Ahora contemplaba el enorme aparato con admiración.
— ¿Cuánto tiempo ha estado fabricándose? ¿Podríamos entrar y echar un vistazo? ¿Qué instrumentos han puesto en él? ¿Qué hay de…?
El comandante levantó las manos.
— Está bien, está bien, suban a bordo y examínenlo. Originalmente no fue creado para observación meteorológica, pero parte de nuestros jefes cree que podemos adaptarlo a esa misión.
— ¡Estupendo! — Ted estaba radiante mientras nos dirigíamos hacia la escotilla delantera del avión -. Y podría llevar suficiente material de siembra para misiones modificativas.
— No había pensado en eso — dijo el comandante Vincent -. Pero quería que viesen el avión. Trabajar con el Pentágono no sólo son dificultades y molestias.
Ted me miró de reojo y me imaginé que pensaba en la reunión con el doctor Weis. Sin embargo, como excepción, guardó silencio.
Aún permanecía silencioso mientras volvíamos, al caer la tarde, hacia Boston.
— Parece ser que el Pentágono se mueve muy deprisa en su proyecto del tiempo — dije.
Ted asintió.
— Demasiado. Se necesitará algo en verdad grande para quitarles la pelota.
Sin apartar los ojos de la serpenteante línea de luces rojas que se extendían en la carretera delante nuestro, pregunté:
— ¿Tienes alguna idea de lo que…?
— Huracanes — dijo Ted, más para sí que para mí--. Es la única manera de detener a Vincent.
— ¿Qué?
— Tenemos que proporcionar a Weis un gran programa que lleve el asunto del control del tiempo a la primera página de los periódicos y que deje boquiabierto al Pentágono impidiéndole toda acción. Los huracanes servirán. Vamos a detener los huracanes.
XV
SISTEMAS DE PRESION
Los huracanes eran el objetivo y Ted puso a contribución hasta el último gramo de su energía para elaborar un programa de detención de los huracanes para el doctor Weis. Durante todo aquel nevado diciembre apenas vimos a nuestro amigo. Barney tuvo que sacarle de su escritorio para que pasase el día de Navidad con nosotros en Thornton.
Tuli, mientras, encontró la clave del problema de la contaminación del aire de la Cúpula de Manhattan. La Cúpula había creado una inversión de temperatura dentro de sí misma: el aire cálido, atrapado en lo alto, impedía que los humos de los automóviles y de otras máquinas subieran lo bastante por encima del nivel de la calle para que los extractores de la Cúpula lo sacaran y purificaran el ambiente contaminado.
— ¿Y cómo solucionarán eso? — le pregunté cuando me explicó el problema con detalle.
— No será muy difícil, ahora que saben en qué consiste la dificultad — dijo Tuli -. Probablemente instalarán ventiladores de succión a nivel de la calle para sacar el humo antes de que adquiera proporciones notables.
— Eso costará millones.
— Supongo que sí — contestó impasible -. Es una lástima que hayan construido la Cúpula. Dentro de unos pocos años más, Ted quizás esté dispuesto para acondicionar el aire de toda la nación… sin cúpulas de plástico.
Eolo ganó mucho dinero con el trabajo de Tuli y él parecía complacido con su misión de consejero. Pero ahora apenas tenía trabajo. Suspendido por Climatología, sin hacer nada en Eolo, empezó a trabajar por las noches con Ted en la idea de los huracanes.
Días antes de que terminase el año, Ted me llamó y me pidió que fuese a su apartamento después de cenar. No me sorprendió encontrarme a Barney recorriendo la nevada calle cuando me aproximé a la casa.
Tuli, claro, ya estaba allí, montando a horcajadas en una silla de la cocina, los brazos cruzados sobre el respaldo y su barbilla descansando en las mangas. Parecía un jinete mongol meditativo. Ted paseaba inquieto por la atestada y pequeña habitación.
— Me alegro de que vosotros hayáis venido — dijo mientras nos quitábamos los abrigos y los dejábamos en una silla -. Quería explicaros esta idea antes de contársela a Weis.
Barney y yo ocupamos el maltrecho sofá.
— Somos todo oídos — dijo.
Ted le sonrió.
— Está bien — murmuró, sin dejar de pasear -, allá va. Hay dos formas de detener un huracán: disolverlo o mantenerlo en el mar, lejos de la costa. Hasta ahora, todos los investigadores de huracanes han tratado de romper las tempestades… disiparías, destruyendo sus equilibrios energéticos…
— Trataron de sembrar las tormentas, ¿verdad? — pregunté.
— Cierto. Pero es como echar bolas de nieve a un iceberg. Toda la siembra del mundo no haría mella en un huracán adulto.
— Incluso hay pruebas de que el huracán absorbe las energías de la siembra — afirmó Barney.
Tuli asintió.
— Y las emplea para aumentar también el poder total de sus vientos.
— Entonces no se puede disipar los huracanes — dije.
— Correcto. Son excesivamente grandes para nosotros, tienen demasiada energía. Seguirán soplando hasta que las fuerzas naturales los destruyan… y no podemos competir con los recursos de energía naturales, ni soñarlo. Así que, como no podemos utilizar los músculos, tendremos que emplear nuestros cerebros.
Hizo una pausa; luego…
— Si supiésemos bastante sobre huracanes… sus senderos exactos, las distribuciones de su energía, y otras cosas… podríamos preparar sistemas de tiempo que mantendrían a las tormentas mar adentro. Es un asunto pejiguero y no sabemos todavía cómo hacerlo. Predecir el camino que seguirá una tormenta es duro… hay una gran cantidad de efectos secundarios, terciarios e incluso cuaternarios. Una caída de presión sobre Chicago podría ser la diferencia que existe entre un impacto directo en Hatteras o un fallo completo en toda la costa marina.
— Pero nos acercamos al punto en donde podremos predecir los rumbos de la tormenta — objetó Barney.
— Sí, pero aún no hemos llegado allí. Así que intentaremos otro truquito. Disipar la tormenta antes de que se convierta en huracán. Incluso antes de que sea una verdadera tormenta… Estrangularía en su nacimiento, mientras es todavía una perturbación tropical.
— ¿Puedes hacerlo? Ted asintió.
— Creo que Tul y yo hemos calculado su posibilidad.
— Cuenta a Jerry toda la historia — indicó Tuli -. Hay docenas de perturbaciones tropicales para cada huracán que llega a desarrollarse. Debemos destruir cada perturbación o arriesgarnos a dejar que alguna de ellas se conviertan en huracán…
— Podemos predecir cuál de estas perturbaciones progresará — dijo Ted.
— ¿Con cuánta exactitud? ¿Cincuenta por ciento? Aún así habría de modificarse el doble de perturbaciones que de tormentas. Los costos serian una cifra astronómica.
— ¡Sin comparación con el daño que un huracán causa cuando azota!.
— Sí — dije -, contra ese coste tenéis que luchar.
— Ese es el núcleo de la idea: atacar la perturbación tropical, impedir que se convierta en huracán. Pero únicamente atacar a las que pueden convertirse en grandes tormentas y sólo si su camino tormentoso parece que se acercará a la costa.
"Mientras, aprenderemos cómo preparar los sistemas del tiempo que impidan que los huracanes se acerquen a las costas. Cuando terminemos, deberemos molestarnos con acabar con las perturbaciones… — y entonces ya sabremos cómo controlar el tiempo lo bastante bien para mantener los huracanes en el mar.
Permanecimos sentados durante un momento, dirigiendo la idea en total silencio, mientras Ted se quedaba plantado en mitad del piso, los puños clavados firmemente en las caderas, con el aspecto del campeón mundial que se atreve a desafiar a quien levante la cabeza.
Discutimos hasta que el cielo empezó a iluminarse. So nos presentó un millón de problemas, un millón de preguntas sin respuesta. Pero todo estaba decidido y todos los esfuerzos que hicimos para obligarle a darnos las soluciones sirvieron para reforzar su punto de vista, cosa que utilizaría más tarde con el doctor Weis.