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El doctor Weis se arrellanó y sacudió la cabeza.

— Ted, usted comprende la ciencia, pero no la política. Las cosas no resultan así.

— Bueno, THUNDER no ha de funcionar sin control del tiempo. Será trabajo perdido el prescindir de ese aspecto.

— ¿No querrá aceptar el proyecto sin añadir también el control del tiempo?

Ted contestó rígido:

— Acabar con las perturbaciones tropicales es un callejón muerto, una meta sin salida. A menos que nos conduzca al verdadero control del tiempo, es una manera equívoca de luchar contra los huracanes.

El doctor Weis se levantó de su silla.

— Bueno, vengan, ya hemos hablado bastante. Resolvamos este asunto.

— ¿Qué nos espera ahora? ¿Otro Comité?

— No — contestó, consultando el reloj de su escritorio. Nosotros no confiamos nuestros problemas a los Comités. Vengan conmigo.

Le seguimos por un pasillo y subimos un tramo de escalera. Cruzamos una puerta sin rotular entrando en una amplia oficina ovalada que estaba dominada por un gran escritorio cubierto de papeles y tres teléfonos de diferentes colores. Tras el escritorio vacío se veía un par de banderas.

Miré a Ted. Pareció darse cuenta de a quién pertenecía la oficina casi al mismo tiempo que yo.

La puerta de la otra habitación se abrió y el Presidente caminó briosamente hasta su escritorio.

— Hola. Ustedes deben ser los señores Marrett y Thorn.

Nos estrechó las manos, con energía. Era más alto de lo que me imaginé y parecía más joven que su imagen en la TV. Nos señaló con un gesto a las sillas que habla ante su escritorio. Mientras nos sentábamos, ojeó unos cuantos papeles.

— ¿Pueden ustedes, de veras, cortar la gestación de los huracanes?

— Sí, señor — respondió Ted de inmediato.

El Presidente sonrió.

— ¿No tiene ninguna duda?

— Podemos hacerlo, señor, si usted nos proporciona las herramientas.

— ¿Saben ustedes, verdad, que el Departamento de Defensa también ha propuesto un proyecto sobre el tiempo? Si me opongo en esto al Secretario de Defensa, quizá proporcionará municiones para la oposición este noviembre.

— Los huracanes podrían ser una buena propaganda electoral en toda la vertiente atlántica — respondió Ted -, y en la Costa del Golfo.

Con una sonrisa, el Presidente dijo:

— No obtuve muy buenos resultados en las pasadas elecciones en los distritos de la Costa del Golfo. Y si ustedes no logran detener los huracanes, las cosas se pondrán todavía peores. Por otra parte, si no doy el visto bueno al Proyecto THUNDER, los huracanes seguirán siendo algo antipolitico.

Ted no contestó.

— Se ha presentado algo más — dijo el doctor Weis -. Ted cree que el Proyecto debería tener como mira principal la amplia meta de controlar el tiempo en todos los Estados Unidos, más que limitarse simplemente a detener los huracanes.

— Controlar el tiempo cl Presidente apartó los ojos de su consejero científico para mirar con llaneza a Ted -. Eso parece… fantástico El tiempo es tan violento, tan enorme y salvaje. No me imagino al hombre que lo controle.

— Nosotros podemos hacerlo — respondió Ted con firmeza -. Si parece salvaje y violento es porque no se le comprende. Hay una lógica en el tiempo; obedece a leyes físicas, al igual que la manzana que se cae del árbol.

Estamos empezando a aprender cuáles son esas leyes; una vez hayamos aprendido bastante, podremos controlar el tiempo. Al igual que el fuego… que antaño fue salvaje y peligroso y misterioso. Pero el hombre aprendió a domesticarlo. Seguimos sin saber todo lo que existe en esa materia, pero el fuego es una cosa tan vulgar como un estornudo o un escalofrío.

El Presidente chasqueó los labios pensativo.

— ¿De manera que hay lógica en el tiempo? Con seguridad, sí posee belleza, aun cuando sea tormentoso. Dígame señor Marrett, ¿conoce usted bastante la lógica del tiempo para decir cuándo va a parar esta nevada? Por la tarde he de volar a Chicago.

Ted sonrió. Consultando su reloj de pulsera, dijo:

— Ya debe haber cesado de nevar.

— ¿Está usted seguro? Preguntó el Presidente, volviéndose hacia las cortinas.

Asintiendo, Ted respondió:

— Es preciso.

El Presidente abrió las cortinas. El cielo era de un azul cegador con sólo unas cuantas nubes que se marchaban. El sol centelleaba al reflejarse sus rayos en las montañas de nieve que cubrían el jardín.

— En apariencia sabe usted de lo que habla — dijo -. Pero controlar el tiempo es un gran paso. Un grandísimo paso.

— Lo sé respondió Ted. Luego, hablando despacio y con mucho cuidado, explico -: Con un control del tiempo a gran escala, los costos de mantener al país libre del daño de los huracanes serían probablemente inferiores que si tuviésemos que perseguir cualquier amenaza de perturbación en el océano y anularla. Y el control del tiempo es el objetivo último. Se hará tarde o temprano… Me gustaría realizarlo ahora, con esta Administración.

— Espero residir aquí otros cuatro años — replicó el Presidente, riendo.

Ted seguía repitiendo la mayor parte de los argumentos que utilizó con el doctor Weis; el Consejero Científico presentó sus contraargumentos, también. El Presidente permaneció sentado y escuchando.

Por último, dijo:

— Señor Marret, aprecio su dedicación y su ímpetu. Pero debe recordar que sobre el Gobierno recae la responsabilidad del bienestar de toda la nación. Me parece que sus ideas podrían resultar, pero nunca se han visto puestas a prueba en la escala que usted mismo dijo que sería preciso. Si se equivoca, perderíamos mucho más que una elección; perderíamos vidas y una asombrosa cantidad de propiedades y recursos.

— Eso es verdad, señor — dijo Ted -. Pero si no me equivoco…

— Usted seguirá estando en lo cierto el año que viene, ¿verdad? Me gusta el Proyecto THUNDER. Pienso que detener los huracanes será un regalo tremendo para la nación… y una tarea bastante grande para ocupar todo un año. ¿Acepta usted voluntariamente dedicarse a esa parte y dejar que el control del tiempo aguarde un poco más?

Asintiendo, triste, Ted dijo:

— Si no puede ser de otra manera…

El Presidente se volvió al doctor Weis.

— Debe darse cuenta de que nos jugamos el cuello. THUNDER es una especie de riesgo, e ir contra el Pentágono no es siempre bueno en cuestión política.

— Pero la recompensa podría ser enorme — dijo el doctor Weis.

— Si, me doy cuenta. Y supongo que los beneficios de detener incluso un solo huracán son más importantes que unos pocos millones de votos este otoño.

El doctor Weis se encogió de hombros.

— La política es un arte, señor Presidente. Yo sólo soy científico.

Soltó una carcajada.

— Quizás hagamos de usted todavía un político. Se muestra muy decidido en favor de THUNDER, ¿verdad?

— En la parte de detener los huracanes, sí.

— ¿Fuertemente a su favor?

— Fuertemente, señor — respondió el doctor Weis.

— Entonces, de acuerdo. Si el Congreso autoriza los fondos, adelante.

Charlamos durante unos cuantos minutos más y el Presidente incluso bromeó conmigo acerca de mis tíos de Massachusetts, que en las últimas elecciones trabajaron para su oponente. Rápidamente le dije que mi padre había estado a su lado. El secretario del Presidente entró y le recordó su siguiente cita. Educadamente nos acompañaron hasta la salida del despacho después de otra ronda de apretones de manos.

— Buena suerte con THUNDER — nos dijo el Presidente al marcharse -. Estaré atento a sus progresos.