Una vez más, Hércules Poirot se asomó al acantilado, contemplando las rocas que tenía a sus pies, contra las que se estrellaba continuamente el oleaje. Allí donde estaba en aquellos instantes habían sido hallados los cadáveres del matrimonio Ravenscroft. Y tres semanas antes de aquella tragedia se había despeñado por aquellas rocas una mujer, en estado de sonámbula, muriendo en el acto.
—¿Cuáles fueron las causas de los dos sucesos? —preguntó el superintendente Garroway.
¿Por qué? ¿Qué cosa era lo que había inducido a aquello?
Primeramente, un accidente… Y tres semanas más tarde, un doble suicidio. Viejos pecados que habían proyectado largas sombras. Un principio que había conducido años más tarde a un trágico fin.
Hoy se reunirán allí ciertas personas. Una chica y un hombre que andaban tras la verdad. Dos personas que sabían la verdad.
Hércules Poirot dio la vuelta, echando a andar por el estrecho camino que conducía a una casa en otro tiempo denominada Overcliffe.
No quedaba aquélla muy lejos. Vio unos coches aparcados junto a un muro. Contempló la casa, perfilada contra el fondo del firmamento. La casa estaba deshabitada. Bien se veía claramente. Todo necesitaba en ella una buena mano de pintura. Había un letrero junto a la finca anunciando que aquella «hermosa propiedad» se encontraba en venta. En otro rótulo, la palabra «Overcliffe», su antigua denominación, había sido tachada, siendo sustituida por otro nombre: «Down House». Poirot salió al encuentro de dos personas que avanzaban hacia éclass="underline" Desmond Burton-Cox y Celia Ravenscroft.
—Fui a ver al agente de ventas —explicó Desmond—, diciéndole que deseábamos ver la casa. Me dio una llave, por si deseábamos entrar en el edificio. En los últimos cinco años la finca ha cambiado de dueño dos veces. ¿Qué podemos ver en ella ya que nos diga algo?
—La finca ha pasado por muchas manos, en realidad. Recuerdo ahora dos de los nombres anteriores que llevó: «Archer» y «Fallowfield»… Sus últimos propietarios —manifestó Celia— alegaban que era muy solitaria. Ya está otra vez en venta. Puede ser que esté embrujada. ¡Quién sabe!
—Pero, ¿es que tú crees en eso? —le preguntó Desmond, sonriendo.
—No, aunque… Algo raro debe tener. Han pasado muchas cosas. Y luego, este lugar tan especial…
—Bueno —medió Poirot—, esta casa fue escenario del pesar y de la muerte, pero sus paredes supieron también del amor.
Por la carretera vecina se deslizaba un taxi.
—Supongo que será la señora Oliver —declaró Celia—. Me dijo que vendría en tren y que en la estación tomaría un taxi.
Del taxi se apearon dos mujeres. Una de ellas era la señora Oliver. Acompañábala una mujer alta, elegantemente vestida. Como Poirot estaba enterado de su inminente llegada, no mostró la menor sorpresa. Observó a Celia, para ver cómo reaccionaba.
La chica lanzó una exclamación, dando un paso adelante.
—¡Zélie! —dijo—. ¿Es usted Zélie realmente? ¡Oh! ¡Qué alegría! No sabía que vendría aquí.
—Me lo pidió monsieur Hércules Poirot.
—Ya… Sí. Supongo que… Pero yo… yo no… —Celia, vacilante, se volvió hacia el apuesto joven que tenía al lado—, Desmond: ¿fuiste tú quien…?
—Sí. Yo escribí a mademoiselle Meauhourat… a Zélie, si ella me permite que continúe llamándola así.
—Los dos podéis llamarme Zélie, como en los viejos tiempos. Tuve mis dudas al emprender este viaje. No sabía si obraba acertadamente. Mis dudas, sin embargo, todavía no se han disipado, pero abrigo la esperanza de haber obrado atinadamente.
—Quiero estar informada —dijo Celia—. Los dos queremos saber a qué atenernos. Desmond se imaginó que usted podría explicarnos algunas de las cosas del pasado.
—Monsieur Poirot fue a verme —declaró Zélie—. Hizo lo que pudo para convencerme de que debía estar aquí hoy.
Celia pasó su brazo por el de la señora Oliver.
—Yo quería que usted estuviese también presente porque fue la persona que lo puso todo en marcha. Entre usted y monsieur Poirot han sido puestos muchos detalles al descubierto, ¿verdad?
—La gente me contó cosas —contestó la señora Oliver—. Me dirigí a personas que a mi entender podían recordar datos interesantes. Unas se acordaban de mucho y otras de poco. Ciertos recuerdos aparecían claros y ordenados y otros confusos y absurdos. Llegó un momento en que yo no sabía qué hacer ni qué interpretaciones dar a las palabras de mis conocidos. En cambio, monsieur Poirot opina que eso tiene importancia en tales situaciones.
—Naturalmente que sí —corroboró Poirot—. Las habladurías resultan tan interesantes como lo que se considera cierto y verdadero. De una murmuración se deducen hechos, aunque se trata de ideas torcidas o mal enfocadas, ayudando a veces a dar con la explicación buscada. Todo lo que he conseguido yo se basa en lo que fueron diciéndole, madame, aquellas personas denominadas por usted elefantes… —añadió Poirot, sonriendo.
—¿Elefantes? —inquirió mademoiselle Zélie.
—Así las llamaba ella, sí —dijo Poirot recalcando las palabras.
—Los elefantes disfrutan de una memoria excelente —explicó la señora Oliver—. De esta idea partió todo. La gente recuerda cosas del pasado; a los elefantes les ocurre lo mismo. La gente recuerda algo siempre. Yo me enfrenté con una serie de amistades en tales condiciones. Y de cuanto oí di cuenta a monsieur Poirot… A base de mis informaciones, él estableció lo que los médicos llaman un diagnóstico.
—Me hice una lista —señaló Poirot—. Era una lista de datos que parecían apuntar a la verdad de lo sucedido años atrás. Voy a leérsela, para ver si estas cosas tienen alguna significación para ustedes. Es posible que algunas las encuentren elocuentes y que otras no les digan nada.
—Yo he deseado saber siempre a qué atenerme —manifestó Celia—. ¿Fue aquello un suicidio o un crimen? ¿Hubo algún personaje desconocido, un intruso, que dio muerte a mis padres? Podía haber alguien que se sintiese impulsado a obrar así por un motivo desconocido, ¿no? Yo siempre pensé en tal posibilidad, o en otra semejante. Es difícil, pero…
—Nos quedaremos aquí —declaró Poirot—. No entraremos en la casa todavía. Ésta ha sido habitada por otra gente y posee una atmósfera distinta. Tal vez pasemos al interior cuando hayamos dado fin aquí a nuestras últimas indagaciones.
Poirot se encaminó a unas sillas situadas en las proximidades de un gran árbol, cerca de la casa. Sacó luego de la cartera una hoja de papel escrita. Entonces, se dirigió a Celia:
—Usted tenía que enfrentarse con ese dilema. Tenía que decidirse por una de las dos cosas: suicidio o crimen.
—En una de ellas tenía que estar la verdad —confirmó Celia.
—Le diré que la verdad radica en ambas… Y que hay algo más. De acuerdo con mi hipótesis, tenemos aquí un suicido además de un crimen. Contamos, por añadidura, con lo que podría denominarse una ejecución. Y la tragedia. Una tragedia en la que figuran dos personas que se amaban y que murieron por amor. Una tragedia amorosa no tiene por qué estar trazada como la de Romeo y Julieta. No son solamente los jóvenes quienes sufren los tormentos del amor y se hallan dispuestos a morir por él. No. Hay algo aparte de eso…
—No le entiendo —declaró Celia.
—Todavía no, lógicamente.
—¿Cree usted que llegaré a comprenderle?
—Yo me inclino a pensar que sí —continuó Poirot—. Voy a explicarle qué es lo que yo creo que sucedió y le diré cómo he llegado a formular mis pensamientos. Lo primero que me llamó la atención fueron las cosas no explicadas por las pruebas que la policía examinó. Algunas de ellas eran muy corrientes. Ni siquiera merecían el nombre de pruebas, a primera vista. Entre los efectos de Margaret Ravenscroft, de carácter personal, figuraban cuatro pelucas —Poirot repitió estas dos últimas palabras, dándoles mucho énfasis—: Cuatro pelucas.