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Zélie se puso en pie, acercándose a Celia.

—Ahora ya conoces la verdad —le dijo—. Prometí a tu padre no hablar nunca, guardar silencio… He faltado a mi palabra. Jamás quise revelar lo que sabía a nadie. Monsieur Poirot supo convencerme de que debía proceder de otra manera… ¡Oh! ¡Es una historia tan terrible!

—Comprendo sus sentimientos —repuso Celia—. Quizás estuviera usted en lo cierto, considerando su punto de vista. Ahora bien, yo me alegro de estar informada de todo. Tengo la misma impresión que si me hubiesen quitado de encima una pesada carga…

—Los dos sabemos a qué atenernos ya —dijo Desmond—. Eso supone mucho para nosotros. Aquello fue una tragedia, efectivamente. Sus protagonistas, tal como lo ha dicho monsieur Poirot: dos seres que se amaban profundamente. Pero no se mataron mutuamente, por el hecho de amarse. Uno murió asesinado y el otro ejecutó a una persona deficiente mental, por humanidad, para que no atentara contra otros niños. Puede ser perdonado si incurrió en un error. Ahora bien, yo no creo que estuviese equivocado realmente.

—Ella fue siempre una mujer que inspiraba miedo —declaró Celia—. Ya de niña, me atemorizaba, sin saber por qué. Ahora ya sé el porqué de mis temores. Pienso que mi padre obró valientemente. Hizo lo que mi madre le pidió que hiciera, lo que le pidió al exhalar su último suspiro. Salvó a la hermana gemela, a la que creo había querido siempre. Me agrada pensar… Bueno, quizá les parezca una tontería lo que voy a decir… —La chica miró, dudosa, a Poirot—. Tal vez usted no piense así. Supongo que es usted católico… Me refiero a lo que está escrito en su lápida sepulcraclass="underline" «En la muerte no se vieron separados». No murieron juntos, pero ahora creo que están unidos. Siempre lo estuvieron. Dos personas que se amaron intensamente… Y mi pobre tía, en la que pensaré a partir de ahora viéndola de otra manera, porque quizá no estuvo nunca en su mano seguir otro camino, evitar lo que hizo —el tono de voz de Celia se tornó en este momento más normal—. No fue nunca una persona agradable. Es inevitable sentir antipatía por este tipo de personas. Quizá pudo ser distinta, de haberlo intentado, pero tal vez no pudo. Y en este caso hay que verla como un ser enfermo… Siempre me inspirará una gran compasión. Y en cuanto a mis padres… ya no albergaré ninguna duda. Sé que se amaron mucho, y que también quisieron a la pobre, a la desdichada Dolly.

—Creo, Celia —manifestó Desmond—, que lo mejor que podemos hacer es casarnos cuanto antes. Voy a decirte una cosa. Mi madre no va a conocer esta historia… Se trata en realidad de mi madre adoptiva. Pero esto sería lo de menos. Lo malo es que no se merece que la hagas partícipe de este secreto.

—Su madre adoptiva, Desmond —declaró Poirot—, pretendía inmiscuirse en sus cosas. Quería convencerle de que Celia había heredado algo nada agradable de sus padres, una tendencia determinada, terrible, desde luego… Y hablando de herencias, voy a comunicarle algo que usted ignora, o que quizá sepa. De todas maneras, yo no sé por qué no he de decírselo: de su madre auténtica, de su madre real, que murió no hace mucho tiempo, dejándole todo lo que poseía, va usted a heredar una gran suma de dinero a los veinticinco años.

—Si Celia y yo nos casamos —repuso Desmond—, por supuesto, necesitaremos ese dinero para vivir. Me he hecho cargo de todo lo que ha venido sucediendo. Mi madre adoptiva es una mujer muy interesada y hasta ahora he estado haciéndole préstamos continuamente. El otro día me sugirió la conveniencia de que me entrevistase con un abogado, manifestando que ahora que había cumplido ya los veintiún años era necesario que hiciese testamento. Supongo que estaba pensando en hacerse con el dinero. Yo había pensado dejárselo todo a ella. Claro, ahora las cosas cambiarán. Si me caso con Celia, será mi mujer la heredera… Añadiré que me ha disgustado profundamente la intentona de mi madre de separarme de ella, de sembrar dificultades entre los dos.

—Opino que sus sospechas están bien fundamentadas —indicó Poirot—. Su madre, sin embargo, alegará que sus intenciones eran buenas, que lo que pretendía era que conociese usted con todo detalle los orígenes de Celia, por si se enfrentaba con un peligro…

—Bueno —dijo Desmond—, no quiero mostrarme excesivamente rígido. Después de todo, ella me adoptó, me ha criado, ha cuidado de mí. Si hay dinero suficiente, alguna cantidad irá a parar a ella. Celia y yo dispondremos del resto. Creo que podremos vivir felices, tranquilos, en paz. Tendremos, supongo, como todo el mundo, momentos alegres y momentos de preocupación, pero sobre nuestras vidas no se proyectará ya ninguna sombra, ningún enigma del pasado. ¿Es así, Celia?

—Yo pienso como tú, Desmond. Pienso en mis padres y me digo ahora que fueron dos grandes personas. Mi madre se esforzó por cuidar de su hermana a lo largo de toda la vida. Se había propuesto una misión imposible. Nadie puede impedir que la gente sea como es realmente.

—Queridos chicos —dijo Zélie—: perdonadme que os hable en este tono… Ya no sois unos chicos, en realidad. Sois un hombre y una mujer. Lo sé perfectamente. Me satisface mucho haberos visto de nuevo y tener la seguridad de que no he procedido mal.

—Puede usted estar convencida de ello, mi querida Zélie —contestó la joven, abrazando a ésta—. Usted sabe que yo siempre la quise muchísimo.

—Yo también, de siempre, le tuve mucha simpatía —declaró Desmond—. Estoy pensando en la época en que vivía junto a la casa de los Ravenscroft. A usted le encantaba jugar con nosotros.

Los dos jóvenes se volvieron hacia la señora Oliver y monsieur Poirot.

—Gracias por todo, señora Oliver —dijo Desmond—. Ha sido usted muy amable y se ha movido mucho para aclararlo todo. También damos las gracias a monsieur Poirot.

—Sí, muchas gracias —agregó Celia—. Les estoy muy agradecida.

Desmond y Celia se alejaron del grupo.

—Bien —dijo Zélie—. Yo también tengo que irme. —Dirigiéndose a Poirot, añadió—: ¿Qué hay más sobre este asunto? ¿Se verá obligado a hablar con alguna otra persona de él?

—Hay otra persona a quien pienso contárselo todo, en plan de confidencia. Es un oficial de los servicios policíacos, ya jubilado. No desarrolla ya ninguna actividad profesional. Se limitará a escuchar lo que yo le cuente, sin más consecuencias. Ha pasado ya mucho tiempo… Desde luego, de hallarse en activo reaccionaría de otra manera muy distinta.

—Ésta de los Ravenscroft es una historia terrible —comentó la señora Oliver—. Me acuerdo de las personas con quienes hablé a lo largo de mis indagaciones… Es curioso. Todas recordaban algo. Los detalles por ellas aportados, precisamente, nos han llevado, ciertos unas veces, inciertos y desordenados o vagos otras, al conocimiento de la verdad. Resultaba difícil quedarse con lo que era válido, con lo que podía ser útil al intentar componer nuestro dramático rompecabezas. Claro que por algo contábamos con monsieur Poirot, siempre pendiente del dato más raro, siempre con ingenio suficiente para sacar partido de cosas que a primera vista no decían nada o casi nada: las pelucas, por ejemplo; las condiciones especiales en que se desenvuelven las existencias de los hermanos gemelos, etcétera.

Poirot se acercó a Zélie que, de pie, paseaba la mirada por los alrededores.

—¿No me guarda rencor —le preguntó— por haberla hecho venir hasta aquí, por haberla convencido de que debía hacer lo que hizo?

—No. Me alegro de haberle escuchado. Tenía usted razón. Desmond y Celia forman una pareja encantadora. Reúnen las condiciones necesarias para vivir felices en el futuro. Serán muy dichosos, sí… Nos encontramos en el lugar en que vivieron en otro tiempo dos personas que se amaron mucho. Aquí murieron también. No creo que él obrara mal. Es posible que actuara equivocadamente, supongo que se equivocó, pero no puedo reprochárselo. Creo que actuó valientemente, aunque incurriera en un error.