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«Si no consigo que la señorita Sedgwick vuelva, acabaré en un manicomio —se dijo la señora Oliver—. No voy a poder hacer nada en este asunto si no me procuro la ayuda de la señorita Sedgwick».

La señorita Livingstone empezó a abrir los cajones de algunos de los muebles del estudio de la señora Oliver.

—Aquí está el libro del año pasado —dijo la señorita Livingstone, muy contenta—. En estas páginas estarán más al día las direcciones que a usted le interesan, ¿no? El libro es de 1971.

—No quiero el de 1971.

Por su cabeza cruzó una vaga idea.

—¿Por qué no mira en la mesita de té? —propuso.

La señorita Livingstone miró a su alrededor con un gesto de preocupación.

—Me refiero a esa mesa —señaló la señora Oliver.

—No es posible que un libro de direcciones se encuentre en una mesa de té —afirmó la señorita Livingstone, basándose en premisas a ella familiares.

—Sí es posible, aquí —declaró la señora Oliver—. Me ha parecido recordar que lo dejé ahí.

Deslizándose junto a la señorita Livingstone, Ariadne se acercó a la mesa indicada.

—En efecto, aquí está —informó, abriendo un gran bote destinado a contener té indio, en principio.

—Este libro es de 1968, señora Oliver, de hace cuatro años.

—Me sirve —aseguró aquélla, llevándoselo a la mesa-escritorio—. De momento, no necesito nada más, señorita Livingstone. Le agradecería, sin embargo, que viera dónde para mi diario.

—No sabía que…

—No lo uso ya —explicó la señora Oliver—. Pero lo utilicé en otros tiempos. Es bastante grande, ¿sabe? Lo empecé de niña. Tiene algunos años ya. Supongo que estará en el ático, arriba. Mire en esa habitación de respeto que destinamos a los niños cuando las vacaciones o a huéspedes de poco compromiso. Junto a la cama hay un armario.

—¿Debo buscarlo allí?

—De eso se trata —confirmó la señora Oliver.

La señorita Livingstone abandonó la habitación. La señora Oliver cerró la puerta, volviendo a su mesa de trabajo. Seguidamente, comenzó a leer las señas escritas en el libro que tenía en las manos. La tinta había perdido intensidad y las páginas olían a té.

—Ravenscroft. Celia Ravenscroft. Sí. 14, Fishacre News, S. W. 3. Éstas son las señas de Chelsea. Ella vivía allí entonces. Pero había otra dirección aquí… Algo así como Strand-on-the-Green, cerca del Puente de Kew.

La señora Oliver pasó unas cuantas hojas.

—Sí… Ésta parece ser una dirección posterior. Mardyke Grove. Esto queda en Fulham Road, creo. ¿Tiene teléfono? Está borroso, pero me parece que… Sí… Flaxman… Bueno, vamos a probar suerte.

Se dirigió al teléfono. La puerta de la habitación se abrió en aquel momento, haciendo acto de presencia la señorita Livingstone.

—¿No cree usted que es probable…?

—Encontré el libro de direcciones que necesitaba —dijo la señora Oliver—. Siga buscando mi diario. Es importante.

—¿No cree usted que es probable que se lo haya dejado en Sealy House la última vez que estuvo allí?

—No, nada de eso —repuso la señora Oliver—. Continúe buscando.

Cuando la puerta se cerró, murmuró para su capote: «Y tarde usted lo más que pueda en volver».

Marcó un número de teléfono y esperó. Abrió la puerta, diciendo, mirando hacia la escalera:

—Registre el armario de estilo español. Ya sabe, el que lleva los adornos de bronce.

Con su primera llamada, la señora Oliver no consiguió nada. Habíase puesto en comunicación con una tal señora Smith Potter, irritada y nada dispuesta a ayudarle. Acababa de decirle que no sabía lo más mínimo acerca del paradero de la persona que había ocupado su piso con anterioridad a ella. La señora Oliver estudió con detenimiento su libro de direcciones. Descubrió un par de señas más, que habían sido garabateadas sobre otras. Poco a poco, con paciencia, logró descifrar aquéllas.

Al otro extremo del hilo telefónico, una voz admitió conocer a Celia.

—¡Oh, sí! Pero hace años que se fue de aquí. Las últimas noticias que tuve de ella la situaban en Newcastle.

—Es una pena, porque yo no tengo esas señas —manifestó la señora Oliver.

—Lo mismo me pasa a mí —dijo la amable comunicante—. Me parece haber oído decir que se colocó de secretaria de un veterinario.

Seguía como al principio. La señora Oliver hizo dos o tres intentonas más. Las direcciones de los dos últimos libros no le servían, por lo que se remontó a otros atrás. La suerte le sonrió al utilizar el de 1967.

—¡Ah! Se refiere usted a Celia —dijo una voz—. A Celia Ravenscroft, ¿no? Una chica muy competente. Trabajó para mí durante más de un año y medio. Me habría quedado muy a gusto de haber seguido a mi lado más tiempo. Creo que se fue de aquí a la calle Harley… Yo tenía su dirección anotada en alguna parte. Espere —aquí se produjo una larga pausa. La señora X andaba atareada, seguramente. Por fin, añadió—: Tengo unas señas aquí… Es en Islington. ¿Usted cree que eso es posible?

La señora Oliver contestó que todo era posible. Dio las gracias a la amable y desconocida comunicante y anotó la dirección.

—Tropieza una con mil dificultades al intentar dar con las señas de las personas conocidas. Lo corriente es que la gente comunique a sus amistades los cambios de domicilio. Basta con una tarjeta postal o algo por el estilo… Lo que a mí me sucede es que frecuentemente las pierdo.

La señora Oliver confesó que a ella también le ocurrían tales cosas.

Probó suerte acto seguido con el número de Islington.

Le contestó una voz que era, sin duda, la de una extranjera.

—Usted quiere saber si… ¿Cómo ha dicho? ¿Por quién pregunta?

—Pregunto por la señorita Celia Ravenscroft.

—La señorita Celia Ravenscroft vive aquí, desde luego. Tiene una habitación en el segundo piso. Ha salido. Todavía no ha vuelto, no.

—¿Regresará muy tarde?

—Yo creo que no tardará en volver. Si asiste a alguna fiesta o reunión amistosa habrá de venir a cambiarse de ropa.

La señora Oliver dio las gracias por aquella información y colgó.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que viera a Celia, su ahijada?, se preguntó. Llevaba mucho tiempo sin establecer contacto. Celia, se dijo, se encontraba en Londres ahora. Si su novio se hallaba en la ciudad, o si la madre del novio también estaba en Londres, lo lógico era que se reunieran a menudo, que anduviesen juntos. «¡Santo Dios! —pensó la señora Oliver—. Este asunto comienza a producirme dolor de cabeza».

—¿Qué hay, señorita Livingstone? —inquirió, volviendo la cabeza.

La señorita Livingstone, adornada con una buena cantidad de telarañas y cubierta con una capa de polvo, la miraba con un gesto de enfado desde la puerta. Llevaba en las manos un puñado de polvorientos volúmenes.

—Ignoro si alguno de estos libros podrá serle de utilidad, señora Oliver. Corresponden a diversos años…

Su mirada era de radical desaprobación.

—Alguno de ellos, desde luego, puede resultarme útil.

—¿Quiere que busque en sus páginas algún dato?

—No. Déjelos en un extremo del sofá. Esta noche les echaré un vistazo.

La señorita Livingstone acentuó todavía más su gesto de desaprobación diciendo:

—Perfectamente, señora Oliver. Creo que debo quitarles el polvo primero.

—Es conveniente, sí. Gracias.

Le dieron ganas de añadir: «Y, por lo que más quiera, pásese un trapo por encima también. En la oreja izquierda se le han quedado seis telarañas».

Consultó su reloj y volvió a marcar en el teléfono el número de Islington. Ahora le contestó una voz puramente anglosajona.

—¿La señorita Ravenscroft? ¿Celia Ravenscroft?

—Sí, soy yo.

—Bien. No espero que me recuerdes en seguida, hija. Soy la señora Oliver, Ariadne Oliver. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero la verdad es que yo soy tu madrina.