—En efecto.
—Pero…, ¿es que realmente pasó eso? ¿Dio muerte la madre al padre o mató éste a su mujer?
—Los padres de la chica fueron encontrados muertos —explicó la señora Oliver—. En una escarpadura. No puedo recordar si el hecho ocurrió en Cornualles o en Córcega…
—Entonces, aludió a un suceso real, ¿no?
—Sí, sí. Eso ocurrió hace años. Pero lo que me gustaría saber es por qué razón acudió a mí…
—Sencillamente: porque usted se dedica a escribir novelas de crímenes —contestó Poirot—. Indudablemente, ella pensó que para usted el crimen no tiene secretos. ¿Y dice que se trata de un hecho real?
—En efecto. No era un supuesto… No la guiaba, por ejemplo, el afán de saber qué haría una si supiera que su madre había dado muerte a su padre o viceversa. No. Aludió a un hecho real.
»Será mejor, creo yo, que le ponga al corriente del mismo. No es que yo recuerde el caso en todos sus detalles. La verdad es que dio mucho que hablar en su día. Ocurrió… me parece que hace unos doce años, por lo menos. Recuerdo los nombres de los protagonistas del suceso porque eran conocidos míos. La mujer había sido en los años de la infancia condiscípula mía y la conocía perfectamente. Fuimos amigas. Del caso hablaron ampliamente los periódicos. Tratábase de sir Alistair Ravenscroft y de lady Ravenscroft. Formaban una pareja feliz. Él era coronel, o general. Compraron una casa no sé dónde, en el extranjero, me parece recordar. Y de pronto, apareció la información sobre el caso en los periódicos. Se dijo que habían sido asesinados y también que uno había matado al otro, suicidándose el superviviente. Había por en medio un revólver viejo que estaba en la casa… Creo haberle dicho todo lo que recuerdo.
La señora Oliver mencionó todavía unos datos más en relación con aquel asunto. Poirot le hizo unas cuantas preguntas sobre su résumé, solicitando declaraciones acerca de ciertos puntos.
—Bueno, ¿y por qué desea esa mujer enterarse concretamente de qué fue lo que pasó? —inquirió Poirot finalmente.
—Es lo que a mí me gustaría averiguar —manifestó la señora Oliver—. Creo que no me costaría trabajo ponerme en contacto con Celia. Ella debe de vivir en Londres todavía. O quizá esté en Cambridge, o en Oxford… Tengo entendido que sacó un título y que se dedica a la enseñanza en un sitio u otro. Celia es una muchacha moderna, ¿sabe? Gusta, o gustaba, de ir con gente de largos cabellos y raros atavíos. No creo que tome drogas, sin embargo. Es una joven normal… Ocasionalmente, he oído hablar de ella, he tenido noticias de ella. Siempre me envía una tarjeta de felicitación por Navidad. Bueno, una no puede pensar día tras día en sus ahijados… Ahora contará veinticinco o veintiséis años.
—¿Soltera?
—Es soltera. Al parecer, se dispone a contraer matrimonio… Va a casarse con… ¡Oh! ¿Cuál era el apellido de aquella señora? Se apellidaba Brittle… ¡No! Era la señora Burton-Cox. Va a casarse con el hijo de ésta.
—¿Y es que la señora Burton-Cox no quiere que su hijo se case con Celia por el hecho de que el padre de ésta dio muerte a la madre o… al revés?
—Es lo que yo supongo —indicó la señora Oliver—. No acierto a imaginarme otra cosa. Pero, bueno, ¿qué más da eso? ¿Qué va a ganar la madre del chico que se dispone a contraer matrimonio sabiendo a qué atenerse con referencia al misterioso suceso?
—Es una cuestión que hace pensar —consideró Poirot—. Muy interesante, además. El interés del caso no radica ya en estos momentos en las personas de sir Alistair Ravenscroft o lady Ravenscroft. Me parece recordar ahora ese suceso, o alguno por el estilo, que no sé si será el mismo. La conducta de la señora Burton-Cox es sorprendente. Tal vez ande mal de la cabeza. ¿Quiere mucho a su hijo?
—Es lógico pensar que sí. Probablemente, no quiere que se case con la muchacha.
—¿Por el hecho de que pueda haber heredado una predisposición especial, que la incite a matar a su marido o algo semejante?
—¿Cómo puedo saberlo yo? —preguntó la señora Oliver—. Ella me exigió una contestación sin facilitarme explicaciones. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué significado tiene su conducta? ¿Cómo puede ser interpretada?
—Nada más interesante que la solución de ese enigma —reconoció Poirot.
—Por eso vine a verle. A usted le agrada penetrar en el secreto de las cosas, de aquellas, sobre todo, cuya causa no se descubre fácilmente.
—¿Descubrió en la señora Burton-Cox alguna preferencia? —inquirió Poirot.
—Usted desea saber si se inclinaba más por el hecho de que el esposo hubiese dado muerte a la esposa que por el otro, ¿no? En este sentido, estimo que se mostró imparcial.
—Bien. Comprendo su dilema. Es muy intrigante. Usted asiste a una comida literaria. Y a los postres alguien le hace una pregunta que es muy difícil de contestar, casi imposible… Y ahora se pregunta cómo debe enfocar este asunto.
—Quiero conocer su opinión, claro.
—No resulta fácil emitir una opinión —manifestó Poirot—. No soy una mujer. Una señora a la que usted realmente no conoce, con quien ha coincidido en una reunión, le ha planteado un problema, invitándola a resolverlo, sin facilitarle razones de su conducta.
—Exacto —dijo la señora Oliver—. Y ahora, ¿qué hace Ariadne? En otros términos, ¿qué hace A, suponiendo que acaba usted de leer el problema, expuesto al modo tradicional en cualquier periódico?
—Bueno, supongo que A puede hacer tres cosas. A podría escribir una nota dirigida a la señora Burton-Cox, en la que le dijera: «Lo siento mucho, pero me es imposible aclarar sus dudas». Valen estas palabras u otras parecidas. Segunda salida de A: póngase usted en contacto con su ahijada, a la que pondrá al corriente de la pregunta que le hizo la madre del hombre con quien va a contraer matrimonio. Entonces se enterará, de paso, de si realmente abriga el propósito de casarse con el joven. Sabrá también si ella tiene alguna idea sobre lo que tiene en la cabeza su futura suegra y si el chico ha formulado alguna declaración sobre el particular. Surgirán otros puntos interesantes, por añadidura: ¿qué piensa su ahijada de la madre del hombre que va a ser su marido?, por ejemplo. La tercera solución que le ofrezco, que contiene mi consejo sincero y firme, está condensada en muy pocas palabras…
—Me las imagino —declaró la señora Oliver.
—Puede suponérselas, sí: no hacer nada.
—Exactamente. Me doy cuenta de que esto es lo más sencillo y cómodo, lo más adecuado también, quizá. No hacer nada… ¿Quién va ahora a mi ahijada para referirle lo que su futura madre política va preguntando por ahí? No obstante…
—Ya lo sé, todos somos curiosos, normalmente.
—Quisiera saber por qué razón esa odiosa mujer me abordó a mí, por qué me hizo esa pregunta —insistió la señora Oliver—. En cuanto lo sepa me sentiré descansada, olvidando todo lo relativo a este asunto. Pero mientras tanto…
—Sí. Mientras tanto, Ariadne, usted no podrá conciliar el sueño por las noches. Se despenará de madrugada, ocurriéndosele entonces las ideas más extraordinarias, las más extravagantes, que, quizás, acabará volcando sobre las cuartillas para escribir una interesante historia detectivesca.
—Podría hacerlo, desde luego, si enfocase este incidente de una manera superficial.
Los ojos de la señora Oliver centellearon un instante.
—No se emplee en eso —le aconsejó Poirot—. Se enfrentaría con un argumento muy difícil de llevar adelante. Todo parece indicar que no existe una razón sólida, seria, que justifique la conducta de la señora Burton-Cox.
—Es que yo deseo estar absolutamente segura de que, efectivamente, no la hay.
—La humana curiosidad —dijo Poirot—. ¡Qué cosa tan interesante! —suspiró—: ¡Cuántas cosas le debemos! La curiosidad… No sé quién le inventó. Yo diría que fueron los griegos sus inventores. Querían saber. Antes de ellos, por lo que yo he apreciado, nadie se movía impulsado por tal empeño. Nadie andaba detrás del porqué. Al suscitarse el ansia del porqué empezaron a ocurrir cosas verdaderamente trascendentes. Y fueron surgiendo los buques, los trenes, las máquinas voladoras, las bombas atómicas, la penicilina, los remedios para curar muchas enfermedades. Un chico observa que la tapa de la olla que maneja su madre en la cocina se mueve impulsada por el vapor y con el tiempo nos encontramos viajando en los ferrocarriles… y así sucesivamente.