— Pero esta…
— Existe la posibilidad de que si destruimos la baja más próxima, la Número Dos cambiará su rumbo y se encaminará hacia el mar.
— Es una minúscula posibilidad. Los números indican…
— Está bien, una minúscula posibilidad. Pero no podemos trabajar con otra cosa.
— ¿Es que no hay nada que se pueda hacer? — preguntó ella -. Si un huracán alcanza la costa…
— Weis ya examinó el correo de la mañana en busca de mi dimisión — dijo Ted -. Está bien, nos encontramos en un apuro. Lo mejor que se puede hacer es atacar la Número uno, pasar por alto la Dos y barrer las Tres y Cuatro antes de que sean lo suficiente fuertes para crear olas.
Barney consultó las cifras que había en las hojas de los computadores.
— Eso significa que tendemos un huracán adulto dirigiéndose a Florida dentro de veinticuatro horas.
— Mirad — saltó Ted -, no podemos 'permanecer sentados discutiendo hasta que todas se conviertan en huracanes. Esparzámonos. Jerry, ya oíste la decisión. Haz que despeguen los aviones.
Volví presuroso a mi despacho y dicté las órdenes. A los pocos minutos entró Barney. Plantándose descorazonada en el umbral, se preguntó a sí misma en voz alta:
— ¿Por qué aceptó este Proyecto? Sabe que no es el mejor modo de manipular los huracanes. Resulta demasiado arriesgado, demasiado caro. Trabajamos hasta el agotamiento…
— Lo mismo les ocurre a las tripulaciones aéreas — respondí -. Y la temporada no ha llegado a su cumbre, aunque le falta bien poco.
— ¿Entonces por qué tuvo que hacer que los periodistas creyeran que podríamos vencer a todos los huracanes en el primer año?
— Porque así es Marret. No sólo piensa que puede controlar el tiempo; se cree su propietario.
— No hay sitio en él para el fracaso ~ Si esa tormenta azota el continente y se cancela todo el Proyecto… ¿Qué será de él?
— ¿Qué será de ti? — la pregunté.
Sacudió la cabeza.
— No lo sé, Jerry. Pero tengo un miedo terrible y la convicción de que lo sabremos dentro de un día o dos.
Las tormentas tropicales se fundamentan en aparentemente leves diferencias de temperatura del aire. Una diferencia de media docena de grados sobre una área de centenares de kilómetros puede dar potencia a la gigantesca máquina calorífica de un huracán. El método de Ted de acabar con las perturbaciones tropicales antes de que llegasen a tener la fuerza huracanada era disminuir la diferencia de temperatura entre el núcleo de las perturbaciones y sus bordes externos.
La más próxima perturbación se desarrollaba con rapidez. Ya habla pasado por encima de las islas de Leeward (Sotavento) y entró en el Caribe cuando llegaron hasta ella nuestros primeros aviones. El núcleo de la perturbación era una columna de aire cálido que salió disparada hacia lo alto desde la superficie del mar llegando hasta la tropopausa, a unos dieciséis kilómetros de altura. Girando en torno a esta columna había un aire relativamente más frío cayendo en el agujero de baja presión creado por la columna cálida.
Si la perturbación hubiera sido dejada en paz, habría empapado humedad del mar cálido y la habría condensado hasta convertirla en lluvia. El calor emitido por esta condensación hubiera impulsado vientos de creciente intensidad: se habría establecido un ciclo: vientos trayendo humedad, vapor de agua que se condensa en lluvia, calor emitido que fomenta el poder del viento. Por último, cuando la tempestad llegase a cierta intensidad, fuerza centrífuga empezaría a hacer descender por absorción aire más frío de las grandes alturas. El aire frío quedaría comprimido y recalentado al caer y luego se alimentaría en las impresionantes paredes nubosas que rodeaban el núcleo de la tormenta… que ahora sería el ojo de un huracán adulto. Mil megatones de energía quedarían sueltos, imparables, incontenibles hasta para el Proyecto THUNDER.
Nuestra misión era impedir que ese ciclo se establecerá. Teníamos que calentar el aire que fluía en la perturbación y enfriar su núcleo hasta que las temperaturas de toda la tempestad fuesen idénticas prácticamente. Una máquina calorífica con todas sus partes a la misma temperatura (O casi) dejaría de funcionar.
Cuando empecé a dar órdenes para las tres misiones simultáneas, Tuli asomó la cabeza a la puerta de mi despacho.
— Me voy para ver al dragón con mis propios ojos
— sonreía excitado.
— ¿Cuál?
— El dragón Número Uno; ahora está en el Caribe.
— Lo sé. Buena suerte. Tráeme sus orejas.
Asintió; era un San Jorge de rostro redondo y moreno que iba a luchar contra el monstruo más destructivo que se enfrentara jamás al hombre.
Mientras yo repartía órdenes por los teléfonosuna batería de lasers a bordo de la Estación Atlántico comenzaba a lanzar su energía en las periferias del norte de las crecientes tormentas. Los lasers eran semejantes al tipo montado en los satélites defensivos antiproyectiles de la Fuerza Aérea. Se colocaron a bordo de la Estación Atlántica a instancias de Ted, con el respaldo particular del doctor Weis y de la Casa Blanca. Sólo a personal cuidadosamente elegido de la Aviación se le permitía acercarse. Toda la sección de la estación satélite en donde estaban instalados, se hallaba vigilada por centinelas, 'para disgusto de los paisanos a bordo.
Los aviones de una docena de campos circundaban los bordes nortes de las perturbaciones, sembrando el aire con cristales productores de lluvia.
— Hay que sembrar cuatro horas seguidas — me dijo una vez Ted -. Los primeros experimentos cometieron un error… Jamás permanecieron en la tarea lo bastante para forzar un efecto en el tiempo.
Yo contemplaba la perturbación en el Caribe. Esa era la amenaza más próxima y la más desarrollada de las cuatro. Puntos de radar, encartados en la gigantesca pantalla visora de Ted, mostraban nubes lluviosas extendiéndose y rociando de precipitación una zona cada vez más amplia. Mientras el vapor de agua en el aire sembrado se condensaba en gotitas, la temperatura del aire creció ligeramente. Los lasers disparados por el satélite también ayudaban a calentar el aire que entraba en la perturbación y confundir así su sistema circulatorio.
Parecía como si sólo ampliáramos la perturbación. Pero Ted y el resto del personal técnico habían calculado el equilibrio energético de la joven tormenta. Sabían lo que se hacían. Eso no me impidió morderme, pensativamente el labio inferior.
Tuli se encontraba en un bombardero de la Fuerza Aérea, formando parte de dos escuadrillas de aviones que volaban a altitudes preestablecidas. Desde casi el nivel del mar hasta quince mil metros rugían penetrando en la columna central de aire cálido en formación precisa y comenzaban a dejar caer toneladas de nitrógeno líquido en medio del creciente y ascendente aire tropical.
El aspecto fue espectacular. Las pantallas de televisión a lo largo de todo el gran mapa mostraban lo que velan los aviones: nubes tremendas de espuma blanca quedando detrás de cada avión mientras el líquido congelador helaba el vapor de agua en la columna cálida. Parecía como si algún viento cósmico de pronto hubiese dejado caer su aliento frígido por todo el aire. El nitrógeno se evaporaba con rapidez, absorbiendo grandes cantidades de calor. La mayor parte del vapor congelado simplemente volvió a evaporarse, aunque los puntos de radar mostraban que tenía lugar cierta condensación y lluvia actuales.
Me dirigí hasta el escritorio de Ted para comprobar los resultados del núcleo congelante.
— Parecen buenos — decía por teléfono.
El teletipo contiguo a su escritorio tomó vida. Empezó a imprimir un informe de los aviones de observación que seguían a los bombarderos.
Ted se acercó y miró los números.
— Se rompió el núcleo. Ahora, si no se reconforma podemos borrar del mapa la perturbación Número Uno. Cayó la tarde antes de poder estar seguros. La fuente de energía de la perturbación, las diferentes temperaturas de las masas de aire que contenía, les había sido arrebatada La pantalla mostraba una larga zona de isobaras concéntricas e irregulares, como un ojo de buey retorcido, con una "B" toscamente trazada señalando el centro de la zona de bajas presiones, precisamente al norte de Jamaica. Las cifras de la pantalla mostraban una presión central de 991 milibares, de ningún modo próxima a la del huracán típico. Las velocidades del viento habían alcanzado los cincuenta y dos nudos y ahora disminuían. Kingston y Guantánamo informaban lluvia entre moderada y fuerte, pero en Santo Domingo, a casi mil kilómetros en dirección oeste, el cielo estaba despejado ya.