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Poco después, Louise y ella llegaron a una plaza de Londres.

—Me habías dicho Eaton Terrace, ¿no? —preguntó la amable amiga de la señora Oliver.

—Sí… Pero a donde tengo que ir ahora es a… Bueno, creo que se trata de las Mansiones Whitefriars. No recuerdo bien el nombre, pero sé dónde es.

—¡Oh! Es un bloque de pisos, de corte más bien moderno. Muy cuadrados y geométricos.

—Eso es —dijo la señora Oliver.

Capítulo II

EN EL QUE SE HABLA POR VEZ PRIMERA DE LOS ELEFANTES

No habiendo logrado encontrar a su amigo Hércules Poirot en casa, la señora Oliver decidió recurrir al teléfono.

—¿Va usted a estar por casualidad en casa esta noche? —le preguntó.

Ella tomó asiento en el sillón que había junto a la mesa del teléfono, moviendo los dedos, nerviosa, sobre el tablero.

—¿Con quién hablo?

—Soy Ariadne Oliver —respondió la señora Oliver, siempre sorprendida al verse obligada a dar su nombre, ya que le extrañaba que sus amigos no identificasen inmediatamente su voz por teléfono.

—Sí. Estaré esta noche en casa. ¿Significa eso que voy a tener el placer de que me visite?

—Es usted muy amable —respondió la señora Oliver—. No sé si eso va a ser en definitiva un placer para usted. Ya veremos.

—Para mí siempre lo es, chere Madame.

—No sé, no sé… Es posible que le resulte fastidiosa esta vez. Quiero hacerle unas cuantas preguntas. Quiero saber qué es lo que usted piensa sobre determinado asunto.

—Aquí me tiene, pues, dispuesto a opinar sobre lo que sea.

—Ha surgido una cosa —afirmó la señora Oliver—. Se trata de algo fastidioso y yo no sé qué hacer.

—Por cuya razón ha decidido venir a verme. Francamente, me siento halagado. Muy halagado.

—¿A qué hora le viene mejor a usted? —preguntó la señora Oliver.

—¿Le parece bien a las nueve? Tomaremos café… A menos que prefiera una «Grenadine», o un Sirop de Cassis. Pero, ahora que me acuerdo, a usted no le gusta eso.

—George —dijo Poirot a su inestimable servidor—: esta noche vamos a tener el placer de recibir aquí a la señora Oliver. Creo que lo indicado para obsequiarla es el café y quizás un licor u otro. No sé nunca con certeza qué es lo que a ella más le gusta.

—Yo la he visto beber «kirsch», señor.

—Y también me parece que está indicada una crème de menthe. Pero creo que lo que prefiere es el «kirsch».

—Muy bien. Que sea «kirsch», entonces.

La señora Oliver llegó con toda puntualidad a la hora indicada. Poirot, mientras cenaba, habíase estado preguntando qué era lo que motivaba aquella visita. ¿Por qué abrigaba tantas dudas sobre lo que tenía entre manos? ¿Quería exponerle algún difícil problema o deseaba ponerle al corriente de algún crimen? Como Poirot sabía perfectamente, de la señora Oliver podía esperarse cualquier cosa. Lo más común y lo más extraordinario. Ella andaba preocupada, pensó. Bien, se dijo Hércules Poirot, él era capaz de barajar a la señora Oliver. Siempre había sido así. De vez en cuando, ciertamente, le sacaba de sus casillas. Por otro lado, sentía un gran aprecio por aquella mujer. Habían compartido muchas experiencias. Había leído algo acerca de ella en uno de los periódicos de la mañana aquel día… ¿O se trataba de un diario de la noche? Tenía que hacer un esfuerzo y recordar qué era, antes de que se presentase en su casa. Acababa de hacerse este propósito cuando George le anunció su llegada.

Nada más entrar la señora Oliver en la habitación, Poirot pensó que no se había equivocado al juzgar que estaba preocupada. Su peinado, normalmente cuidado, ofrecía cierto desorden. La señora Oliver se había pasado los dedos a modo de peine por los cabellos, como hacía algunas veces, cuando se sentía nerviosa. Poirot la acogió con unas frases de cortesía, señalándole un sillón. Luego, le sirvió una taza de café y una copita de «kirsch».

—¡Ah! —exclamó la señora Oliver con un suspiro, el de una persona que se siente repentinamente aliviada—. Va usted a pensar que soy una necia, pero…

—He leído en un periódico de hoy que asistió a una comida literaria, en la que estuvieron presentes varias escritoras famosas, aparte de usted. Yo creí que no iba nunca a esa clase de ágapes.

—Habitualmente, no voy —puntualizó la señora Oliver—. Ahora le doy mi palabra de que no volveré a asistir a ninguna reunión por el estilo.

—¿Qué? ¿Pasó usted un mal rato? —inquirió Poirot.

Conocía bien a su interlocutora. Sabía que cuando sus libros eran elogiados desmesuradamente en su presencia se ponía muy nerviosa. Ella se lo había dicho en una ocasión: jamás daba con las respuestas adecuadas.

—¿No lo pasó bien?

—Hasta cierto punto, sí. Pero después de la comida sucedió algo que no fue de mi agrado.

—¡Oh! ¿Y ha venido a verme por eso?

—Sí. Sin embargo, no sé exactamente por qué. Me explicaré… Es algo que nada tiene que ver con usted; es una cosa que no va a suscitar su interés, seguramente. A mí misma no me interesa tanto como puede parecerle a primera vista. He venido a verle porque deseo saber qué es lo que usted opina. Deseo saber qué es lo que usted haría en mi lugar.

—He aquí una cuestión difícil —manifestó Poirot—. Sé perfectamente cómo reaccionaría yo en determinada situación, pero ignoro qué es lo que usted haría en las mismas circunstancias. Sí. Pese a conocerla.

—Pues no debiera ser así en rigor —declaró la señora Oliver—, puesto que hace ya mucho tiempo que me conoce.

—¿Cuánto tiempo? ¿Unos veinte años?

—¡Oh, no lo sé! No sé cuántos años habrán transcurrido desde la primera vez que cruzamos unas palabras; no sé nada de fechas tampoco. Tengo como una nebulosa en la cabeza. Me acuerdo del año 1939 porque fue el del comienzo de la guerra; no se me han olvidado determinadas fechas porque las relaciono con detalles nimios.

—Bueno, el caso es que asistió a una comida literaria. Y que allí no se divirtió mucho.

—Lo pasé bien en la mesa. Pero después…

—La gente empezó a decirle ciertas cosas —dijo Poirot, con la atención solícita de un doctor que va en busca de síntomas.

—Se avecinaba eso, sí… Y de pronto, una mujer alta, corpulenta, una de esas personas que parecen dominar a cuantas se encuentran a su alrededor, que a mí me han colocado a veces en verdaderos aprietos, porque son siempre las más agobiantes, se fijó en mí. Me cazó como quien se lanza en pleno campo sobre una mariposa empuñando una red. Inmediatamente, me llevó a un sofá y luego empezó a hablarme, refiriéndose a una ahijada mía…

—¡Ah, sí! Una ahijada por la que usted siente un especial cariño.

—A esta ahijada hace muchos años que no la veo —declaró la señora Oliver—. Verá… Yo no puedo estar al corriente de las andanzas de todas las que tengo. Seguidamente, la mujer me hizo una pregunta embarazosa. Quería saber… ¡Oh! ¡Qué difícil resulta explicarlo!

—No, no es difícil —dijo Poirot, amablemente—. Es muy fácil. Mucha gente acaba contándome cosas confidenciales. ¿Por qué? Pues porque aquí soy un extranjero, un individuo trasplantado, un hombre que procede de otro país, ajeno a ciertas relaciones.

—Sí. Tiene usted razón. Continúo… La mujer me habló de los padres de la chica. Quería saber si la madre había matado al padre o si fue éste quien acabó con aquélla.

—No la entiendo —afirmó Poirot.

—Ya sé que parece absurdo. Bueno, yo juzgué entonces absurda su pregunta.

—De manera que ella quería saber, si la madre de su ahijada mató al padre o… si fue al revés.