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— Está bien, pídelo. Pero procura mantener el género que proporcione Tuli en nuestras propias máquinas; que no se escape del Proyecto.

— Ted, eso no me gusta — dije -. Aún nos queda la parte más difícil de la temporada. Tul nos previno que habrá veces que se presentarán sencillamente demasiadas perturbaciones para que las ataquemos al mismo tiempo. Sabemos por experiencia que no podemos efectuar más de dos o tres misiones cada día… carecemos de hombres y de equipo para otras empresas mayores. Y ahora te llevas a personal valioso, separándolo del verdadero trabajo en el Proyecto, para investigar en donde no nos permiten hacerlo…

— ¿Eh?, ¿De qué bando estáis? Camarada, esta investigación es para el control del tiempo y ésa es nuestra meta. Nada de trastear con los huracanes. THUNDER es sólo una gota en el cubo de agua comparado con lo que realmente podemos hacer.

— Pero si tú no pones esa primera gota en el cubo, ¿qué pasará?

Frunció el ceño.

— Está bien, estamos jugando. Pero que el juego sea grande. Tratemos de saltar la banca.

Pudimos haber discutido toda la noche, pero no lo habríamos desviado de su idea ni un solo minuto. Y el máximo argumento de todos se gestaba en el Atlántico mientras nosotros permanecíamos allí, sentados ante el escritorio de Ted.

Fueron precisos unos cuantos días para que los hechos apareciesen en la gigantesca pantalla de THUNDER. Pero cuando se hicieron evidentes, supimos que todos nuestros sueños iban a desplomarse a causa del viento ululante de un descomunal huracán.

XVII

LA FURIA DEL HURACAN

El mapa de la pantalla visora que se cernía sobre el escritorio de Ted en el Centro de control de THUNDER mostró nuestro campo de batalla: toda Norteamérica y el Océano Atlántico Norte, incluyendo las costas de Europa y Africa. Al entrar septiembre en sus diez días finales vimos cómo las perturbaciones crecían como setas por todo el océano. A la mayoría las dejamos en paz, puesto que no parecían amenazadoras. Una de ellas se convirtió en huracán, al que llamamos Nora, que permaneció bien mar adentro.

Luego llegó por último el día del aviso de Tuli.

Ted nos reunió en torno a su escritorio, con la gigantesca pantalla cerniéndose amenazadora. El huracán Nora bramaba en mitad del Océano Atlántico; no constituía problema. Pero cuatro perturbaciones tropicales, marcadas con símbolos rojos de peligro, crecían a lo largo del paralelo 15, desde las islas Antillas hasta las de Cabo Verde.

— Ahí está la historia — nos dijo Ted,paseando nervioso por debajo de la pantalla. Con un gesto hacia el mapa, indicó: Nora no es problema, ni siquiera molestará mucho a las Bermudas. Pero esos cuatro gusanitos de borrasca vienen a por nosotros.

Tul sacudió la cabeza.

— Es imposible atacar a los cuatro a la vez. Uno, quizá dos, se nos pasarán.

Ted le miró con viveza, luego se volvió a mí.

— ¿Qué te parece, Jerry? ¿Cuál es la imagen lógica?

— Tuli tiene razón — reconocí -. Los aviones y sus tripulaciones han estado trabajando las veinticuatro horas del día durante las dos pasadas semanas y no tenemos bastante…

— Corta la música de flauta. ¿Cuántas de estas balas presiones podemos destrozar?

Encogiéndome de hombros, contesté:

— Dos. Quizás tres, si nos esforzamos.

Barney estaba de pie a mi lado.

— El computador acaba de terminar un análisis estadístico puesto al corriente de las cuatro perturbaciones. Sus rutas tormentosas amenazan todas la Costa Este. Esas dos más próximas tienen muchísimas probabilidades de alcanzar la categoría de huracán. La pareja más lejana está al cincuenta por ciento de probabilidades.

— Cara y cruz en estas dos últimas — murmuró Ted

Pero tienen mucho más período de tiempo para desarrollarse. Sus posibilidades mejorarán mañana al atardecer.

— Si esas dos perturbaciones más próximas son las más peligrosas — dijo Barney -, el orden de sus posibilidades de convertirse en huracanes es de un ochenta por ciento.

— No podemos contener a todas — dijo Tuli -. ¿Qué haremos, Ted?

Antes de que Ted pudiese contestar sonó el teléfono. Se inclinó por encima del escritorio y oprimió un botón.

— El doctor Weis llama desde Washington dijo la operadora.

Ted hizo una mueca.

— Está bien, páselo. — Se instaló en la silla de su escritorio y con un gesto nos señaló nuestros puestos cuando el rostro preocupado del doctor Weiss apareció en la pantalla telefónica.

— Acabo de ver el mapa meteorológico de esta mañana — dijo sin preliminares el Consejero Científico del Presidente. Parece que se encuentran ustedes con dificultades.

— Hasta las cejas — repuso con llaneza Ted.

Empecé a regresar a mi propio despacho. Pude oír la voz del doctor Weis, un poco más cortante que de ordinario.

— La oposición ha hecho de THUNDER un arma política, faltando menos de seis semanas para las elecciones. Si usted no hubiese hecho pensar a los periodistas que podía detener todos los huracanes…

El resto se perdió en el murmullo y ajetreo del Centro de control. La única habitación llenaba por completo el segundo piso de nuestro cuartel general. Era un conglomerado frenético de personas, escritorios, máquinas de calcular, tableros de mandos, impresores de mapas, archivadores, teletipos, teléfonos, pantallas e infinitas pilas de papel… con el enorme mapa de la pantalla visora pendiendo sobre todo. Me abrí paso cruzando aquella extensión atestada y sin ventanas y entré en el despacho mío, aislado de lo demás por tabiques de cristal.

Con la puerta cerrada albergaba dentro la tranquilidad. Pantallas telefónicas cubrían las paredes y todo mi escritorio estaba ocupado por una centralita particular que me ponía en contacto directo con una red de estaciones de apoyo de THUNDER que oscilaba desde Nueva Orleans hasta la Estación Satélite del Atlántico, en órbita sincrónica a treinta y siete mil kilómetros por encima de la boca del río Amazonas.

Volví a mirar hacia el centro de control y vi que Ted seguía hablando muy frío por teléfono. Habla trabajo que hacer. Comencé a marcar números telefónicos en mi centralita, dando el alerta a la Marina y a las bases de la Fuerza Aérea que apoyaban al Proyecto, tratando de que estuviesen preparadas para afrontar esa amenaza del huracán con tanta dureza y rapidez como fuera posible.

Mientras trabajaba; Ted colgó por último el teléfono. Barney se le presentó con un grueso montón de hojas impresas por los computadores; probablemente el análisis detallado de las amenazas de tormenta. En cuanto logré acabar mi tarea, me uní a ellos.

— Está bien — decía Ted -, si dejamos en paz a esas dos zonas de baja más lejanas, de la noche en la mañana se convertirán en huracanes. Podríamos vencerlas ahora sin sudar mucho, pero dentro de veinticuatro horas serán excesivamente grandes para nosotros.

— Lo mismo se puede decir de las dos perturbaciones próximas destacó Barney -. Y están más cerca y se desarrollan con rapidez…

— Tendremos que saltarnos una. La primera… la que está a sotavento… se encuentra muy próxima para ignorarla. Así que atacaremos a la Número Uno, prescindiremos de la segunda y atacaremos también a la Tres y Cuatro.

Barney se quitó las gafas.

— Eso no resultará, Ted. Si no detenemos a la segunda ahora, mañana será…

— Un enorme y galopante huracán. Lo sé. — Hizo un gesto desvalido -. Pero si echamos bastante material en la Número Dos para allanarla, tendremos que dejar a la Tres y Cuatro hasta mañana. Mientras, se habrán desarrollado y tendemos a dos bestias feroces e invencibles en nuestras manos