Crucé el suelo pavimentado, sintiéndome algo estúpido.
— Por favor, me gustaría ver al doctor Rossman.
El conserje alzó la vista de su revista deportiva.
— ¿Rossman? Se ha ido ya.
— Pero… pero me está esperando — busqué en mi cartera y saqué una de las tarjetas comerciales que mi padre había hecho imprimir a mi nombre.
— Bueno, estoy seguro de que se ha ido. Aguarde un momento y lo comprobaré.
Marcó un número en el intercomunicador de su mesa. No tenía pantalla, según advertí.
— Largo Plazo — respondió una voz fuerte.
¿Esta' todavía el doctor Rossman?
— Si, aguarda a un visitante… alguien llamado Thorn — o algo por el estilo.
El conserje miró a mi tarjeta.
— ¿Jeremy Thorn, Tercero? ¿De Thornton Pacific Enterprises?
— El mismo. Hágale subir.
El conserje me dio instrucciones. Subí las escaleras, seguí un pasillo, pasé tres cruces… ¿o cuatro? Después de unas cuantas vueltas y revueltas y de más cavilaciones por mi parte, oí aquella misma voz telefónica, sumida en una fuerte conversación con otra, persona. Seguí la voz y llegué hasta una puerta rotulada "Sección de Predicciones a Largo Plazo". Todos los demás despachos parecían vacíos.
Crucé la puerta abierta y me encontré en una especie de antesala que albergaba los escritorios de las secretarias y de los archivadores. Un corto pasillo se iniciaba en el lado opuesto de la estancia, con varias puertas en él. Una estaba entreabierta y de allí salía el murmullo de la conversación.
Miré al interior. Era una especie de pequeña cabina bastante pobre. Un caballero ya mayor se sentaba tras un escritorio que desaparecía bajo pilas de papeles, mientras que la persona que oí hablar por teléfono, alta, de aspecto atlético, paseaba delante de la pizarra, de espaldas a mí, y decía excitada:
Y ese papel representado por Sladek. Los estudios del Instituto Kraichnan han pagado dividendos. Ahora uno puede predecir lo que está ocurriendo en un flujo turbulento sin dificultad alguna.
El anciano asintió con gentileza.
— Estupendo, si es cierto. Pero quizá pueda usted detenerse durante un segundo y saludar a nuestro visitante.
Giró en redondo.
— ¡Nos encontró! Ya empezaba a pensar en la convendría de enviar en su búsqueda a un grupo de rescate.
— Por poco me pierdo — admití.
Ted Marrett — se presentó, cogiéndome la mano y estrechándomela con fuerza. Y añadió -: El doctor Barneveldt, jefe de la sección teórica.
Ted tendría mi edad, quizá fuese un año o dos mayor. Corpulento, ancho de hombros, delgado de cintura, con largas piernas. Tenía el rostro huesudo, angular y cruzándole el puente de la nariz apenas se divisaba una cicatriz … Más tarde supe que era una lesión producida jugando al fútbol. El cabello era un mechón alborotado color rojo fuego. Apenas tenía aspecto de un científico capaz de conmover al mundo.
Todo lo que él tenía de inquieto, de gesticulante, lo poseía el doctor Barneveldt de pequeño y tranquilo… en comparación, casi sedante. Era delgado y cargado de espaldas; el pelo de un blanco muerto, y poseía en general un aspecto frágil. Las arrugas de su rostro, sin embargo, parecían venir más de la pequeña sonrisa que constantemente exhibía que de su avanzada edad.
— Encantado de conocerles — dije -. Soy…
— Jeremy Thorn, Tercero — terminó Ted antes de que yo pudiese seguir adelante -. Jamás conocí a un Tercero ni a un Segundo, por lo que a eso respecta. ¿Vino en cohete desde Hawai? ¿Buen vuelo? Le veo vestido al estilo isleño.
— No… no tuve tiempo de cambiarme — balbucí -. ¡Oh! ¿Se encuentra aquí el doctor Rossman Debía…
Ted asintió.
— Le dije que habla venido usted. Le hará esperar un par de minutos antes de permitirle entrar en su despacho. Es su manera de vengarse por haberle hecho aguardar.
— ¿Vengarse?
— La hora de salir de aquí es a las cuatro y cuarto; a Rossman le gusta marcharse puntual a casa para gozar de la compañía de su esposa y familia. Le supo muy mal tener que quedarse hasta las cinco y media y usted incluso ha sobrepasado ese tiempo.
— El helicoche…
— No se preocupe, le llamará dentro de un minuto.
Yo no sabía qué decir.
— Supongo que no se habrán quedado más tarde del debido por mi causa, ¿verdad?
— Oh, no. — Ted pareció disipar ese temor. Sonriendo hacia el doctor Barnevedt, añadió -: Estábamos charlando acerca del control del tiempo.
II
"ES IMPOSIBLE"
— ¿Control del tiempo? — dije -. Para eso vine.
— Creo que quizá deberíamos explicarnos comenzó a decir el doctor Barneveldt, pero un zumbador le cortó en seco en mitad de la frase.
Con cuidado levantó un montón de papeles que cubría el intercomunicador de su escritorio y oprimió un botón que lanzaba destellos rojos.
— ¿Ha encontrado ya mi despacho mi visitante? — preguntó una voz áspera.
— Sí — dijo el doctor Barneveldt -. El señor Thorn se encuentra aquí, ahora.
— Bien; hágalo entrar.
El intercomunicador emitió un chasquido y quedó en silencio.
Ted hizo un gesto al viejo para que se quedase en su silla.
— Es al final del pasillo — me dijo, señalando con el pulgar en la dirección adecuada. Con los principios de una sonrisa, añadió: Buena suerte.
Recorrí el breve corredor hasta la puerta final, sintiéndome nervioso. No había placa alguna con un nombre. Llamé con los nudillos una sola vez, ligeramente.
— Entre.
El despacho de Rossman era casi tan pequeño como el que acababa de abandonar. Un escritorio metálico, una fila de archivadores, una mesita de conferencias con sillas que no hacían juego: no había más muebles. Sólo una ventana; el rostro de las paredes estaba cubierto con mapas y gráficos que fueron colgados hace años, por el aspecto que ofrecían.
Nunca anteriormente me di cuenta de la diferencia entre la industria particular y las oficinas del gobierno, en lo que se refería a espacio vital y a ornamentación. Si el doctor Rossman hubiese estado trabajando para mi padre en un puesto igualmente importante, su despacho habría sido cuatro veces mayor. Y también probablemente su salario.
Estaba sentado tras su escritorio.
— Tome asiento, señor Thorn. Espero que no haya tenido muchas dificultades en encontrarnos.
— Unas pocas — respondí -. Lamento haberle hecho aguardar.
Se encogió de hombros. Era delgado y de piel pálida, con un rostro largo y sombrío que me recordó algo a los perros sabuesos.
— Bueno, pues — dijo mientras yo tomaba una silla de la mesa de conferencias y la colocaba ante el escritorio -, ¿en qué podemos servir a Thornton Pacific?
Me senté y dile:
— Se trata de esas tormentas que han azotado nuestras explotaciones mineras. Están causando muchos daños y obligándonos a efectuar grandes gastos.
Asintió, muy serio:
— Sí, supongo que si.
— Mi padre desea saber qué es lo que pueden hacer ustedes. Nos hemos visto obligados a suspender las operaciones mineras de dragado durante varios días cada vez. Si no se hace algo para detener estas tormentas, perderemos una gran cantidad de dinero, por no decir nada de las vidas de los hombres que se encuentran en las dragas, a merced de los elementos.
— Comprendo — dijo el doctor Rossman -. Estamos tratando de proporcionar a toda la zona del Pacifico las predicciones más exactas posibles a Largo Plazo. Un tercio de mi personal trabaja ahora en ese problema. Por desgracia, localizar una tempestad que se desarrolla en el mar abierto es una tarea muy, pero que muy difícil.