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— Esta noche tuve una larga charla con el Presidente, Marrett. Usted le ha colocado en una posición difícil y a mí en otra imposible. Para el público en general, es usted un héroe. Pero no me fiaría de usted como tampoco me fiaré nunca de un ciclotrón.

— No se lo censuro, me imagino — respondió Ted tranquilo -. Pero no se preocupe, no tendrá que despedirme. Estoy dimitiendo. Quedará usted libre de toda culpa.

— No puede marcharse — dijo con amargura el doctor Weis -. Es usted un recurso nacional, en cuanto respecta al Presidente. Pasó la noche comparándolo con la energía nuclear le quiere domesticado y bien atado.

— ¿Atado? ¿Para el control del tiempo?

Weis asintió sin decir palabra.

— ¿El Presidente quiere un trabajo verdadero en el control del tiempo? — Ted mostró una enorme sonrisa -. Esas ataduras son las que he tratado de conseguir desde hace cuatro años.

— Escúcheme, Marrett. El Presidente quiere que trabaje usted en el control del tiempo, pero yo soy quien quedará responsable de controlarle. Y yo nunca… ¿me oye? ¡Nunca!… permitiré que dirija un Proyecto o que se acerque en lo más mínimo a la dirección de ese proyecto. Voy a encontrar jefes para usted, que le puedan tener bien embotellado. Haremos trabajo de control del tiempo y utilizaremos sus ideas Pero usted nunca se encargará de nada mientras yo esté en Washington…

La sonrisa de Ted se apagó.

— Está bien — dijo, ceñudo -, mientras haga el trabajo… y se .haga bien. De cualquier forma, no esperaba conseguir por esto la Medalla Nacional.

Aún echando llamas por los ojos, el doctor Weis dijo:

— Tiene usted suerte, Marrett. Mucha suerte. Si los sistemas del tiempo hubiesen sido ligeramente diferentes, si las cosas no hubiesen resultado tan bien…

— No fue suerte repuso Ted -. Fue trabajo, el trabajo de muchas personas, y cerebros y valor. Eso es lo que le gana a usted el control del tiempo… el verdadero control del tiempo. No importa cuáles sean los sistemas del tiempo si uno tiene que cambiarlos todos para que convengan a sus necesidades. No se necesita suerte, sólo tiempo y sudores. Uno hace el tiempo que desea. Eso realizamos nosotros. Por eso tenía que resultar; era preciso que lo abordásemos a la suficiente escala.

— Suerte o pericia — dijo cansino el doctor Weis -, no importa. Ahora tendrá control, del tiempo. Pero bajo mi dirección y en mis condiciones.

— Hemos ganado — exclamó Ted cuando cortó el teléfono -. Hemos ganado en verdad.

Barney se dejó caer en la silla más próxima.

— Esto es demasiado para que ocurra a la vez. Me parece que no podré creerlo.

— Es cierto respondió tranquilo Ted -. Ahora el control del tiempo es un hecho. Vamos a realizarlo.

— Tendrás que trabajar bajo las órdenes del doctor Weis y de quien él señale para dirigir el programa — dije.

Ted se encogió de hombros.

— Ya trabajé para Rossman. Puedo trabajar para cualquiera. El trabajo es importante, no los títulos que te dan.

Tuli se frotó la cintura y murmuró:

— Yo no sé qué os pasará a vosotros, inescrutables occidentales, pero este mongol de sangre roja se está muriendo de hambre.

— Yo también, ahora que lo pienso — corroboró Ted -. ¡Vamos, muchachos, celebremos el triunfo con un desayuno!

— Muchachos repitió Barney, ceñuda.

— Ah, es cierto, eres una chica. Vamos, muchacha. Parece ser que ya no tendrás que hacer de segundo violín en el concierto de los huracanes — la cogió del brazo y se dirigió hacia la puerta -. ¿Crees que podrías continuar siendo el centro de mi atención?

Barney se volvió a mirarme. Me levanté y la tomé del otro brazo.

— Si no te importa, será también el centro de mi atención.

Tuli sacudió la cabeza al unírsenos.

— Sois bárbaros. No me extrañan vuestros ataques nerviosos. Uno nunca sabe quién se casará con quién Y yo ya tengo a mi futura esposa elegida; nuestras familias concertaron la unión cuando ambos teníamos cuatro añitos.

— Por eso te encuentras aquí en los Estados Unidos — bromeó Ted.

Barney dijo:

— Tuli, no hagas nada para que cambien de idea. Desde que yo tenía cuatro años no me dedicaron tantas atenciones los hombres como en este momento.

Bajamos por la escalera principal y salimos a la calle. Las aceras tenían charcos de lluvia, un efecto colateral de Omega, pero en el cielo las estrellas brillaban por entre los retazos deshilachados de las nubes.

— Hoy el mundo va a despertar y descubrir que el hombre puede controlar el tiempo dijo Ted.

— No, en realidad — le previno Tuli -. Sólo estamos en el principio. Aún nos quedan por delante años de aprendizaje. Décadas, quizá siglos.

Ted asintió, una sonrisa de satisfacción en su cara.

— Puede. Pero ya hemos empezado. Eso es lo importante.

— ¿Y los problemas políticos que esto originará? — pregunté -. ¿Los cambios oficiales y económicos que comportará el control del tiempo? ¿Qué hay de eso?

Soltó una carcajada.

— Eso es para que os preocupéis los administradores como tú y el Presidente. Yo tengo bastante trabajo para seguir atareado: seis cuatrillones de toneladas de aire… y una chica matemática.

EPILOGO

Algo más de dos años después, en una dorada tarde de octubre, las Naciones Unidas celebraron una sesión especial al aire libre en Washington, para oír las palabras del Presidente, que se dirigía a todos los miembros de la Organización.

Fue la primera vez que vi a Barney y a Ted desde su boda, seis meses antes. Ella me comunicó su decisión con la máxima gentileza y yo aprendí que es posible vivir completo con dolor aun cuando no haya esperanza de curarse por Había seguido gobernando Eolo; ahora en el Laboratorio existía trabajo en abundancia. Ted y Barney (y Tuli, también) vivían en Washington y trabajaban en el programa de control del tiempo del Gobierno. Ted había sentado la cabeza, siguiendo las directrices de uno de los mayores científicos de la nación, y veía cómo nuestros años de lucha se convertían en un logro sólido y perfecto.

Los delegados de las N. U. se reunieron en un pabellón especial al aire libre, construido a lo largo de las orillas del Potomac para esta ceremonia. Gente clave del Departamento de Meteorología y del Congreso y del Gobierno estaba entre el público. Más allá de los asientos puestos en la hierba para los delegados y huéspedes e invitados, una enorme multitud se agrupaba y escuchaba al Presidente.

Porque la tecnología — decía -, es a la vez un constante peligro y una constante oportunidad. A través de la tecnología, el hombre ha alcanzado el poder para destruirse a si mismo, o el poder para unir este planeta en paz y libertad… libertad de la guerra, del hambre y dé la ignorancia.

"Hoy nos reunimos para señalar un nuevo paso en el uso pacífico del creciente conocimiento técnico del hombre: el establecimiento de la Comisión de las Naciones Unidas para el Control Planetario del Tiempo…

Como la victoria de Ted sobre el Huracán Omega, esto era sólo el primer paso. Hasta el total control del tiempo y la total solución de los problemas humanos entrañados, quedaba todavía a mucha distancia. Pero hablamos empezado a recorrer el camino adecuado.

En el bolsillo de mi chaqueta tenía una carta del Secretario General de las N. U. pidiéndome que ingresase en el personal de la Comisión de Control Planetario del Tiempo. Sabía que Ted recibió una carta semejante y que Tul la recibiría pronto.

Mientras permanecíamos sentados juntos, escuchando al Presidente, una gentil brisa nos acarició, agitando los árboles color llama y templando el calor del sol. Era una tarde estupenda, animosa, de otoño: un cielo azul brillante, un sol radiante, bocanadas ocasionales de algodonosas nubes redondas, cúmulos de buen tiempo. Un día perfecto para una ceremonia al aire libre.

Era natural.

FIN