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—Y eso condujo a un par de graves incidentes, ¿verdad?

—¿Se ha hecho usted con información en este aspecto?

—He oído referir ciertas cosas a personas que conocieron a las dos hermanas cuando se encontraban en Malaya. Lady Ravenscroft estaba allí, con su esposo. Dolly fue a pasar una temporada con ellos. Hubo un percance con un niño y se dijo que Dolly había sido en parte responsable del mismo. No hubo luego pruebas definitivas, pero creo que el marido de Molly llevó a su cuñada a Inglaterra, viéndose ésta obligada a ingresar una vez más en una casa de salud.

—Sí. Me parece que lo que acaba de decir es un resumen muy atinado de lo que sucedió. Desde luego, mi información tampoco era directa.

—A mí me parece que debe de haber muchas cosas que llegó a conocer a base de observaciones personales, sin intermediarios…

—Si es así, ¿por qué traerlas a colación ahora? ¿No es mejor que las dejemos tal cual fueron aceptadas en su día?

—El suceso de Overcliffe admite varias interpretaciones. Aquello pudo ser un doble suicidio, o un crimen, y algo más… A usted le contaron lo que había pasado, pero yo he deducido de una de las frases que acaba de pronunciar que sabe lo que pasó por apreciación directa. Usted sabe lo que ocurrió aquel día y sabe qué sucedió (o empezó a suceder) algún tiempo antes. Me refiero a la época en que Celia estaba en Suiza, hallándose usted todavía en Overcliffe. Quiero hacerle una pregunta. Tengo mucho interés en conocer su respuesta. Quiero conocer su opinión… ¿Cuáles eran los sentimientos del general Ravenscroft hacia aquellas dos hermanas, unas hermanas gemelas?

—Sé muy bien lo que desea usted significar con esas palabras.

Ahora la mujer cambió de actitud. Ya no se mostraba en guardia, como antes. Se inclinó hacia Poirot. Daba la impresión de sentirse plenamente aliviada al confiar al visitante sus impresiones sobre aquel extremo.

—Las dos habían sido unas jóvenes muy bellas —explicó—. Es lo que oí decir a mucha gente. El general Ravenscroft se enamoró de Dolly, la de las perturbaciones mentales. Pese a su desconcertante personalidad, era extraordinariamente atractiva. El general la amó apasionadamente. Después, no sé qué ocurrió. Tal vez se sintiera alarmado al descubrir algún fallo de cabeza, o bien, simplemente, vio alguna otra cosa que le repugnara. Es posible que pensara en unos comienzos de locura, en los peligros que encerraba tal situación. Entonces, su cariño se centró en la hermana. Se enamoró de la hermana de Dolly, sí, haciendo de ella su esposa.

—Había amado a las dos, quiere usted decir. No al mismo tiempo, por supuesto. Pero cabe pensar en un auténtico, en un sincero cariño, cada uno en su momento.

—¡Oh, sí! Estaba entregado por completo a Molly. Confiaba por entero en ella y ella en él. El general Ravenscroft era en verdad un hombre sensible, afectuoso, delicado. Todo un caballero.

—Perdóneme —dijo Poirot—, pero, en mi opinión, usted también se hallaba enamorada de él.

—¿Cómo? ¿Cómo se atreve a decirme eso?

—Debo decirle lo que pienso. Entendámonos; yo no sostengo que usted tuviera relaciones íntimas con ese hombre. Nada de eso. Lo único que afirmo es que usted le amaba.

—Pues sí —declaró Zélie Meauhourat—. Le amaba. Todavía le amo, en cierto modo. De nada tengo que avergonzarme. Él me honró siempre con su confianza, me trató con suma cortesía, pero no estuvo jamás enamorado de mí. Es posible amar a alguien y servir a la persona amada sintiéndose una feliz. Yo no quería más. Sólo aspiraba a merecer su confianza, su simpatía, su afecto sincero…

—Y usted —dijo Poirot— hizo lo que pudo para ayudarle a superar una de las crisis más terribles de su vida. Hay cosas que usted se niega a decirme. Pero hay otras que yo le diré, que he deducido de las informaciones que me he ido procurando… Antes de venir aquí estuve hablando con personas que conocieron no solamente a lady Ravenscroft, no solamente a Molly, sino también a Dolly. Y sé bastantes detalles sobre ésta. Conozco la tragedia de su vida, sé el pesar que sintió, sé lo desdichada que se sintió. Me doy cuenta de cómo puede ser provocada la desgracia en una casa, de cómo se puede suscitar el odio. Si amó al hombre que iba a convertirse en su prometido, al casarse él con su hermana empezó a odiar, quizás, a ésta. Es posible que no la perdonara jamás. Pero, ¿y Molly Ravenscroft? ¿Le disgustaba su hermana? ¿La odiaba?

—¡Oh, no! —exclamó Zélie Meauhourat—. Molly amaba a su hermana. La quería entrañablemente y adoptaba con respecto a ella una actitud protectora. Lo sé muy bien. De ella habían partido siempre las invitaciones para Dolly, con el fin de tenerla en casa, a su lado. Quería hacer feliz a su hermana a todo costa, librarla de todo peligro. Dolly era presa de repentinos ataques de ira. Molly se asustaba… Bueno, usted está bien informado. Ya dijo antes que Dolly aborrecía de una manera extraña a los niños.

—¿Quiere decir que aborrecía a Celia?

—No. A Celia, no. Al otro hijo, a Edward. En dos ocasiones estuvo Edward a punto de ser víctima de un accidente. Sé que Molly se alegraba cuando Edward tenía que volver al colegio. Tenía muy pocos años, recuérdelo. Bastantes menos que Celia. Contaría ocho o nueve entonces. Era un ser vulnerable. Molly tenía miedo…

—Sí —contestó Poirot—. Me hago cargo de eso. Ahora, si me lo permite, le hablaré de unas pelucas… Me referiré a la costumbre de usar pelucas. Eran cuatro, en total. Son muchas pelucas, a decir verdad, para una sola mujer. Sé cómo eran, conozco por unas descripciones su aspecto. Sé también que cuando hicieron falta las dos últimas, una dama francesa visitó una tienda de Londres, encargándolas… Debo referirme también a cierto perro. El general Ravenscroft y su esposa se hicieron acompañar el día de la tragedia por aquél. Poco tiempo antes, el animal había mordido a su ama, a Molly Ravenscroft.

—Los perros son así —comentó Zélie Meauhourat—. No se puede confiar del todo en ellos. Sí, lo he visto mil veces.

—Quiero decirle también qué es lo que yo creo que pasó aquel día, qué es lo que sucedió antes, poco antes de que ocurriera la tragedia.

—¿Y si me niego a escucharle?

—Usted me escuchará. Puede ser que diga luego que lo que yo he imaginado es falso. Puede usted hacer eso, pero no creo que lo haga. He de señalar algo en lo que creo de corazón: lo que se necesita aquí es conocer la verdad. No se trata de imaginar nada, de hacer continuas cábalas. Hay por en medio una chica y un joven que se aman, que se enfrentan atemorizados con el futuro porque ignoran lo que pasó, preguntándose ella qué pueden haberle transmitido su padre o su madre.

»Estoy refiriéndome a Celia. Celia es una joven rebelde, llena de energía, difícil de manejar, quizá, pero con cerebro, con inteligencia, capaz de luchar por su felicidad valerosa, pero necesitada de verdades. También hay gente que no puede, que no quiere vivir sin éstas. Y todo porque esas personas saben enfrentarse valerosamente con ellas, sin desmayos… Tal actitud implica otra de brava aceptación, indispensable si se aspira a que la existencia tenga algún significado. Y el joven a quien Celia ama desea todo eso también para ella. ¿Querrá usted escucharme, mademoiselle Meauhourat?

—Sí —repuso Zélie Meauhourat—. Le escucho. Su capacidad de comprensión es muy grande, a mi juicio, y pienso que usted sabe más de lo que yo pude imaginarme en un principio. Hable, hable, monsieur Poirot, que le escucho.

Capítulo XX

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