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* * *

El verano fue largo y brillante. El sol apareció día tras días. Hacia más fresco que de ordinario, pero todavía la playa y los lugares de recreo en la montaña hicieron gran negocio. En ningún fin de semana llovió. De hecho, excepto unos cuantos frentes tormentosos, apenas hubo precipitación digna de mencionarse en Nueva Inglaterra. Nadie se quejó, salvo los agricultores. Había demasiada sequía, las cosechas languidecían. Pero todos en las ciudades sabían que las lluvias de otoño resolverían el problema. Los propietarios de casas suburbanas regaban sus céspedes para mantenerlos verdes y hablaban de plantas de agua salada que harían disminuir las escaseces de agua hasta convertirlas en una cosa del pasado.

Pero, a pesar de las plantas desalinizadoras, el rincón noreste del país se vio abrumado por la sequía.

Y yo también.

En todo el verano, no importa donde viajase y lo duro que tuviera que trabajar, no pude encontrar ni un solo cliente nuevo para las predicciones del tiempo a largo plazo de Investigaciones Eolo.

Parece estupendo en el papel — dijo el gerente de una empresa conservera -, y con certeza nos interesarían las predicciones si pudieran ayudarnos a decir exactamente cuándo plantar cada cultivo y qué lluvia podría esperarse. Pero si este plan nos diese alguna información equivocada, podríamos estropear toda la cosecha anual. Además, ¿si es tan buena, por qué no utiliza la idea el Departamento de Meteorología?

Otro hombre de negocios fue más crudo.

— No trato con gente que no conozco. Tengo amistad con el personal Climatológico del Gobierno. Ni le conozco a usted, ni a sus ideas.

En Kansas City, el presidente de una cadena internacional de hoteles, me dijo:

— Parece estupendo, en verdad que sí, como un sueño hecho realidad. Pero esos buitres del consejo de administración no lo creerán. Jamás querrán ser los primeros en intentar algo nuevo.

Y el investigador en jefe de una compañía petrolera rezongó:

— ¡Paparruchas!. El plan nunca resultaría. ¡Y lo sé por que soy un experto geólogo!

— ¿Y qué tiene que ver la geología? — estalló Ted cuando le conté el caso.

Yo me había desplomado en el sillón de mi despacho, mirando con tristeza por la ventana hacia el cielo gris de Septiembre. Ted paseaba, cruzando infinitamente la alfombra.

— ¿No les enseñaste las predicciones que hemos estado proporcionando a Thornton?

Asintiendo, respondí:

— No les convencieron. Es un trabajo de predicciones de sólo doce semanas… y afirman que hemos tenido suerte o… que les estamos engañando, redactando las predicciones después de ver las del Departamento de Metereologia.

— ¿Qué? — se puso rígido, los — ojos llameantes -. ¿Quién dijo eso?

— Un par de individuos. No con tantas palabras, pero el significado quedó bastante claro.

Ted gruñó algo para si.

— No les culpes a ellos. La culpa es mía. No logré convencerles.

Ted siguió paseando y murmurando unos cuantos minutos más. Yo permanecí alicaído en mi silla. Acababa de regresar de un vuelo a través de la nación y no habla dormido más de seis horas en los anteriores dos días.

— Escucha — dijo, colocando una silla junto a mi escritorio -. Quizá no has hablado con el personal apropiado. En vez de apuntar a los presidentes de compañía y jefes de investigación, deberías hablar con los ingenieros operantes y con los jefes de grupo… los individuos que utilizarán nuestras predicciones si los altos jefes las adquieren. Esos camisas almidonadas de lo alto saben lo que es imposible; nadie puede convencerlos de una sentada. Pero llega hasta los gerentes de planta o científicos de investigación o ingenieros. Invítalos a venir aquí, al laboratorio; págales el viaje, si es preciso. Déjales que pasen u nos cuantos días aquí, aprendiendo lo que hacemos y cómo lo conseguimos. Entonces estarán a nuestro lado.

— ¿Y convencerán a sus jefes?

— Cierto.

— ¿Crees que resultaría. …? Quiero decir, a tiempo. Sólo tenemos hasta el próximo abril.

- Será mejor que resulte — sonrió.

El invierno vino y se fue, más frío, más severo que de ordinario, pero con poca nieve en comparación. Los esquiadores se quejaron con amargura y varios hoteles de montaña cerraron largas temporadas mientras sus propietarios tristemente contemplaban las limpias laderas y el fundirse de sus cuentas en el banco. En febrero, una buena parte del puerto de Boston se congeló y el servicio de Guardacostas tuvo que asignar un rompehielos para mantener abierto parcialmente el acceso al puerto. Lejos de la costa, en los valles frígidos y en las laderas heladas, los, granjeros aguardaron estólidamente una nieve que nunca llegó. Las montañas no producían suficientes manantiales y eso lo sabían. Los arroyos tendrían poca agua en primavera; los campos continuarían secos.

IX

EJEMPLO DE SEQUÍA

Durante aquel amargo y seco invierno seguí la estrategia de Ted. Efectué una infinita cantidad de viales y conversaciones, viviendo en habitaciones extrañas de hotel, comiendo en toda clase de restaurantes, despertando por las mañanas y esforzándome en recordar en qué ciudad y en qué día de la semana me encontraba Pero los jóvenes ingenieros e investigadores empezaron a venir al Laboratorio. De uno en uno; de dos en dos; vinieron para pasarse unos pocos días, miraron y escucharon a Ted y a Tuli y volvieron a su trabajo con una nueva luz en sus ojos. Para marzo recibimos diversas consultas de varias compañías. Querían hacer negocio con nosotros.

* * *

El meteoroide era un pedazo de roca no mayor que el puño de un hombre. Durante millones de siglos había orbitado en torno al sol sin acercarse a menos de treinta millones de kilómetros de otro cuerpo sólido de su propio tamaño. Pero en un punto inevitable del tiempo, el sol lejano y los planetas se alinearon de tal forma que el meteoroide se vio arrastrado 'a menos de unos pocos millones de kilómetros de la Tierra. Fue lo bastante cerca. La poderosa gravedad terrestre atrajo la piedrecita; esta adquirió velocidad y comenzó a "caer" hacia el planeta azul. Chocó contra la atmósfera marchando a unos veinte kilómetros por segundo, formó una onda de choque que calentó el aire en su torno hasta hacerlo incandescente. La propia roca comenzó a hervir y a disiparse; para cuando se había hundido a unos cuarenta kilómetros de la superficie de la Tierra, no quedaba nada de ella si no una fina rociada de granitos microscópicos de polvo. Durante días el polvo fue cayendo. Algunos de los granitos resbalaban por encima del Oeste Medio americano y fueron lavados del aire por la lluvia. Parte de la substancia del meteoroide llevó al suelo en forma de gotitas y eventualmente manó hasta el mar. Pero, sobre Nueva Inglaterra, los granos de polvo permanecieron días en el aire. Las condiciones parecían buenas para la lluvia: había humedad en la atmósfera y un núcleo de polvo; los vientos venían del océano. Pero no llovió.