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Sacudió la cabeza.

— Es su carácter. Tendremos que aceptarle así. No cambiará.

Comprendí que tenía razón con respecto a Ted. Y supe que nunca podría discutir con ella, tanto si estaba en lo cierto como si se equivocaba.

— Bueno, le aceptaremos tal corno es. Pero no tiene que gustarnos. Es un fanático, y los fanáticos son peligrosos.

— Sí, lo sé — asintió ella -. Pero son tan peligrosos para sí mismos como para cualquier otra persona.

* * *

Miami sufrió las consecuencias del huracán. Los lujosos hoteles de Miami Beach estaban oscuros y vacíos mientras los mares invasores y el viento los sacudían, destrozando ventanas e inundando las plantas bajas con una marea tormentosa. Los elegantes automóviles se vieron barridos por el oleaje que sacudió por completo la isla, desapareciendo en su mayoría para siempre dentro del mar. La ciudad de Miami quedó devastada, sus muelles destrozados, sus refugios de la defensa civil atestados por millares de fugitivos. Los aviones se vieron arrancados de sus hangares en los aeropuertos y vagaron como enloquecidos, para estrellarse y quedarse clavados en el empapado terreno. La gente se agrupó durante horas dentro de las casas y edificios, sin tener el consuelo de la recepción de noticias por la radio, sin teléfonos, sin nada que escuchar, excepto sus voces asustadas y la furia aullante del exterior que rompía ventanas, derribaba postes, arrancaba letreros y carteles y, en apariencia, trataba de borrar a la humanidad de la superficie de la zona. Por último, Lydia subió por la península, extendiendo la muerte y la destrucción por todo lo que tocaba.

* * *

Lydia seguía siendo el gran tópico de discusión en toda Climatología a la semana siguiente, cuando visité el taller de Ted. Mi motivo inicial de la visita era para cuidarme del papeleo que conduciría a un contrato entre la División y Eolo. Pasé la mañana rellenando formularios y a mediodía tenía tanto hambre que me consideré dispuesto a aceptar la comida de la cafetería. Pero Ted y Barney me llevaron a un pequeño restaurante italiano del barrio contiguo.

Volvía otra vez a llover mientras entrábamos en el aparcamiento del restaurante.

— Una tormenta secundaria — murmuró Ted -. Secuela desprendida de Lydia — añadió.

— Fue un buen huracán — comenté mientras corríamos desde el coche hasta la puerta del restaurante -. Miami sufrió grandes destrozos; los daños se calculan en mil millones de dólares.

— Es una vergüenza que no tengamos predicciones a lo largo plazo que indiquen dónde azotará la tempestad — comentó Barney.

Ya estábamos dentro. Ocupamos un reservado y pedimos pizza

— ¿Hubiera podido una predicción a largo plazo ayudar a evitar las catástrofes de Miami? Me pregunté en voz alta.

Encogiéndose de hombros, Ted contestó:

— Es difícil precisar con exactitud dónde y cuándo azotará la tempestad. Hay demasiadas variables. Los huracanes son traicioneros… muy sensibles, aun con todo su tamaño y poder.

— Pero un mayor tiempo de aviso habría ayudado a la gente. a que se preparase para enfrentarse a la tormenta

— sugirió Barney.

— No me interesan los avisos — gruñó Ted -. Quiero cortar por lo sano esas tormentas. No hay nada peor que saber dónde van a atacar, pero sentirse incapaz de hacer nada por evitarlo.

Miré por la ventana del restaurante a la lluvia que caía.

— Parece que se prepara un viento del noreste.

Eso le hizo sonreír.

— Pareces un verdadero yanki. Pero tienes razón. Vamos a tener mal tiempo.

Después de aquello, llegó la "pizza" y cuando casi nos la habíamos terminado, Barney preguntó:

— ¿Qué pretende hacer ahora el doctor Rossman, puesto que ya terminó con la sequía?

Ted puso cara de vinagre.

— Te diré lo que no va a hacer: controlar el tiempo. Quiere que nosotros repasemos y volvamos a repasar todo lo de la sequía, en el hemisferio norte completo, durante los próximos seis meses. Dice que desea asegurarse que no hemos causado ningún daño. No es más que otra de sus tácticas dilatorias.

Mientras yo luchaba con una porción pegajosa de queso que quedaba encima de mi rebanada de "pizza", Ted prosiguió:

— Se opone a cualquier otro trabajo de modificación; le da un pánico mortal cualquier cosa nueva.

Ya estamos otra vez, pensé.

— Sin embargo para mantenerme tranquilo — continuó — cede en lo de las predicciones a largo plazo. Nos permite que las enviemos por las redes del Departamento de Meteorología siempre y cuando nos ciñamos a una base experimental. Las predicciones no serán públicas, pero los aficionados de toda la nación empezarán a compararlas con lo que ocurre en realidad. Por eso necesitamos a Eolo, viejo camarada yanki. Tenéis que empezar a emitir predicciones para toda la zona continental de los Estados Unidos.

— Ese es un gran encargo — murmuré desde detrás de mi pedazo de "pizza".

— Demasiado grande para que lo resuelva Climatología, a menos que Rossman consiga permiso para doblar su personalcosa que no intentará. Es mucho más fácil conseguir un contrato que despedir a un centenar, poco más o menos, de empleados del gobierno.

— Gracias por darme ánimos.

Soltó una carcajada.

— Escucha. Tenemos que descubrir una manera de hacerle que acepte más trabajo del control del tiempo. ¡Y sin conseguir que me vuelva a despedir!

— Eso sería una mala nota en tu hoja de servicios como empleado — no pude evitar decirle.

Barney intervino antes de que Ted replicase.

— ¿Qué es lo que estabas pensando, Ted?

— Todavía no es seguro. Pero hemos de hacer algo que obligue a Rossman a dar el paso siguiente. De otro modo permanecerá sentado donde está. Seguro y respetado, y contemplando su medalla.

— ¿Tienes ideas? — pregunté.

— Un par — contestó, mirando la continuada lluvia.

Amigos de Nueva York me han hablado de que corren rumores de que la cúpula de Manhattan tiene dificultades en el problema de la contaminación del aire. Quizá puedas echar un vistazo a eso, Jerry. Rossman daría saltos hasta el techo si supiese que yo había intervenido.

"Y hay un comandante de la Fuerza Aérea que va a venir a verme esta tarde, para hablar del control del tiempo y los problemas militares. Quizá sea la clase de camino que podemos tomar para poder poner en marcha el verdadero proyecto.

— Jamás se me ocurrió que hubiesen usos militares en el control del tiempo — dije.

— Es algo que hay que meditar. ¿Por qué no te quedas aquí esta tarde? Podría ser distraído.

Volví con ellos a Climatología. El despacho de Ted estaba pegadizo y se podía oír como la lluvia tamborileaba contra el tejado metálico. Hacia fresco y Ted conectó la estufa eléctrica cercana a su escritorio y luego se sirvió café y me lo sirvió a mí. Barney había vuelto a la sección de computaciones.

El comandante Vincent llegó mientras estábamos tomando — café. Era un hombre regordete, no demasiado alto y casi por completo calvo. Pero su rostro redondo tenía un aspecto juvenil, casi infantil.

— Pertenezco a la División de Tecnología Extranjera — dijo el comandante después de que Ted le hiciese sentar y le entregase una taza de café -. Nuestra tarea principal es mantener informada a la Fuerza Aérea de lo que están haciendo las demás naciones en diversos campos técnicos.

— ¿Como por ejemplo, el control del tiempo? — preguntó Ted, sentándose tras su escritorio.

— Bueno, quizás. Ahora mismo DTE se interesa oficialmente en cómo pueden predecir el tiempo las otras naciones y quizás efectuar modificaciones en pequeña escala… Despejar las nieblas en torno a un aeropuerto y esa clase de cosas.

— Pero ustedes se preocupan por si los rojos son capaces de manipular en nuestro clima… Por lo menos, deberían preocuparse.

El mayor se agitó incómodo en la silla.

— Claro que me preocupa eso. Y no sólo por los rojos. Cualquier nación que pueda controlar el tiempo tiene un arma tan poderosa como un ICBM.

Ted se levantó y fue hasta la pizarra que quedaba tras el escritorio.

— Jerry ya oyó esta conferencia… Son mis palabras clásicas sobre lo que ustedes necesitan para el control de tiempo.

Y se lanzó a su rutina acerca de la teoría de la turbulencia, las predicciones a largo plazo, las fuentes de energía etcétera. Mientras hablaba, el comandante Vincent sacó de la guerrera una pequeña agenda de notas y empezó a escribir en taquigrafía.

Cuando terminó, el comandante cerró la agenda. Ted había llenado la pizarra de palabras, diagramas y ecuaciones.

— Eso es lo que necesitamos — dijo el comandante -. Si sabemos qué buscar, podemos decir lo que ocurre en otros países.

— Sin convocar a los espías — añadió Ted.

— La DTE no interviene en los asuntos de espionaje.

— No en público — murmuró Ted.

El comandante decidió cambiar de conversación.

— Tenemos, por ejemplo, ese huracán que asoló Florida…

— El Lydia.

— Sí. Bueno, ¿pudo haberse formado artificialmente? ¿Pudo ser conducido de manera deliberada para que pasara por los Estados Unidos?

Ted se encogió de hombros.

— Es posible. Aún no sabemos cómo hacerlo, pero quizás otra nación esté más adelantada que nosotros.

Sacudiendo la cabeza, el comandante dijo:

— Cuando más pienso en ello, más importante me parece. Supongamos que esa sequía que ustedes vencieron fuera obra de una potencia enemiga… Oh, con el control del tiempo ustedes podrían hacer que un país doblara las rodillas aun sin saber que le estaban atacando!

— Jamás pensé en esa posibilidad — contestó Ted.

— Supongamos que un enemigo puede controlar nuestro tiempo — murmuró el comandante, yendo hasta la pizarra -. Cada vez que llueva, me pondré nervioso.

— No creo que haya nadie lo suficientemente adelantado para conseguirlo — dije.

— Quizás no — el comandante borró el trabajo de Ted de la pizarra. Luego dio un paso atrás y miró a las débiles imágenes todavía visibles. Tomó un pedazo de tiza y las rayó de manera que quedaron completamente ocultas; luego volvió a dejar limpia la pizarra.

— Bien — dijo -. Se borró. Es una costumbre que se adquiere cuando se trata con información clasificada.

— Aquí no hay nada clasificado — dijo Ted.

— Pues quizá debía haberlo.

Frunciendo el ceño, Ted preguntó:

— ¿Pretende clasificar el tiempo?

— No, creo que no. Pero el control del tiempo es otra cosa.

No comprendí lo serias que eran aquellas palabras del comandante hasta que transcurrió un par de semanas y Eolo se vio invadido por una brigada de inspectores de Seguridad del Gobierno. Su tarea, como me explicó el jefe, era asegurarse de que el laboratorio era una entidad completamente segura para conservar documentos que pudieran ser clasificados como secretos.

— Pero es que nosotros no hacemos ningún trabajo clasificado — protesté.

— La Fuerza Aérea nos pidió que viniésemos aquí — dijo, mostrándome una hoja amarilla de aspecto oficial -, para investigar en los Laboratorios de Investigaciones Eolo y dar el visto bueno calificándole apto para conservar secretos. Todo el personal será investigado también.

— ¿Qué significa eso?

— Significa que si usted ha contratado alguna persona a la que no se le puede dar el vistobueno para manejar secretos, tendrá que ser trasladada a un edificio separado o despedida.

— ¡Pero si no hacemos ningún trabajo secreto!

Volvió a agitar la hoja amarilla.

— Según la Fuerza Aérea, lo harán.

Los inspectores metieron las narices por todas partes, buscaron la situación de escritorios para la vigilancia, colocaron cerraduras en los archivadores, ordenaron que nos proveyésemos de papeleras especiales para echar el material inútil clasificado y me explicaron que la muchacha que estaba encargada de la biblioteca tendría que sellar, almacenar, distribuir y mantener un registro de los documentos clasificados.

En medio de todo aquel jaleo, llamé por teléfono a Ted.

— Iba a llamarle yo — me dijo. ¿Tienes encima de ti a los agentes de Seguridad?

— Por toda la casa.

— Sonrió

— Cerraron el escritorio de Rossman mientras estaba almorzando. Necesitó una hora para conseguir la llave. Se puso púrpura.

— ¿Es necesario todo esto? — pregunté.

— Me lo imagino, si es que vamos a trabajar para la Fuerza Aérea.

Precisamente entonces Tuli, el tranquilo Tuli, entró hecho una furia apareciendo en la pantalla, los puños crispados y los ojos llameando. Barney iba detrás de él, a punto de llorar.

— ¿Qué sucede? — preguntó Ted.

Sin decir palabra, Tuli le entregó un pedazo de papel amarillo. Ted lo examinó y su cara se descompuso con un ceño de cólera.

— ¡Mira esto!

Mantuvo el memorándum ante la pantalla:

PUESTO QUE A LOS CIUDADANOS DE ORIGEN EXTRANJERO SE LES IMPIDE EL ACCESO A LA INFORMACION CLASIFICADA, ES NECESARIO SUSPENDER A P. O. BARNEVELDT Y A T. R. NOYON INDEFINIDAMENTE, MIENTRAS DURE LA INVESTIGACION DE SEGURIDAD.