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— ¿Actuando de árbitro?

Asintió.

Pensé que el testigo inocente que se interpone en una disputa, de ordinario recibe palos de ambos lados. Luego advertí lo terriblemente seria que estaba Barney, Lo realmente preocupada que aparecía.

— Está bien, lo intentaré — dije.

Pero no le dirás a Ted que tratas de ser árbitro en su discusión con Rossman, ¿verdad?

— ¡Oh! Entonces, ¿cómo entraré en el despacho de él?

Déjame que yo lo resuelva — dijo.

Acepté con un encogimiento de hombros. Entramos caminando en el edificio, mientras las nubes tormentosas avanzaban y lo oscurecían todo.

* * *

La masa de aire cálido sobre Nueva Inglaterra estaba siendo invadida por un chorro fuerte y frío procedente del Canadá. La invasión quedaba señalada por un frente. La línea del frente, de centenares de kilómetros de longitud, era una mezcla espesa de nubes negras que relampagueaban y emitían pequeños truenos, extendiendo lluvia y granizo sobre el suelo. Como la mayor parte de los frentes, éste olía a violencia. Impresionantes nubes de tormenta alcanzaban hasta doce kilómetros de altura, negras y terribles, cada una convertida en un motor complejo de furia turbulenta. Las partes adelantadas formaron una especie de salvaje tierra de nadie compuesta de centenares de nudos nubosos que corrían uno junto a otro, capaces de derribar y arrastrar a cualquier avión desprevenido como si fuese una hola seca en medio del vendaval. Las nubes invasoras siguieron hacia adelante, aporreando el suelo con granizadas y chubascos, serpenteando en el aire con sus relámpagos, hirviendo incluso hasta la estratosfera, en donde los vientos más fuertes y firmes aplastaban las cumbres nubosas formando con ellas cabezas de yunque. Acuciando en vanguardia, el flujo de aire frío invasor obligaba a que la masa cálida rindiese su humedad, convirtiese su energía calorífica en la violenta línea frontal de chubascos. Pero mientras el aire cálido se retiraba ante aquel invasor implacable, su calor vaporizado ablandaba el flujo de aire frío, lo calentaba, hasta que el frente de chubascos se rompió y desapareció, dejando sólo unas pocas cabezas tormentosas aisladas para que gruñesen inseguras antes de verse también disipadas por el sol constante.

Contemplé el desarrollo del chubasco desde la ventana del despacho de Ted, adonde me condujo Barney para que pasara la mañana. Vi cómo se alzaba el viento y las luces eternas se encendían al oscurecerse el cielo; vi salpicar las primeras gotas y luego grandes láminas de lluvia barrieron el aparcamiento que quedaba por debajo del río, las piedras del granizo rebotando en las capotas de los coches. Pese a toda su violencia, sin embargo, la tempestad terminó con rapidez. Salió el sol y empezó a secar los charcos. Me volví y vi que el reloj de la pared indicaba que habla transcurrido menos de una hora.

Ted compartía el despacho con Tuli. Era un cuartito pequeño, del mismo tamaño que el del doctor Barneveldt. Habla allí dos escritorios, un par de archivadores, dos estanterías atornilladas una encima de la otra y tres cafeteras eléctricas puestas en fila, en el alféizar de la ventana. Ted bebía café de igual modo que los osos se toman la miel y odiaba tener que esperar a que se preparase una nueva remesa de la infusión, me explicó Barney.

— Por eso mantengo tres cafeteras continuamente en marcha — añadió el propio Ted.

Encima de cada escritorio había una fotocopia del informe meteorológico matutino para todo el hemisferio norte. Lo ojeé y vi que se preparaba otra tormenta sobre el Pacifico.

Entonces me acordé. ¡Mi padre!

Efectué una llamada a larga distancia, cargando su importe a mi cuenta en el hotel. Cuando apareció la cara de papá en la pantalla estaba triste y sin afeitar.

— Aquí son las cuatro de la madrugada, Jeremy — dijo con un gruñido bajo y apenas controlado. Desde el viernes por la tarde intenté ponerme en contacto contigo seis veces, sin éxito. Los dragados siguen sus funciones, pero no tengo noticias tuyas sobre ese sistema de predicciones a largo plazo. Será mejor que tus excusas sean buenas.

— Lamento haberte sacado de la cama, papá… Olvidé la diferencia de horas. Y, ejem, las noticias no son muy buenas tampoco, me temo.

Le expliqué la negativa del doctor Rossman de poner en inmediata marcha el plan de Ted y la alteración deliberada de éste hecha en el tiempo. Cosa extraña, mi padre sonrió al contarle estos detalles.

— El muchacho tiene valor — comentó.

Mi padre siempre admiró a la gente que defendía sus convicciones ante los superiores… mientras él no fuese uno de esos superiores.

— Sí — dije -, ¿pero qué piensas hacer respecto a los dragados? Se prepara otra tormenta en la zona…

— No lo sabía. Aún no he visto la predicción matutina. Raras veces me levanto tan temprano.

Parpadeé.

— Supongo, Jeremy, que no podemos hacer más que cerrar los dragados durante el resto de la primavera. O hasta que tu amigo Marrett siga adelante con estas predicciones a largo plazo. Trataré de conseguir una ampliación de nuestro plazo de entrega en Modern Metals, pero me parece que nos pondrán un ojo negro en ese asunto, muchacho.

Durante el almuerzo Ted pareció chisporrotear energía nerviosa, como un peleador adiestrado y dispuesto a enfrentarse con el campeón.

— Jerry se ha ofrecido voluntario para ver al doctor Rossman — dijo Barney mientras nos sentábamos en la cafetería -. Puede ofrecer un informe personal del efecto sobre el tiempo causado por ti.

Ted asintió, ansioso.

— Buena idea. Un testigo sin prejuicios.

Barney se inclinó sobre la mesa para que pudiéramos oírla en medio del estrépito.

— No sé si será mejor que viese al doctor Rossman antes que tú, o que entrara contigo.

— Podemos entrar juntos — decidió Ted -, los cuatro. Así dominaremos al viejo.

Miré a Barney. Sonreía.

El doctor Barneveldt vino hasta nuestra mesa y puso una mano en el hombro de Ted.

— Tengo entendido que hizo usted unas cuantas experiencias la noche del viernes.

Ted sonrió.

— Unas pocas. Sus nuevos comprimidos funcionaron perfectamente bien.

¿Consiguió los datos de los aviones monitores? Me gustaría verlos.

Contestó Tuli:

— No hubieron aviones monitores. Sólo el aparato que llevaba los materiales de siembra.

El rostro del doctor Barneveldt cambió de expresión.

— No entiendo.

Sin abandonar su asiento, Ted tomó una silla de la mesa para que se sentase el anciano. Cuando el doctor Barneveldt se hubo aposentado, Ted explicó:

— Conseguí que el avión despegase antes y volara más allá del lugar fijado para la siembra, para así poder efectuaría en la zona que tenía que cambiarse. Pero no quise poner en sobreaviso a la flota entera de aviones monitores… Habla muchas posibilidades de que alguien se quejase y todo el trabajo se habría suspendido. Así que, después de que el avión de siembra estuviera en camino, el piloto llamó y dijo a los aviones monitores que se había desviado de rumbo y que había dejado caer los comprimidos y volvía. Los aviones monitores jamás despegaron.

— ¿Así que no se hicieron observaciones del instrumento?

Ninguna.

— ¿En absoluto?

— Vimos el efecto que sus comprimidos causaron en .1 tiempo contestó Ted -. Eso es lo que importa.

El doctor Barneveldt sacudió la cabeza.

— Ted, ésa es mala ciencia. No se tienen datos reales.

Ningún experimento debe efectuarse al azar. Supongamos que no hubiesen causado efecto en el tiempo. ¿Cómo se podría saber lo que anduvo defectuoso?

— Pregunta académica — repuso Ted -. Cuando uno trabaja clandestinamente, ha de emplear los atajos. No se progresa si no se arriesga el pellejo.