Выбрать главу

La señora Oliver buscaba desesperadamente una respuesta. Celia era su ahijada. Esto era cierto. La madre de Celia, de soltera Molly Preston-Grey, amiga suya, aunque no particularmente íntima, había contraído matrimonio con un militar, sí, con… ¿cómo se llamaba?… en efecto, con sir No-sé-qué Ravenscroft. ¿O había sido él embajador? Resultaba extraordinario que no pudiese recordar semejantes detalles. Tampoco se acordaba de si había sido ella la madrina de boda de Molly. Pensó que sí. Una elegante reunión en la Guards Chapel con motivo del enlace matrimonial. O tal vez éste tuvo por escenario otro lugar semejante. Estas cosas se olvidan, decididamente.

Después habían transcurrido años sin verse. El matrimonio se había ido a vivir a… ¿al Oriente Medio?, ¿a Persia?, al Iraq, tal vez… ¿Había estado en Egipto? ¿En Malaya? En algunas ocasiones, hallándose temporalmente en Inglaterra, se habían visto de nuevo. Pero aquello era como una de esas fotografías que se tocan y se miran luego alguna que otra vez. Se recuerda a las personas de la instantánea vagamente, pero sus imágenes están tan desdibujadas en la mente que no se acierta a identificarlas concretamente. Y ella no acertaba a calibrar ahora hasta qué punto habíanse adentrado en su vida sir No-sé-qué Ravenscroft y lady Ravenscroft, de soltera Molly Preston-Grey. Creía que no mucho… Ahora bien, Burton-Cox continuaba escrutando su rostro. La miraba como si se sintiera decepcionada por su falta de savoir faire, por no lograr recordar lo que había sido, evidentemente, una cause célebre.

—¿Murieron los dos? ¿En un accidente, quiere usted decir?

—¡Oh, no! No fue un accidente. Todo ocurrió en una casa situada junto al mar. En Cornualles, me parece. Era un sitio donde había muchas rocas. Los dos fueron encontrados en una escarpadura. Y habían disparado sobre ellos. La policía no pudo concretar nada. ¿Había disparado la mujer sobre el marido, suicidándose a continuación? ¿O había sido el marido quien disparara sobre la esposa, matándose después? La policía estudió los proyectiles y diversos elementos del caso, pero tropezó con muchas dificultades para poder pronunciarse en un sentido u otro. Se pensó en un doble suicidio, previo acuerdo del matrimonio… No sé qué veredicto se dio. Se estimó la posibilidad de una desgracia. Ahora, todo el mundo convenía que tenía que tratarse de algo intencionado. Fueron muchas las historias puestas en circulación…

—Posiblemente, todas ellas inventadas gratuitamente —manifestó la señora Oliver, esperanzada, tratando de recordar cualquiera de ellas.

—Bueno, es posible. ¿Quién sabe? Se dijo que aquel día, o antes, el matrimonio había reñido; se habló de otro hombre; se habló, ¿cómo no?, de otra mujer… Nadie sabe qué pasó, verdaderamente. Creo que se procuró silenciar en la medida de lo posible el caso porque el general Ravenscroft era hombre de gran posición social. Me parece que se dijo también que había estado en una clínica aquel año, de la cual había salido muy deprimido, no siendo dueño de sus actos…

La señora Oliver habló con firmeza:

—Tengo que confesar que no sé una palabra sobre ese asunto. ¡Oh! Recuerdo el caso, desde luego, por haber hablado usted de él ahora; recuerdo los nombres de los protagonistas, que yo conocía. Ignoro, en cambio, qué pudo pasar. Es que no tengo ni idea.

A la señora Oliver le hubiera gustado añadir a su breve discurso: «¿Cómo se ha atrevido a hacerme una pregunta tan impertinente, señora Burton-Cox? Es algo que tampoco me explico, créame».

—Es muy importante que yo sepa a qué atenerme —declaró la señora Burton-Cox.

Sus ojos tenían ahora un dura expresión, por vez primera.

—Es importante por mi hijo, mi querido hijo; va a casarse con Celia.

—Creo que no puedo complacerla —contestó la señora Oliver—. No conozco la versión cierta del caso.

—Sin embargo, lo lógico es pensar que usted lo sabe… —insistió la señora Burton-Cox—. Me explicaré… Usted escribe unas novelas de crímenes maravillosas. Usted conoce la psicología del criminal y sus móviles. Estoy convencida de que más de una vez le habrán referido cosas no publicables, cosas que explican determinados actos misteriosos para los demás.

—Yo no sé nada —contestó la señora Oliver, en un tono menos cortés ahora.

—Usted se dará cuenta de que una no tiene a quién recurrir, de que una no sabe a quién dirigirse para formular esa pregunta. Al cabo de tantos años, yo no puedo ir en busca de la policía… Aparte de que ésta, de hallarse informada, no me revelaría nada, ya que se intentó acallar la cosa. No obstante, sigo considerando muy importante conocer la verdad.

—Yo me dedico a escribir libros solamente —manifestó la señora Oliver, muy fría—. Estos libros son fruto de mi imaginación. Personalmente, no sé nada acerca del crimen, ni tengo opiniones determinadas en lo tocante a las cuestiones criminológicas. Temo no poder serle de utilidad en ningún aspecto.

—Pero usted podría hacerle esa pregunta a su ahijada. Podría hablar con Celia.

—¿Hacerle la pregunta a Celia? —inquirió la señora Oliver, muy sorprendida—. ¿Cómo voy a dar yo ese paso? Ella tenía… Bueno, creo que era una niña cuando se produjo aquel trágico acontecimiento.

—A pesar de eso, Celia debe estar informada —aseguró la señora Burton-Cox—. Hay pocas cosas que los niños ignoren. Ella se lo dirá todo a usted. Estoy convencida de que se lo dirá.

—A mí me parece que lo más natural sería que la interrogara usted directamente —aventuró la señora Oliver.

—No me es posible… Entonces, puede ser que Desmond se disgustara. Todo lo de Celia le afecta mucho y… Estoy segura de que Celia se explayaría con usted.

—Ni por un solo momento he pensado en someterla a un interrogatorio —contestó la señora Oliver, quien hizo como si consultara su reloj de pulsera—. ¡Oh, querida! Llevamos charlando mucho tiempo ya. La comida de hoy ha sido deliciosa… Pero tengo que irme. Estoy citada con una persona. Adiós, señora Burton-Cox. Lamento no poder complacerla. Usted se hará cargo: estas cuestiones son siempre delicadas…

En aquel momento pasó por delante de ellas una escritora amiga de la señora Oliver. Ésta se puso en pie, asiéndola por un brazo.

—¡Mi querida Louise! ¡Cuánto me alegra verte! No sabía que estabas aquí.

—¡Oh, Ariadne! Llevamos mucho tiempo sin vernos. Te has quedado más delgada, ¿verdad?

—Siempre tienes a mano una frase amable, Louise —dijo la señora Oliver, alejándose del sofá en que había estado sentada hasta aquel instante—. Me marchaba porque tengo una cita.

—Supongo que esa mujer ha estado acaparándote, ¿eh? —contestó Louise, mirando por encima del hombro de su amiga a la señora Burton-Cox.

—Me ha estado haciendo terribles preguntas —explicó la señora Oliver.

—¿Y qué? ¿No supiste contestar adecuadamente a ellas?

—Pues no, Louise. No tenían nada que ver conmigo. No sabía de qué me estaba hablando. Sin embargo, si quieres que te diga la verdad, me hubiera gustado haber podido satisfacer su curiosidad.

—¿Era interesante el tema de vuestra conversación?

Por la cabeza de la señora Oliver había cruzado ahora otra idea.

—Sí, francamente…

—¡Cuidado! Acaba de ponerse en pie y supongo que te va a abordar de nuevo, Ariadne —le previno su amiga—. Vámonos. Te sacaré de aquí y además estoy dispuesta a llevarte donde quieras si es que no te has traído tu coche.

—Para andar por Londres jamás saco el coche. No hay manera de aparcar en ningún sitio.

—Sé muy bien lo que pasa. Es tremendo.

La señorita Oliver se apresuró a despedirse de algunas personas. Palabras de agradecimiento, frases reveladoras de su complacencia por haber asistido a aquella agradable reunión…