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—¡Ah! A causa de la tragedia… Porque aquello fue una verdadera tragedia.

—Sí. A causa de la tragedia. Celia es ahijada de una señora a la que no vaciló en dirigirse la madre de Desmond para pedirle que averiguara de labios de la chica las circunstancias verdaderas que rodearon el doble suicidio.

—Pero… Eso no tiene sentido —declaró mademoiselle Meauhourat. A continuación indicó a su visitante un sillón—. Siéntese —le dijo—. Por favor, siéntese. Supongo que nuestra conversación va a prolongarse un poco. En efecto, Celia no podía explicar a su madrina… Se trata de la señora Ariadne Oliver, la novelista, ¿verdad? Sí, me acuerdo de ella. Celia no podía facilitar a su madrina la información deseada por la sencilla razón de que no se halla en posesión de ninguna, de carácter interior, se entiende.

—La muchacha no estaba en la casa cuando ocurrió la tragedia, ni nadie le dio muchas explicaciones sobre el caso, ¿no es eso?

—Naturalmente. Se juzgó que no era procedente.

—¡Ah! ¿Y usted cómo juzgó tal decisión a su vez? ¿La aprobó? ¿La desaprobó?

—Resulta difícil para mí contestarle. Muy difícil, sí. Han pasado años, bastantes, y nunca estuve segura de si se había procedido bien o mal en ese sentido. Celia, por lo que yo sé, nunca ha estado obsesionada con aquel suceso. Quiero decir que jamás ha vivido atormentada por el deseo de saber más acerca de él. Aceptó la desgracia como hubiera podido aceptar un accidente de aviación o de automóvil. Aquello había sido algo que se tradujo en la muerte de sus padres. La muchacha pasó muchos años en un pensionnat del extranjero.

—Tengo entendido que el pensionnat en cuestión se hallaba regido por usted, mademoiselle Meauhourat…

—Cierto. Hace poco que me retiré. Ahora se ocupa de él una colega mía. Celia me fue enviada y a mí se me indicó que debía buscar para ella un buen centro donde pudiera continuar educándose. Son numerosas las muchachas que entran en Suiza con ese fin. Hubiera podido recomendarle varios colegios. De momento, la acogí en el mío.

—¿Y Celia no le hizo preguntas nunca sobre el caso, no solicitó información de usted?

—No. Eso fue antes de que ocurriese la tragedia.

—¡Oh! No acabo de comprenderlo.

—Celia llegó aquí varias semanas antes del trágico suceso. Por entonces yo estaba todavía con el general y lady Ravenscroft. Yo cuidaba de ésta. Más que institutriz de Celia, era dama de compañía de su madre. Pero de pronto se dispuso que la chica fuese enviada a Suiza para completar su educación en este país.

—Lady Ravenscroft había tenido algunos quebrantos de salud, ¿no?

—Sí. Nada serio. Pero al principio se figuró que se trataba de algo grave. Había estado mal de los nervios, andaba muy preocupada…

—¿Siguió usted con ella?

—Una hermana mía que vivía en Lausanne recibió a Celia a su llegada, acomodándola en la institución, destinada a albergar solamente unas quince o dieciséis muchachas. Pero allí podía iniciar sus estudios y aguardar mi regreso. Tres o cuatro semanas después, yo estaba de vuelta.

—Pero usted se encontraba en Overcliffe cuando el suceso, ¿no es así?

—Me encontraba en Overcliffe, en efecto. El general y lady Ravenscroft salieron a dar un paseo, como tenían por costumbre. Ya no regresaron de él. Fueron encontrados sus cadáveres. Junto a ellos se halló un revólver. Este revólver era del general Ravenscroft y siempre había estado en un cajón de un mueble de su estudio. En el arma de fuego se localizaron las huellas dactilares de los dos. No hubo manera de averiguar por ellas quién había sido el último en empuñarlo. Evidentemente, se trataba de un doble suicidio.

—¿No descubrió usted nada que le indujera a poner en duda tal veredicto?

—Creo que la policía no vio nada en contra de tal hipótesis.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—¿Cómo? —inquirió mademoiselle Meauhourat.

—Nada, nada. Es que acabo de acordarme de algo.

Poirot escrutó el rostro de su interlocutora. En sus cabellos castaños se veían algunos mechones grises. Grises eran sus ojos. La mujer apretaba firmemente los labios cuando escuchaba. Su faz no denotaba ninguna emoción. Mademoiselle Meauhourat sabía dominarse perfectamente.

—Así, pues, ¿no puede usted decirme nada más sobre el caso?

—Creo que no. ¡Ha pasado ya tanto tiempo!

—Se acuerda usted bastante bien de aquella época de su vida.

—En general, sí. Por otro lado, no es fácil olvidar por completo un hecho tan triste como el de la muerte del matrimonio Ravenscroft.

—¿Y usted se mostró de acuerdo en que a Celia no se le debía decir nada sobre las circunstancias que habían dado lugar al suceso?

—¿Es que no le he dicho que yo no podía proporcionarle ninguna información complementaria?

—Estuvo usted viviendo en Overcliffe durante cierto periodo de tiempo, antes de que ocurriera la tragedia, ¿no? Cuatro o cinco semanas antes, seis, quizá, se encontraba usted allí.

—Mucho antes, en realidad. Yo había sido institutriz de Celia primeramente. Volví luego, después de haberse marchado ella al colegio, para así poder estar con lady Ravenscroft.

—Por entonces estaba viviendo allí la hermana de lady Ravenscroft, ¿no?

—Sí. Había estado durante algún tiempo en un hospital, sometida a tratamiento. Habiendo hecho muchos progresos, los médicos opinaron que le convenía reanudar su existencia normal y que lo que mejor le iría sería el ambiente familiar. Como Celia estaba en el colegio, lady Ravenscroft pensó que era un buen momento para llamar a su hermana.

—¿Se querían verdaderamente las hermanas?

—Resultaba difícil saberlo —contestó mademoiselle Meauhourat, quien había fruncido el ceño, dando a entender que Poirot acababa de sugerirle un tema de gran interés—. Sobre ese particular me hice en su día muchas preguntas… Usted sabe que eran gemelas, idénticas. Existía un lazo entre ellas, un lazo de mutua dependencia y amor. En muchos aspectos eran iguales, sí. Pero había ocasiones en que se mostraban completamente distintas.

—¿De veras? Me agradaría que me explicase eso con más detalle.

—¡Oh! Esto no tiene nada que ver con la tragedia. No, nada de eso… Observábase concretamente un fallo de tipo físico o mental. Hay gente en la actualidad que sostiene que todo desorden mental tiene su causa física. La clase médica reconoce que los hermanos gemelos se hallan unidos por un firme lazo, por una gran semejanza de caracteres, lo cual quiere decir que, pese a moverse en ambientes distintos, se hallan abocados a vivir las mismas experiencias, dentro de las mismas épocas de sus existencias. Forzosamente, tienden a seguir el mismo camino. Hay casos verdaderamente extraordinarios.

»Citaré el de las dos hermanas gemelas que vivían una en Francia y la otra en Inglaterra. Ambas tenían un perro de la misma raza, escogido en la misma fecha. Casáronse con hombres singularmente parecidos. Dieron a luz un hijo cada una, por la misma fecha, mes arriba, mes abajo. Ambas seguían idéntico camino, pese a hallarse separadas, ignorando mutuamente sus andanzas.

»Luego, está lo opuesto a lo anterior. Viene una especie de repugnancia, de odios mutuos, casi. Una hermana se aparta de la otra. Se rechazan como si quisieran romper con tantas semejanzas, con tantas cosas iguales, como si pretendiesen acabar con lo que tienen en común. Eso puede conducir a extraños resultados.

—Sí —confirmó Poirot—. He oído hablar de ello. He tenido ocasión de verlo en la práctica en un par de ocasiones. El amor se convierte en odio fácilmente. Es más fácil odiar cuando se ha amado, más fácil que cuando se arranca de la indiferencia.

—¡Ah! Ya veo que lo sabe —dijo mademoiselle Meauhourat.

—Sí. La realidad lo confirma a cada paso. ¿Era la hermana de lady Ravenscroft igual que ésta? ¿Eran idénticas?

—En sus rasgos físicos, sí. La expresión del rostro, en cambio, resultaba distinta. Se notaba en su faz una tensión no visible en la cara de lady Ravenscroft. Sentía una gran aversión por los niños. No sé por qué. Tal vez hubiera tenido algún aborto en su primera época de casada. Quizás había deseado tener hijos, no logrando después ver cumplida su ilusión. Sí. Los niños la disgustaban profundamente.