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—He oído hablar de usted —dijo la mujer—. Usted tiene muchos amigos, tanto en este país como en Francia. No sé exactamente en qué puedo serle útil. Bueno, usted ya me daba algunas explicaciones en la carta que me escribió. Una historia del pasado, ¿verdad? Cosas que quedaron atrás, que han sucedido. Bueno, no exactamente cosas que sucedieron, sino pistas para dar con lo ocurrido hace muchos, muchos años. Pero, siéntese. Sí. En este sillón se sentirá a gusto, espero. En la bandeja hay varios petit-fours. Y sobre la mesa una botella.

Mademoiselle Rouselle era amable y natural. No agobiaba a su visitante. Mostrábase serena, pero no indiferente.

—Usted estuvo durante algún tiempo con cierta familia —manifestó Poirot—, con los Preston-Grey. Claro, es difícil que los recuerde…

—¡Oh! Claro que me acuerdo de ellos. Las cosas de la juventud no se olvidan fácilmente. En la casa de que formé parte había una chica, y un chico que tendría cuatro o cinco años menos que su hermana. Eran unos chiquillos encantadores. Su padre llegó a general del ejército.

—Había también una hermana.

—Sí, lo recuerdo. No se encontraba allí a mi llegada. Creo que estaba algo delicada, que no disfrutaba de buena salud. Hallábase sometida a tratamiento médico no sé dónde.

—¿Se acuerda usted del nombre de pila de la madre de los niños?

—Se llamaba Margaret… Lo que no recuerdo es el de la hermana.

—Dorothea.

—¡Ah, sí! He conocido a poquísimas personas con ese nombre. Ahora bien, entre ellas, las dos hermanas utilizaban nombres abreviados: Molly y Dolly. Eran unas gemelas idénticas, ¿sabe?, sorprendentemente iguales. Las dos jóvenes eran muy bonitas.

—¿Se querían las hermanas?

—Se querían mucho, sí… Pero me parece que nos estamos confundiendo, ¿eh? Preston-Grey no era el apellido de los chicos a quienes yo había ido a dar clases. Dorothea Preston-Grey contrajo matrimonio con un comandante… ¡Oh! No puedo recordar su apellido ahora. ¿Era Arrow? No, Jarrow. De casada, el nombre de Margaret era…

—Ravenscroft —puntualizó Poirot.

—Eso es. Sí. Es curioso: ¡hay que ver lo difícil que resulta retener en la memoria los nombres y apellidos! Los Preston-Grey constituían la generación anterior. Margaret Preston-Grey había estado en un pensionnat aquí. Después de su matrimonio escribió a madame Benoit, directora del pensionnat, preguntándole si conocía a alguien que estuviese dispuesta a ocuparse de sus dos hijos. Entonces, madame Benoit me recomendó a ella. Así fue cómo ingresé en su casa. La otra hermana estuvo allí durante parte del tiempo que estuve con los chicos: una niña que contaría entonces seis o siete años, la cual llevaba un nombre de personaje de Shakespeare: Rosalía o Celia…

—Celia —aclaró Poirot.

—Y el niño solamente tendría tres o cuatro años. Se llamaba Edward. Era un chico sumamente travieso, pero encantador. Me sentí muy feliz con ellos.

—Y ellos se sintieron siempre muy a gusto con usted, he oído decir. Les agradaba que participase en sus juegos… Usted se prestaba siempre a todo.

Moi, j’aime les enfants —declaró mademoiselle Rouselle.

—Creo que la llamaban a usted «Maddy».

La mujer se echó a reír.

—¡Oh! ¡Lo que me gusta volver a oír ese nombre! Despierta en mí muchos recuerdos.

—¿Conoció usted a un chico llamado Desmond, Desmond Burton-Cox?

—¡Ah, sí! Me parece que vivía en una casa vecina, junto a la nuestra. Había allí varios vecinos y los chicos solían juntarse para jugar. Se llamaba Desmond, en efecto, sí. Me acuerdo perfectamente de eso.

—¿Estuvo usted mucho tiempo allí, mademoiselle?

—No. Tres o cuatro años, a lo sumo. Después, tuve que volver a este país. Mi madre se encontraba enferma. Tenía que cuidar de ella. Sabía que no podía durar mucho, no obstante. Y no me equivoqué. Murió un año y medio o dos después de mi llegada. Tras eso, fundé un pequeño pensionnat aquí, aceptando chicas ya mayorcitas que deseaban estudiar idiomas y otras cosas similares. No volví a Inglaterra, aunque por espacio de uno o dos años tuve comunicación personal con personas de ese país. Por la Navidad nunca me faltaban las felicitaciones de los chicos.

—¿Le parecieron a usted los Ravenscroft un matrimonio feliz?

—Muy feliz. Y querían mucho a sus hijos.

—¿Descubrió en ellos buenas cualidades personales?

—Sí. Reunían las condiciones necesarias para hacerse dichosos mutuamente.

—Usted ha dicho que lady Ravenscroft quería mucho a su hermana. ¿Correspondía ésta a su cariño?

—Bueno, no dispuse de muchas ocasiones para poder establecer un juicio. Con franqueza: yo pensé que la hermana (Dolly la llamaban) era un caso concreto de perturbación mental. Una o dos veces la vi comportarse de una manera extraña. Era una mujer celosa, creo. Me enteré de que en otro tiempo había sido o estuvo a punto de convertirse en la prometida del general Ravenscroft. Este hombre había estado enamorado primeramente de ella, prefiriendo luego a su hermana, lo cual fue una suerte para el general, ya que Molly Ravenscroft era una mujer completamente equilibrada y sumamente dulce.

»En cuanto a Dolly… A veces pensaba que sentía adoración por su hermana. Otras se me antojaba que la odiaba. Celosa, como he dicho, opinaba que los chicos eran objeto de demasiados mimos. Hay una persona que podría hablarle de estas cosas más ampliamente que yo: mademoiselle Meauhourat. Vive en Lausanne. Estuvo con los Ravenscroft un año y medio o dos después de mi marcha, para seguir con ellos durante varios años… Más adelante, creo que volvió a la casa en calidad de dama de compañía de lady Ravenscroft, cuando Celia se fue a un colegio, al extranjero.

—Pienso verla. Tengo su dirección —declaró Poirot.

—Conoce, indudablemente, más detalles que yo sobre la familia Ravenscroft. Por otro lado, es una mujer encantadora, en la que se puede confiar. Después, vino la terrible tragedia. Nadie mejor informada que ella. Es muy discreta. Nunca fue muy explícita conmigo. No sé si lo será con usted. Es posible que sí y es posible que no.

Poirot se quedó pensativo un momento, observando atentamente a mademoiselle Meauhourat. Mademoiselle Rouselle le había impresionado. También esta mujer, mucho más joven que la otra, diez años más joven, por lo menos. Era una persona de otro tipo. Veíasela llena de viveza, todavía atractiva, de escrutadores ojos, severa y cortés. «Me encuentro ante una notable personalidad», se dijo Poirot.

—Soy Hércules Poirot, mademoiselle.

—Lo sé. Esperaba verle hoy o mañana.

—¡Ah! ¿Ha recibido usted mi carta?

—No. Su carta no me ha sido entregada todavía. Nuestro servicio de correos no es precisamente un modelo de celeridad. No. Recibí una carta, pero de otra persona.

—¿De Celia Ravenscroft?

—No. La carta a que me refiero ha sido escrita por una persona estrechamente relacionada con la joven. Firmaba la misiva un tal Desmond Burton-Cox. Él fue quien me previno sobre su llegada.

—¡Ah! Es un joven inteligente y no le gusta perder el tiempo, por lo visto. Fue él quien me indicó que debía venir a verla a usted cuanto antes.

—Ya. Ha surgido un problema, creo. Y él desea resolverlo, lo mismo que Celia. ¿Está usted en condiciones de ayudarles?

—Sí. También ellos pueden ayudarme a mí.

—Están enamorados y desean casarse.

—Sí, en efecto, pero han surgido ciertos obstáculos en su camino.

—Levantados por la madre de Desmond, me figuro. Es lo que él me ha dado a entender.

—Existen ciertas circunstancias (o han existido) en la vida de Celia que han hecho que la madre del joven no vea con buenos ojos su casamiento con la chica.