— Todavía no — dijo mi padre, sentándose en su sillón -. Los pilló en la cámara de presión al estallar la tormenta. El cable se rompió. La cámara debe de estar en el fondo, pero no podemos encontrarla.
— ¿A qué profundidad se hundieron?
— A cinco mil quinientos pies. Hemos recuperado de lugares mucho peores, pero esa profundidad basta. Uno de ellos trabajó para mí desde que empece este negocio. Si los perdemos…
Podrán resistir doce horas dentro de la cámara. ¿No?.
— Sí la cámara está intacta — dio un puñetazo contra el tablero del escritorio -. ¡Condenadas tormentas!. Esta es la tercera en diez días y todavía no terminó abril. Si el clima allí no mejora, tendremos que cerrar. No se cumplirá el contrato con Modern Metals. ¡Podríamos perder millones!.
— ¿Tan grave es la situación?
— Llevo en este negocio tanto tiempo como cualquiera, — dijo, señalando con la cabeza hacia el modelo del CUSS V, que perforó el original Mohole -. Esta es la primavera más tormentosa que he visto nunca. El personal de climatología tiene que ayudarnos. Pude llamarles por teléfono, pero el contacto personal siempre obtiene mejores resultados. Ahora, encontrarás al encargado de la modificación del clima y no le soltarás hasta que acceda a ayudamos. ¿Comprendes?
La secretaria dé mi padre me tenía preparado un equipo de viaje, billetes para el cohete y un helicoche esperando en la terraza para llevarme a la rampa, de lanzamiento, que se encontraba en la bahía.
Iba a viajar en un cohete de la Thornton Aerospace Corporation, claro. La compañía era propiedad del tío que vivía en Nueva Inglaterra, pero mi padre dirigía la zona del Pacifico. Mi padre tuvo sus diferencias con el resto de la familia Thorn, pero nunca dejó que estas diferencias se interpusieran en el aspecto comercial. Cuando tío Lowell necesitó ayuda para iniciar una línea de transportes por cohete, mi padre hizo una fuerte inversión en la empresa. Naturalmente, la decisión de mi padre estuvo influenciada por el hecho de que sus intereses comerciales se extendían por todo el Pacífico y los transportes cohete podrían hacerse cargo del mineral extraído del fondo del mar, llevándolo al corazón industrial de América, en media hora.
El cohete no era alto y esbelto, como los que se emplean para los vuelos espaciales. Era achaparrado y de aspecto pesado, con sus tanques propulsores de múltiple uso apiñados en torno al cuerpo principal. Casi doscientos pasajeros entraban en la cabina de cuatro pisos cuando mi helicoche se acercó a la zona de aterrizajes. A la otra parte del puerto podía ver el monumento "U. S. A. Arizona" y, más lejos, un remolcador traía las etapas vacías de un cohete, desde la zona de impacto.
Yo fui el último pasajero en subir. Había guías y azafatas en cada esquina para animarme a cruzar la rampa de acceso, subir por el ascensor, entrar en la cabina y ocupar uno de los sillones anatómicos.
El viaje del cohete era todavía bastante nuevo para que no hubiese mucha gente que prefiriera los reactores supersónicos, "seguros y convencionales", a los cohetes globales, "nuevos y peligrosos". Aun cuando los cohetes fuesen más baratos, enormemente más rápidos y en la actualidad más seguros que los reactores. Recuerdo haber preguntado a papá cuánta gente era tan espesa en su mentalidad.
Hay una gran diferencia entre lo que puedan hacer los ingenieros — me contestó- y lo que la gente se muestra dispuesta a aceptar, necesita tiempo para que el hombre medio cambie de actitud y se ajuste a una nueva idea… aun cuando la idea le ahorrará tiempo y dinero.
Recuerdo que mi padre decía eso con mucha claridad, porque los siguientes cuatro años de mi vida los pasé conviviendo exactamente con tal problema.
El vuelo por cohete era en realidad monótono: algo de presión y ruido en el despegue, unas cuantas sacudidas cuando se dejaban caer las primeras etapas vacías de combustible, un largo flotar sin peso y luego más presión apretando a uno contra el sillón al reentrar en la atmósfera. No había ventanillas en la cabina de pasajeros, pero se podían contemplar imágenes por TV del mundo exterior en la gran pantalla que quedaba encima de cada sillón. La gente a mi alrededor se quedó boquiabierta al ver una imagen en color de la Tierra, el azul curvo y salpicado con sorprendentes nubes blancas, o una vista de las estrellas sobre la Luna. Algunos incluso pretendían ver el puntito luminoso en donde estaba situada la Base Lunar
Yo todo esto lo conocía ya, así que me entretuve contemplando las películas de TV
Las cámaras exteriores se cortaron cuando se inició la reentrada. ¡Era inútil asustar a los pasajeros con imágenes de un aire rojo o del calor envolviendo al navío! Cuando terminó la película policíaca de mi pantalla, el rugido apagado de los retrocohetes y nos posamos en una zona especial del campo de aviación.
Fuera hacía calor y humedad. Uno de los empleados de la sección de reservas de Thornton Aerospace se abrió paso ante la multitud de la base del cohete y me entregó un carrete de cinta. Se trataba de un mensaje de mi padre. Le di las gracias y le pedí instrucciones para alcanzar el tren Nueva York-Boston. Me acompañó hasta la acera rodante adecuada.
Mientras subía en dicha faja en movimiento que se perdía a lo lelos dentro del edificio terminal, saqué mi teléfono de bolsillo y coloqué la cinta en el lugar indicado. Me puse el auricular y pude oír como mi padre me decía:
— Jeremy, nos hemos enterado del nombre del hombre con quien deberías hablar en Climatología. Se llama Rossman… Quizá sea un doctor en física. De cualquier forma, dale el tratamiento de "doctor", sé sentirá halagado. Está al frente de las previsiones a largo plazo y del trabajo de control del tiempo. Hemos concertado una cita a las cinco y media para ti. A propósito, la Marina encontró a nuestros dos buceadores perdidos. Están muy maltrechos, pero aguantarán. Llámame después de que hayas visto a Rossman. Buena suerte.
Volví a meterme el teléfono en el bolsillo de la camisa y consulté mi reloj de pulsera. Marcaba las 10-38, aún hora hawaiana. No había ningún reloj a la vista, así que seguí cruzando el campo hasta el edificio terminal. Lo único que veía era el aeropuerto con su ajetreo, con reactores dando vueltas por los cielos y, detrás de mí, la zona de los cohetes. Muy lelos se veía, en turbión impreciso, la Cúpula de Manhattan, que cubría el centro de la ciudad de Nueva York, su armazón geodésico apenas visible a través del aterciopelado cielo brumoso.
La acera rodante cruzó la cortina de aire que protegía la puerta del edificio terminal y entonces divisé un reloj… Las 4-40, hora local. Bajé al piso del tren subterráneo y cogí el expreso de Boston.
Los trenes neumáticos son rápidos y cómodos, pero el chirrido de las ruedas metálicas en las vías, también de metal, a seiscientos cincuenta kilómetros por hora sigue siendo terrible, a pesar del mucho aislamiento acústico de que dispongan los vagones. Me senté en un compartimento de cuatro plazas, solo, preguntándome si podría llegar a tiempo a la cita.
Eran exactamente las 5-20 cuando bajé del tren y subí el ascensor que me llevó a lo alto de la Torre del Transporte en la Back Bay de Boston. Pero el conductor del coche necesitó casi veinte minutos, y varios dólares extra sobre el importe del taxímetro, para encontrar el edificio del Departamento de Climatología, que se alzaba en los suburbios.
El aparcamiento en donde me dejó el taxi estaba casi vacío y el vestíbulo del edificio principal desierto, a excepción de un conserje solitario uniformado que se sentaba tras el mostrador de la recepción.
Crucé el suelo pavimentado, sintiéndome algo estúpido.
— Por favor, me gustaría ver al doctor Rossman.
El conserje alzó la vista de su revista deportiva.
— ¿Rossman? Se ha ido ya.
— Pero… pero me está esperando — busqué en mi cartera y saqué una de las tarjetas comerciales que mi padre había hecho imprimir a mi nombre.