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—No sé si he llegado a comprenderla del todo —confesó Hércules Poirot—. ¿A quiénes piensa clasificar como elefantes? Me da la impresión de que para estar informada va a tener que recurrir al Parque Zoológico.

—No es exactamente eso —declaró la señora Oliver—. No se trata de los elefantes como tales animales sino de la forma en que hasta cierto punto algunas personas se parecen a ellos. Hay individuos que lo recuerdan todo perfectamente. A veces, éstos se acuerdan de cosas raras, de detalles insignificantes, nimios. Nos pasa a todos también… Yo me acuerdo, por ejemplo, de cuando cumplí los cinco años y de la tarta que me regalaron entonces. Recuerdo, asimismo, el día en que se escapó mi canario, el cual me costó no pocas lágrimas. Tengo presente todavía en la memoria el toro que vi en cierta excursión en pleno campo y aún me veo corriendo, espantada, impulsada por el temor de que embistiera contra mí. Recuerdo incluso que ese día era martes. ¿Por qué quedó fijo en mi memoria este último dato? Me estoy viendo también otro día cogiendo moras, cogiendo más moras que ninguno de los que me acompañaban. ¡Fue maravilloso! Contaba entonces yo nueve años, creo.

»Pero no es necesario remontarse tanto tiempo atrás. Yo, por ejemplo, recuerdo haber asistido a lo largo de mi vida a docenas de bodas, pero en cambio sólo he retenido en mi memoria, particularmente, dos de esas ceremonias. En una de ellas actué de madrina. Fue en el New Forest, pero no acierto a recordar qué personas se hallaban presentes. Creo que la novia fue una prima mía. Supongo que vio en mí la persona más a mano… La otra boda fue la de un amigo mío de la Armada, que estuvo a punto de perecer en un submarino. La chica por él elegida no había merecido la aprobación de su familia, pero acabó desposándose con ella. Bueno, quiero señalar así que hay cosas que no se olvidan jamás.

—Comprendo su punto de vista —contestó Poirot—. Es interesante. En consecuencia, usted piensa dedicarse a la recherche des éléphants, ¿no?

—Cierto. Tengo que dar con los datos exactos.

—En ese aspecto, estimo que podré ayudarla.

—Más adelante, pensaré en la gente que conocí en aquella época, en las personas que estuvieron relacionadas con otras amistades mías, en todos los que conocieron al general No-sé-qué Ravenscroft. El matrimonio pudo tener amigos en el extranjero, conocidos también por mí, que he estado sin ver, a lo mejor, durante muchos años. Nada de particular tiene que se busque a un amigo o amiga de años atrás. La gente se siente halagada en estos casos y, frecuentemente, gusta de evocar el pasado. Planteado todo así, se pasa fácilmente a hablar de las cosas del pretérito, de aquellas que una recuerda.

—Muy interesante, sí, señora Oliver —confirmó Poirot—. Creo que está usted bien preparada para lo que se propone emprender. Ha de reparar en las personas que conocieron a los Ravenscroft de cerca o de lejos, en aquellas que vivían donde se desarrolló la tragedia o que pudieron encontrarse allí. Luego, vendrán las intentonas discretas: una charla provocada sobre el suceso, el estudio de sus opiniones en relación con el mismo, la confrontación con los datos recogidos… Habrá de ver si la esposa o el esposo tuvieron escarceos amorosos con alguien, si ha habido por en medio algún dinero cedido en herencia. Me parece que está usted en condiciones de averiguar muchos y, seguramente, sorprendentes detalles.

—No sé… Me veo también en plan de entrometida…

—A usted le han formulado una delicada pregunta —declaró Poirot—. Le ha interrogado una persona que no es de su agrado, a quien detesta, por la cual, al menos, no siente ninguna simpatía. Y va a iniciar por su cuenta una investigación, lanzándose a la busca de unos datos. Sigue su propio camino, su senda. Es la senda de los elefantes. Los elefantes son capaces de recordar, pueden recordar. Bon voyage.

—No le entiendo —dijo la señora Oliver.

—Me despido de usted en la línea de salida de su viaje de descubrimientos —señaló Poirot—. A la recherche des éléphants.

—Creo que no estoy en mis cabales —manifestó la señora Oliver, entristecida, pasándose los dedos, a modo de peine, por los cabellos—. Había empezado a perfilar un argumento de novela relativo a un buscador de oro. Pero la cosa no marchaba bien… Me parece que no hubiera podido concentrar mi atención en este nuevo proyecto. No sé si me comprenderá usted.

—Muy bien. Pues abandone definitivamente a su buscador de oro. Y concéntrese exclusivamente en el tema de los elefantes.

Capítulo III

EL LIBRO DE TODOS LOS CONOCIMIENTOS

—¿Quiere usted traerme mi libro de direcciones, señorita Livingstone?

—Está en su mesita-escritorio, señora Oliver. En un rincón, a mano izquierda.

—No me refería a ése —indicó la señora Oliver—. Usted habla del que tengo en uso actualmente. Yo pensaba en el anterior. En el del año pasado, o del otro año, quizá.

—¿No se habrá deshecho usted de él ya? —apuntó la señorita Livingstone.

—No. No me deshago jamás de esos libros, como tampoco de las agendas. A veces se encuentran en ellos señas no pasadas a los libros posteriores. Puede ser que esté en el cajón de alguna mesa…

La señorita Livingstone había llegado recientemente a la casa, en sustitución de la señorita Sedgwick. Ariadne Oliver echaba a la señorita Sedgwick de menos. ¡Sabía ésta tantas cosas! Estaba al corriente de los sitios en que la señora Oliver guardaba siempre determinados objetos. Se acordaba de los nombres de las personas a las cuales la señora Oliver había dirigido amables cartas, igual que conocía los de aquellos que habían recibido escritos de su señora redactados en términos más bien bruscos. Era una mujer de inestimable valor. Mejor dicho: había sido eso para ella. «Era como… ¿Cuál era el título de aquel libro?», se preguntó Ariadne Oliver, esforzándose por recordar. «¡Oh, sí! Era un volumen de cubiertas oscuras. Todos los victorianos lo tenían. El Libro de Todos los Conocimientos. Este título se le acomodaba perfectamente. En sus páginas, se enseñaba al lector o lectora a quitar las manchas de una mantelería, qué había que hacer cuando se cortaba la mayonesa, en qué términos era preciso redactar una carta dirigida a un obispo y muchas, muchas cosas más. El Libro de Todos los Conocimientos lo recogía todo, en efecto». La sombra de la tía-abuela Alice se proyectó por unos momentos sobre aquella estancia.

La señorita Sedgwick había sido tan eficiente como las figuras del libro de tía Alice. La señorita Livingstone tenía mucho que aprender de ella. Ésta adoptaba una actitud muy compuesta, se ponía muy seria. Todos los rasgos de su cetrina faz proclamaban: «Soy una mujer eficiente». Pero no había nada de eso en realidad, pensó la señora Oliver. Ella solía aplicar sus experiencias, adquiridas en otros hogares, considerando que la señora Oliver debía regirse por los hábitos de las personas conocidas antes…

—Lo que yo quiero —dijo la señora Oliver, con la firmeza, con la determinación de una criatura muy consentida— es mi libro de direcciones de 1970. Y también el de 1969. Hágame el favor de localizarlos con la mayor rapidez posible.

—Desde luego, desde luego —repuso la señorita Livingstone.

La mujer miró a su alrededor con la expresión de una persona que no ha oído hablar nunca de cualquier cosa, pero que está segura de dar con lo que sea gracias a su eficiencia y a una inesperada racha de suerte.