Reconocimos al hombre que entró en el despacho, identificándolo como el doctor Jerrold Weis, Consejero Científico del Presidente. Era pequeño, ligero, con una voz muy nasal; Parecía en persona más curtido que en televisión. Su apretón de manos fue fuerte y su mirada penetrante.
Tras las presentaciones, el doctor Weis ocupó mi mecedora. Yo encontré punto de apoyo en el alféizar de la ventana.
— Así que ustedes — son los jóvenes genios — dijo el doctor Weis, sacando una pipa del bolsillo de la chaqueta — que acabaron con la sequía.
— Y que quieren controlar el tiempo — corroboró Jim Dennis-. Cuéntaselo, Ted.
Se necesitó un par de horas y unas cuantas ecuaciones en la libreta de notas del congresista para explicar las cuestiones técnicas al doctor Weis. Ted vagó sin cesar por a pequeña habitación mientras hablaba, conformando las ideas con las manos, recorriendo toda la historia de las predicciones a largo plazo, Investigaciones Eolo, la sequía y el proyecto del comandante Vincent.
El doctor Weis fumó pensativo, en pipa, mientras escuchaba.
Creo que hay un punto claro — dijo el Consejero Científico cuando Ted, por último, se detuvo -. A menos que actuemos para impedirlo, habrá un programa militar clasificado sobre control del tiempo antes de un año.
Ted asintió.
— Y un programa militar clasificado — prosiguió el doctor Weis -, dominará todo el campo entero de la investigación. El Congreso no querrá apoyar a dos o tres agencias distintas del Gobierno para que hagan el mismo trabajo. Si el Pentágono consigue poner en marcha primero su programa de control del tiempo, obligarán a todos los demás a trabajar según sus condiciones.
— ¿Y eso será tan terrible? — preguntó Barney.
Fue Ted quien contestó.
— Ya han causado dificultades para Tuli y para ti. Una vez empiecen en realidad, el manto de Seguridad caerá sobre todos. Los trabajos tendrán como meta utilizar el agua como arma. Se les impulsará a hacer cosas que produzcan un gran efecto; investigar y todo lo demás tendrá que rendir beneficios que comprendan los altos jefes militares.
— No es la manera adecuada de realizar esta clase de trabajo — afirmó el doctor Weis -. El control del tiempo podría ser una herramienta poderosa para la paz. Si se hace de él un proyecto militar, otras naciones empezarán a destacar sus aspectos militares, también. Podríamos acabar haciendo el control del tiempo un motivo de guerra… fría o cálida.
— Pero el Pentágono posee una necesidad legítima de estudiar el control del tiempo dije-. Hay aspectos militares en la situación.
— ¡Pues claro que los hay! — exclamó el doctor Weis, asintiendo vigorosamente. Y el comandante Vincent y su gente realizan su trabajo lo mejor que pueden… para ellos. Sin embargo, a mí me interesa una imagen mayor… La que incluye las necesidades militares y todas las otras necesidades de la nación.
— ¿Pero cómo detener al Pentágono? — preguntó Ted.
El doctor Weis se sacó la pipa de la boca.
— No lo haremos. Por lo menos, no directamente. El único modo de impedir que se apoderen de esta idea es ir al Congreso con una idea mejor y mayor.
— ¿Mayor?
Jim Dennis sonrió.
— Entiendo. Decirle al Comité de Ciencia algo sobre un gran programa no militar que no tendría la catalogación de clasificado, que sería espectacular y que podría acarrear a los congresistas una gran publicidad en sus distritos electorales.
Asintiendo, el doctor Weis dijo:
— Exactamente.
— Un gran proyecto — murmuré yo.
— Espectacular — añadió Ted.
— Y tienen ustedes desde ahora hasta la segunda semana de enero para imaginarlo — nos indicó Jim Dennis.
Ted, literalmente, se encerró en su habitación de Climatología durante las siguientes semanas, mientras Tuli se instalaba en su despacho particular cerca de Eolo. Ted buscaba furiosamente un proyecto espectacular que presentar al Congreso. Tuli no deja de ir de Eolo a la Cúpula de Manhattan y viceversa, tratando de averiguar por qué la "isla de aire acondicionado" padecía contaminación de aire.
Mientras, yo me mordía las uñas temiendo las próximas reuniones del Congreso, el visto bueno de Seguridad para Tuli y todo lo demás. Ahora el invierno se había instalado en serio, muy abundante en nieves, como predijo Ted, y amargamente frío. Pensé con tristeza en las islas de Hawai cada vez que tuve que salir al exterior.
Poco antes de Navidad, el comandante Vincent vino y nos invitó a ir a la Base de la Fuerza Aérea en Hanscom, en donde se encontraba de visita por unos cuantos días. Su tono parecía misterioso.
Era un día gris y muy frío cuando conduje el coche hasta Climatología para recoger a Ted. Luego, juntos, nos dirigimos a la base Aérea. El comandante nos recibió en la puerta y nos condujo hasta la línea del cercado de una de las pistas de cinco kilómetros de longitud. Aparcamos y nos apiñarnos en el coche mientras iba disminuyendo el calor producido por la calefacción.
— ¿Qué es lo que tendremos que ver? — preguntó Ted.
Aguarden un momento; estará aquí pronto.
Un policía del aire, con casco y arma al cinto, se acercó para inspeccionarnos. Cuando vio al comandante, le saludó militarmente.
Una capa gris de nubes había bloqueado el sol y un viento crudo soplaba desde las distantes colinas, sin ninguna obstrucción al cruzar aquel campo de aviación tan extenso. El viento y la humedad hacían que todo pareciese más frío de lo que era en realidad y el humo de la estación generadora de energía de la base aérea parecía casi congelado en el aire frígido y pesado.
— ¿Qué es esto, una prueba de resistencia? — Gruñó Ted.
Luego olmos un avión por los aires.
— ¡Aquí viene! — el comandante Vincent saltó del coche.
Cuando le seguimos, señaló un puntito lejano que acababa de cruzar las nubes. Rápidamente fue creciendo hasta alcanzar las dimensiones sólidas: un avión que circundó el campo una vez, dos, y que luego se preparó para abordar la pista.
— Inmenso — dijo Ted mientras el aparato se deslizaba por los aires.
Ahora pude distinguir su tren de aterrizaje con múltiples ruedas bajo el fuselaje. Durante un momento pareció perder en mitad del aire, como si no tuviera ganas de volver a la tierra. Luego sus neumáticos chirriaron en la pista y marchó hacia nosotros.
Ted se equivocaba, no era grande. Era inmenso. Un reactor de seis turbinas, de alas rectas, que se cernía gigantesco mientras se trasladaba hacia la línea de vuelo en donde estábamos nosotros, los reactores chirriando dolorosamente en nuestros oídos. Parecía un avión trasatlántico cuyas alas se hubieran desarrollado en exceso. La cola quedaba a una altura inconcebible con respecto a nosotros; el fuselaje parecía lo bastante grande para contener a toda la flota de autobuses de una ciudad.
— Es completamente nuevo — el comandante Vincent prácticamente hervía de entusiasmo -. El primero de una serie reciente. Es un vuelo inaugural… le llamamos Dromedario.
Ted se encogió de hombros.
— ¿Una joroba o dos?
— Ninguna joroba. ¡Y tampoco tripulación! Eso interesó a Ted.
— ¿Aterrizó de manera automática?
— Cierto. Es la primera vez que se posa en el suelo en tres días. Ha estado volando en vuelo automático setenta y dos horas. A propósito, esto es información clasificada. No se la comuniquen a nadie que no tenga el visto bueno de seguridad.
— ¿Y qué tiene que ver con…? -comencé a preguntar.
Pero Ted se me adelantó.
— Podría convertirse en un avión-observatorio meteorológico no tripulado… en muchos aspectos mejor que un satélite, porque vuela a través del aire que se quiere medir, en lugar de pasar por encima. Podría tomar las temperaturas, las presiones, la humedad, el total.