disparate disponer de dos de reserva para tales casos… No sé qué ve usted de extraordinario en ello.
—No es que yo me empeñe en ver en ese hecho algo extraordinario. Resulta poco corriente, todo lo más. Lo más interesante es lo que usted ha añadido. Fue una francesa, ¿no?, quien llevó las pelucas para que elaborasen las otras similares…
—Sí. Una dama de compañía, creo… lady Ravenscroft había estado o estaba en un centro sanitario. No se hallaba en condiciones de ir al establecimiento para elegir o dar alguna idea sobre lo que deseaba.
—Comprendido.
—Por cuya razón, se presentó allí su dama de compañía, la francesa.
—¿Conoce usted por casualidad su nombre?
—No. Me parece que la señora Rosentelle no llegó a mencionarlo. Creo más bien que lo ignoraba. La visita fue anunciada por lady Ravenscroft y la francesa llevó las pelucas para que trabajaran con ellas a la vista, supongo.
—Bien. Esto me sirve para el paso que pienso dar a continuación.
—¿Se ha enterado usted de algo nuevo? —inquirió la señora Oliver—. ¿Ha hecho algo?
—Siempre la noto un poco escéptica cuando se refiere a mí —comentó Poirot—. Usted siempre ha pensado que yo no hago nada, que me limito a reposar sentado en cualquier sillón.
—Bueno, yo creo que cuando se acomoda en cualquier sillón se dedica a pensar —repuso la señora Oliver—. Hay que reconocer, sin embargo, que no es frecuente que usted se decida a salir de casa, a emprender algo.
—En un futuro muy inmediato, es posible que altere mis normas, echándome a la calle e intentando hacer ciertas cosas. Supongo que esto le complacerá. Es posible, incluso, que llegue a cruzar el Canal de la Mancha, si bien no por mar. Me parece que lo indicado es el avión.
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver—. ¿Desea que le acompañe?
—No. Pienso que será mejor que haga el viaje solo en la presente ocasión.
—¿De veras que va usted a viajar?
—Sí, sí. Voy a desarrollar una gran actividad. Ya sé que esto será visto por usted, madame, con agrado.
Terminada aquella conversación, Poirot marcó un número que llevaba anotado en una de las páginas de su agenda de bolsillo. En seguida entró en comunicación con la persona a quien deseaba hablar.
—¡Mi querido superintendente Garroway! Soy Hércules Poirot. ¿No le molesto? ¿No se encuentra usted muy ocupado en estos momentos? ¿De veras?
—No, no estoy ocupado. Me entretenía aclarando mis rosales —repuso el superintendente.
—Quería hacerle una pregunta. Es una pequeñez.
—¿Relacionada con el enigma del doble suicidio?
—Sí, relacionada con nuestro problema. Usted me dijo que en la casa había un perro. Añadió que el animal acompañaba a la familia en sus paseos. Bueno, que al menos eso tenía entendido…
—En efecto. El perro fue mencionado más de una vez durante las investigaciones. El jardinero o el guardián de la casa dijeron que el día del suceso el matrimonio había abandonado la finca en compañía del perro, como de costumbre.
—Al ser examinado el cadáver de lady Ravenscroft, ¿fue descubierta en el mismo alguna señal que pudiera haber sido causada por la mordedura de un perro?
—Me sorprende un poco su pregunta. Creo que no habría reparado en tal detalle si usted no me hace esa consulta. Me parece recordar que se observaron dos cicatrices. Uno de aquellos hombres manifestó que el perro había atacado a su ama más de una vez, si bien estos ataques no revistieron nunca gravedad. Bueno, mire, Poirot, aquí no hubo ningún caso de rabia, si es que piensa en eso. No pudo haber nada de ese tipo. En fin de cuentas, ella murió a consecuencia de un disparo de arma de fuego. Igual que él. No hay por qué pensar en lo que he dicho, ni en un caso de tétanos.
—No es que yo atribuyera la muerte de las víctimas al perro —señaló Poirot—. Simplemente, he caído en ese detalle.
—Una de las mordeduras era bastante reciente, de una semana atrás, de dos, diría yo. Ella no fue inyectada con ningún suero. La herida se curó bien.
—Me hubiera gustado poder haber visto al perro —manifestó Poirot—. Es posible que fuese un animal muy inteligente.
Después de dar las gracias al superintendente Garroway por su información, Poirot colgó, murmurando seguidamente:
—Un perro inteligente. Más inteligente, quizá, que la misma policía.
Capítulo XVII
POIROT ANUNCIA SU PARTIDA
La señorita Livingstone hizo pasar al visitante.
—El señor Hércules Poirot.
Tan pronto como la señorita Livingstone hubo abandonado la habitación, Poirot cerró la puerta, sentándose junto a su amiga, Ariadne Oliver.
Bajando un poco la voz, declaró:
—Me marcho.
—¿Qué es lo que piensa usted hacer? —inquirió la señora Oliver, que siempre se sobresaltaba ligeramente ante los métodos especiales empleados por su amigo al pasar una información.
—Me marcho. Me voy de viaje. Voy a tomar un avión para trasladarme a Ginebra.
—¿Qué pasa? ¿Le han dado algún cargo en la UNESCO?
—No. Se trata de una visita privada que pienso hacer.
—¿Dispone de algún elefante en Ginebra?
—Bueno, es lógico que usted mire la cosa así. Tal vez me procure dos allí.
—Yo no he podido hacer más averiguaciones —dijo la señora Oliver—. Ya no sé a quién recurrir.
—Alguien indicó (no sé si fue usted) que su ahijada, Celia Ravenscroft, tenía un hermano menor.
—Sí. Edward, me parece que se llama. Lo he visto en muy pocas ocasiones. Recuerdo haber ido por él al colegio alguna que otra vez. Pero eso, claro, fue hace muchos años.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—En una Universidad del Canadá, creo. No sé qué estudia allí. ¿Quiere usted ir a verle, para hacerle algunas preguntas?
—No. De momento, no. Me gustaría conocer con exactitud su paradero. Ahora bien, él no estaba en la casa cuando ocurrió la tragedia, ¿verdad?