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Ben Bova

Los fabricantes del tiempo

PREFACIO

Cuando menos desde la época de Noé, el tiempo ha sido siempre una cosa del máximo interés para él hombre. Aunque los científicos comienzan ahora a trabajar hacia las modificaciones y el control del tiempo meteorológico, este libro no pretende ser una predicción acerca de cómo o cuando se producirá el control del tiempo. Este libro es simplemente un relato, una historia de personas y de ideas, y del modo en que algunas veces estas dos cosas se entrelazan e interactuan.

La mayor parte de la ciencia que aparece en este libro todavía no ha sido inventa da y quizá nunca lo sea. La Ciencia Ficción presume el uso de una licencia poética que incluye el derecho a usar cualquier idea — real o imaginada — siempre y cuando no se haya demostrado que es errónea. He tratado de obtener la información meteorológica más exacta y puesta al día para emplearla en esta novela, y me siento profundamente endeudado con el meteorólogo Robert C. Copeland, por su ayuda. El trasfondo actual de mi relato proviene principalmente de él. Sin embargo, no es responsable d. ninguna deformación de los hechos ni de la ciencia aun sin inventar que aparece en la historia. He tratado de hacer la ciencia imaginaria plausible cuando menos y no del todo más allá del reino de la actual posibilidad.

Muchas otras personas han añadido a este libro información técnica y útiles ideas. Si tratase de hacer una relación de todas ellas, seguro que se me olvidarían unos cuantos nombres. Por tanto, les doy las gracias por igual y espero que me perdonen por no citarlos individualmente.

Los asesores literarios de Holt, Rinehart Winston — especialmente Ann Durelí — han sido de una tremenda ayuda durante la génesis de este libro. Fomentaron la idea de una Ciencia Ficción "actual e inmediata", localizaron las fallas e inconsistencias que siempre crecen en una historia larga y se mostraron gentiles pero firmes en mantener el libro dentro de una extensión razonable.

Por último, debo rendir mi homenaje más sincero a mi esposa Rosa. Ella no sólo robó tiempo a sus propios escritos para mecanografiar el manuscrito borrador, sino que me ofreció consejos y ayuda invalorables en la resolución de muchos puntos de la historia. Y todo esto mientras cuidaba de nuestros hilos y atendía la casa. Aún más, incluso comenzó a quejarse, cuando el tiempo se ponía malo, de que no hubiese en alguna parte un Ted Marrett trabajando con ahínco en ese problema.

Arlington, Massachusetts

Diciembre de 1966

I

EL PRIMER DIA

Conocí a Ted Marret en un día que empezó en Oahu. En febrero terminé con la universidad y mi padre me dio un despacho y un título en su Thornton Pacific Entreprises, Inc. Pero preferí la playa.

Mis tres hermanos y yo siempre nos levantábamos pronto; mi padre se cuidaba de que fuera así. Pero aquella mañana, cuando se fueron a la oficina, me escabullí ir a la playa y practicar un poco de "surf".

El oleaje era adecuado, la resaca creciente, el cielo brillante y casi sin nubes. No había nadie en la playa a esta hora del día, aunque ya sabía que unos cuantos de mis compañeros empezarían a llegar un poco más tarde. Al cabo de media hora de cabalgar sobre las grandes un golpe de mar lateral me arrancó del tablero y hundí, jadeando y luchando mientras toneladas de espumosa caían sobre mi cuerpo. Logré salir bien, arrastré mi tablero hasta la arena y me tendí bajo el sol la mañana para contemplar cómo las olas de tres metros se formaban, rizándose.

A los pocos minutos empecé a aburrirme, así que conecté el televisor portátil que me había llevado a la playa. Proyectaban una película del Oeste; ya la había visto, pero no estaba mal.

El teléfono de bolsillo de mi traje de baño zumbó. Me imaginé quién sería. Con toda seguridad lo supe cuando saqué el aparato, lo conecté y apareció el rostro de mi padre en la pequeña pantalla, con una expresión tan amenazadora como las nubes tormentosas que se amontonaban en las laderas de las montañas de la isla.

— Si puedes apartarte de la playa, te necesito aquí, en el despacho.

— ¿Me necesitas?

Casi sonrió al ver mi sorpresa.

— Cierto. Tus hermanos no pueden resolvérmelo todo. Ven aquí en seguida.

— ¿No puedes esperar hasta después del almuerzo? Los de la pandilla vendrán y…

— Ahora — me corto, si no te importa.

Cuando mi padre utilizaba ese tono de voz, con aquella expresión de su rostro, era imposible seguir discutiendo. Dejé el tablero y la TV para que los muchachos la recogiesen y volví a casa. Después de una rápida ducha y de cambiarme de ropa, pedí un coche. A los cinco minutos cruzaba la carretera particular que iba desde nuestra casa ¡unto al mar hasta la autopista principal. Coloqué el vehículo en funcionamiento automático; no es porque hubiese ningún tráfico con el que apechugar; simplemente quería ver el final de la película del Oeste.

Llegué tarde. La película habla terminado y estaban dando un telediario. Otra tempestad azotó las explotaciones de Thornton Pacific, dijo animoso el locutor, y faltaban un par de hombres.

— Todos excepto dos de los ingenieros y técnicos están a salvo — esas fueron sus palabras. Lo que explicaba la expresión del rostro de mi padre.

¿Pero qué esperaba que hiciese yo?

Unos cuantos minutos en la autopista controlada eléctricamente y el coche se encontró ante el edificio de Thornton Pacific Enterprises. Mientras entraba en el amplio despacho de mi padre, con el suelo cubierto por una gruesa alfombra, le vi plantado junto a la ventana murmurando con tristeza al centelleante océano. Se volvió y me contempló con aquel aire suyo que parecía dolorido.

— Por lo menos pudiste haberte puesto algo decente.

— Pero si tú también llevas pantalones cortos — me excusé.

— Se trata de un traje comercial, no de un floreado jardín ambulante.

— Tomé lo primero que encontré en el armario. Me dijistes que me diera prisa.

— Se suponía que estarías aquí, en el despacho, no en la playa.

Debí poner una cara muy amarga.

— Jeremy, este negocio es tan tuyo como mío y de tus hermanos. No comprendo por qué no te tomas interés. Tus hermanos…

— Aquí no hay nada que yo pueda hacer, papá. Por lo menos, nada interesante. Sin mí lleváis la cosa estupendamente.

— ¿Nada interesante? — parecía sorprendido y furioso al mismo tiempo -. ¿No es interesante dirigir la primera empresa del mundo de minería en mares profundos. ¿Manejar transportes intercontinentales por cohete no es interesante?

Me encogí de hombros.

— Es una rutina, papá. Habéis hecho todo el trabajo nuevo, el trabajo difícil. Tú, Rick y todos. Ya no queda nada que sea novedad; no hay interés; por lo menos para mí.

Mi padre sacudió la cabeza, incrédulo.

— Tus hermanos comenzaron exactamente en donde te encuentras tú hoy, dijeron lo mismo que tú, pero hundieron sus dientes en su trabajo y me ayudaron a levantar Thornton Pacific. Espero que hagas lo mismo. No me falles, Jeremy.

No contesté.

Fue hasta su escritorio y ojeó un manojo de notas.

— Bueno, tengo un trabajo para ti, interesante o no. Vas a ir a Boston en el vuelo de las diez en punto, lo que significa que tendrás que darte prisa para coger el cohete.

— ¿Boston? ¿Para ver al tío…?

— Se trata de un vuelo comercial, no de una visita de sociedad. Te presentarás en la División de Climatología. Te encontrarás en Nueva York a las cuatro y media, hora del Este, y podrás llegar a Boston lo máximo a las cinco y media. He avisado a las personas de Climatología y les he dicho que te esperen.

¿Qué es la División de Climatología? ¿A qué viene todo esto?