La perturbación se había convertido en otra pequeña tormenta tropical y automáticamente se debilitaba. Las dos perturbaciones más lejanas, a medio cruzar el océano, habían sido por completo barridas. Los aviones regresaban a sus bases. Las dotaciones de los láser a bordo de la Estación Atlántica recargaban sus bobinas almacenadoras de energía.
— ¿Tendré que procurar que los aviones recarguen y vuelen para efectuar otra misión esta noche? — pregunté a Ted. Quizás aún podríamos atacar a la Número Dos.
Sacudió la cabeza.
— De nada servirla. Fíjate — dijo, señalando al mapa visor -. Para cuando los aviones llegasen hasta allí, se habría convertido en un huracán adulto. Ahora nada podemos hacer a ese respecto.
XVIII
OMEGA
Aquella noche no dormimos. Permanecimos en el centro de control y vigilamos cómo se desarrollaba la tormenta en la imagen que la TV emitió desde la Estación Atlántica. De noche tenían que utilizar cámaras a infrarrojos, claro, pero podíamos seguir viendo… en fantasmales imágenes IR… una amplia espiral de nubes extendiéndose por más de seiscientos kilómetros de océano abierto.
Prácticamente nadie había abandonado el centro de control, pero en la gran sala reinaba un silencio mortal. Incluso el parlotear de las máquinas calculadoras y teletipos parecía haberse detenido. Los números de la pantalla trazadora empeoraron rápida mente. La presión barométrica cayó hasta 980, 975, 965 milibares. La velocidad del viento subió a 75 nudos, 95, 110. A las diez en punto la perturbación tropical era ya un gigantesco huracán.
Ted se inclinó por encima del escritorio y tecleó un nombre para la tempestad en el tablero de la pantalla visora: "OMEGA".
— De un modo u otro, es el fin de THUNDER — murmuró.
Las letras brillaron en lo alto de la pantalla. En un rincón de la vasta habitación, una de las chicas rompió en sollozos.
Durante las primeras horas de l~ madrugada, el huracán Omega creció rápidamente de tamaño y en fuerza. Una banda inmensa de nubes se cernía desde el mar hasta más de dieciocho mil metros, dejando caer cincuenta milímetros por hora de agua de lluvia en una zona de casi setecientos mil kilómetros cuadrados. La presión de su núcleo había caído a 950 milibares y las velocidades centrales del viento alcanzaban hasta más de 140 nudos y seguían subiendo.
— Parece como si estuviese vivo — susurró Tuli mientras contemplábamos la pantalla -. Crece, se alimenta, se mueve.
A las dos de la madrugada, hora de Miami, el alba rompía sobre el huracán Omega. Seis trillones de toneladas de aire repleto con la energía de un centenar de bombas de hidrógeno, una cabeza motora sin cerebro, descomunal, suelta, apuntaba hacia la civilización, hacia nosotros.
Las olas eran azotadas por la furia de Omega y se extendían por todo el Atlántico y se veían como una marea peligrosa en las playas de cuatro continentes. Las aves marinas quedaban absorbidas dentro de la tempestad pese a sus esfuerzos, para quedar empapadas y maltrechas hasta el agotamiento; su única esperanza era llegar hasta el centro del huracán, donde el aire era tranquilo y claro. Un barco mercante que hacia la ruta Nueva York Ciudad de El Cabo, a ochocientos kilómetros del centro de Omega, pedía frenético auxilio mientras olas montañosas dominaban el esfuerzo de las bombas de achique del navío. Omega siguió hacia adelante, emitiendo tanta energía cada quince minutos como una bomba de diez megatones.
Mirábamos, escuchábamos, fascinados. El rostro de nuestro enemigo nos hacía a todos nosotros, incluso creo que a Ted, sentirnos desvalidos. Al principio el ojo de Omega, visto desde las cámaras del satélite, era vago y cambiante, cubierto por nubes cirrosas. Pero, por último, se serenó y se abrió una fuerte columna de aire claro, el pilar poderoso y central del huracán, él anda de giro en torno a la cual los vientos furiosos bramaban su canción primitiva de violencia y terror.
Barney, Tul y yo nos sentábamos en torno al escritorio de Ted, mirándole; su ceño se profundizaba al empeorar la tormenta. No nos dimos cuenta que era de día hasta que volvió a telefonear el doctor Weis. Parecía cansado.
— Llevo toda la noche contemplando la tormenta — dijo. El Presidente me llamó hace pocos minutos y me preguntó qué pensaba hacer.
Ted se frotó los ojos.
— No puedo destruirla, si a eso se refiere. Ahora es demasiado grande. Seria como intentar apagar con una manta el incendio de un bosque.
— ¡Bueno, tienen que hacer algo! — saltó Weis -. Nuestras reputaciones dependen de esa tormenta. ¿Comprende? La suya, la mía y la del Presidente… por no decir nada acerca del futuro del control del tiempo en este país.
— Ya le dije, en marzo pasado y en Washington, que THUNDER era una manera equívoca de abordar los huracanes… — repuso Ted.
— Sí y en julio anunció a la prensa que ningún huracán llegaría hasta los Estados Unidos. Así que ahora, en lugar de ser un fenómeno de la naturaleza, los huracanes se han convertido en arma política.
Ted sacudió la cabeza.
— Hicimos cuanto pudimos.
— Pues tienen que hacer más. Intenten gobernar al huracán, cambiar su rumbo para que no azote la costa.
— ¿Se refiere usted a cambiar los sistemas del tiempo? — Ted se iluminó. ¿Controlar la situación para que…?
— ¡No me refiero a control del tiempo! ¡No encima de los Estados Unidos! — dijo con firmeza el doctor Weis -. Pero pueden efectuar los cambios que deseen sobre el océano.
— Eso no resultará respondió Ted -. No tenemos bastante punto de apoyo para conseguir algo bueno. Quizá lo desviaríamos unos cuantos grados, pero en alguna parte lograría tocar la costa. Todo lo que podríamos hacer seria enredar en el rumbo de la tormenta, no estando seguros de dónde azotaría.
— ¡Tienen que hacer algo! No podemos permanecer sentados y dejar que ocurra lo que ocurra. Ted, yo no intenté decirle cómo dirigir THUNDER, pero ahora le doy una orden. Es preciso que haga un intento para alejar la tormenta de la costa. Si fracasamos, por lo menos nos hundiremos luchando. Quizá logremos salvar algo de todo este caos.
— Perder el tiempo — murmuró Ted.
Los hombros del doctor Weis se movieron como si estuviese levantando las manos, fuera del ojo de la cámara.
— Inténtelo de alguna forma. Podría resultar. Quizá tengamos suerte…
— Está bien — contestó Ted encogiéndose de hombros -. Usted es el jefe.
La pantalla se oscureció. Ted nos miró.
— Ya oíste al hombre. Vamos a jugar los flautistas de la orquesta, con el director improvisado.
— Pero no puede hacerse — dijo Tuli -. No se puede.
— Eso no importa. Weis trata de salvar su cara bonita. Tenias que haberlo comprendido, camarada.
Barney miró la pantalla trazadora. Omega se encontraba al noroeste de Puerto Rico y marchaba hacia Florida.
— ¿Por qué no le dijiste la verdad? — preguntó a Ted -. Sabes que no podemos dirigir a Omega. Incluso aun cuando nos hubiera dado permiso para intentar completamente el control del tiempo, no podríamos estar seguros de mantener a la tempestad fuera de la costa. No debiste …