Entrar en el ojo del huracán era como cruzar la puerta que separa un manicomio de un jardín pacifico. Durante un momento nos veíamos aporreados por las olas montañosas y viento implacable, con lluvia y espuma, siendo difícil ver incluso a un palmo de las narices. Luego, el sol rompía la marea de nubes otra vez y el viento cesaba bruscamente. Las olas seguían siendo fuertesespumosas, mientras avanzábamos como cojeando hacia el lugar descubierto. Pero por fin nos fue posible alzar las cabezas sin que las golpease el viento y la espuma que éste transportaba.
Nubes impresionantes se alzaban a nuestro alrededor, pero este retazo de océano era seguro. Los pájaros revoloteaban en torno nuestro y muy en lo alto un reactor de despegue vertical daba vueltas, enviado por Tuli. El avión efectuó una pasada próxima por encima nuestro, luego descendió sobre la pista del helicóptero en la popa del navío. Su tren de aterrizaje apenas tocó en la cubierta y la cola sobresalía de la destrozada barandilla por la que el helicóptero cayó al mar.
Tuvimos que agachamos bajo el morro del avión y entrar por una escotilla de su panza, puesto que los reactores de los extremos de las alas seguían llameantes. Mientras nos apiñábamos en el estrecho compartimento de pasajeros, el avión ascendió rápidamente. Los reactores de las alas giraron preparándose para el vuelo horizontal y pronto el aparato adquirió velocidad supersónica. Ascendimos de manera brusca y en dirección a las propias nubes.
Cuando miré hacia abajo, al pequeño navío que disminuía de tamaño rápidamente, me di cuenta también que el teniente se esforzaba en dirigir a su embarcación una última mirada.
— Lamento que haya tenido que perder su barco — dije.
— Bueno, otra ola en esos mares habría terminado con nosotros — dijo tranquilo. Pero seguía mirando pensativo por la ventanilla hasta que las nubes cubrieron al abandonado barco.
XIX
LOS FABRICANTES DEL TIEMPO
Barney nos esperaba en el aeropuerto de la Marina con ropas secas, los últimos mapas y predicciones sobre Omega y una gran cantidad de emoción femenina. Jamás olvidaré verla correr hacia nosotros mientras bajábamos por la escotilla principal del aparato. Rodeó con sus brazos el cuello de Ted, luego hizo lo mismo con el mío y después volvió con Ted.
— ¡Me teníais tan asustada! — gimió.
Ted soltó una carcajada.
— Estamos un poco alborotados.
Se necesitó casi una hora para alejarnos del aeropuerto. Los jefazos de la Marina, los oficiales secundarios, periodistas, fotógrafos… todos querían que les habláramos. Yo les entregué al teniente diciendo:
— Es el verdadero héroe. Sin él todos nos habríamos ahogado.
Mientras convergían sobre él, Ted y yo tuvimos oportunidad de cambiarnos de ropa en el dormitorio de un oficial y escabullirnos hasta el coche que Barney tenía dispuesto.
— El doctor Weis ha estado en el teléfono todo el día — nos dijo Barney mientras el conductor salía hacia la autopista principal que conducía al muelle de Miami y al cuartel general de THUNDER.
Ted frunció el ceño y extendió los informes de Omega sobre su regazo. Sentada entre nosotros dos, ella señaló al último mapa.
— Aquí está el camino de la tormenta… Al noventa por ciento de seguridad, con más o menos un dos por ciento de margen de error.
Ted emitió un silbido.
— Se meterá en Washington y luego subirá por la costa. Va a causar daños en algo más que las reputaciones.
— Le dije al doctor Weis que le llamarías en cuanto pudieses.
— Bueno — contestó de mala gana -. Solucionemos ese detalle.
Yo marqué el número particular del Consejero Científico en el teléfono instalado en el asiento del coche. Después de unas breves palabras con una secretaria, el rostro tenso del doctor Weis apareció en la pantalla.
— Se han salvado — dijo triste.
— ¿Desencantado?
— Tal como tenemos el huracán viniendo sobre nosotros, no nos hubiese venido mal un mártir o dos.
— El dirigirlo no resultó — dijo Ted -. Lo único que nos queda probar es lo que se debió hacer desde el primer momento.
— ¿Control del tiempo? ¡Absolutamente, no! Que nos azote un huracán es cosa mala, pero si ustedes tratan de trastear con el tiempo en toda la nación, cada granjero, cada individuo en vacaciones, cada alcalde y gobernador y policía de tráfico, saltará contra nosotros.
Ted echaba chispas.
— ¿Y qué piensan hacer? ¿Sentarse y aguardar? El control del tiempo es la última posibilidad de detener a este monstruo…
— Marrett, casi estoy dispuesto a creer que preparó usted la tormenta a propósito para obligarnos a permitirle que pusiera en práctica su idea favorita.
— Si hubiera podido hacerlo, no estaría aquí sentado discutiendo con usted.
— Claro que no. Pero, escúcheme. El control del tiempo queda fuera de toda consideración. Si hemos de aguantar un huracán, lo haremos; tendremos que reconocer que THUNDER era un proyecto demasiado ambicioso para que triunfase la primera vez. Tendremos que retirarlo. Intentaremos algo como THUNDER de nuevo el año que viene, pero sin todo este alboroto. Usted tendrá que llevar durante unos cuantos años una vida muy tranquila, Marrett, pero por último lograremos seguir adelante.
— ¿Y por qué retroceder cuando se puede seguir adelante y detener este huracán? — arguyó Ted -. ¡Podríamos empujar a Omega hacia el mar, lo sé muy bien!
— ¿Del mismo modo en que trató de dirigirlo antes? Tenga la certeza de que volvería a caer sobre usted.
¡Intentamos mover seis trillones de toneladas de aire con un plumero para el polvo! Hablo del verdadero control del tiempo, de sus sistemas a través del continente. ¡Resultará!
— No puede garantizar que resultará e, incluso si pudiese, no le creería. Marrett, quiero que vaya al cuartel general de THUNDER y se siente tranquilito allí. Puede usted operar en cualquier nueva perturbación que aparezca. Pero dejará en paz absolutamente al Omega. ¿Está claro? Si trata usted de tocar a esta tormenta de cualquier forma, procuraré que haya terminado su carrera. ¡Para siempre! — añadió.
El doctor Weis cortó la comunicación. La pantalla quedó a oscuras, casi tanto como el ceño en el rostro de Ted.
Durante el resto del viaje al cuartel general del Proyecto, no dijo nada. Simplemente permaneció allí sentado, como desplomado, retirado en sí mismo, los ojos hechos brasas.
Cuando el coche se detuvo, nos miró.
— ¿Qué haríais si diese la orden de lanzar a Omega lejos de la costa?
— Pero el doctor Weis dijo…
— No me importa lo que dijera o lo que haga después. ¡Podemos detener a Omega!.
Barney se volvió y me miró.
— Ted… yo siempre puedo volver a Hawai y ayudar a mi padre a conquistar su vigésimo millón. Pero ¿y tú, qué? Weis puede acabar con tu carrera permanentemente. ¿Y qué será de Barney y del resto del personal del Proyecto?
— La responsabilidad es mío. Weis no se preocupará por los otros miembros. Y a mi me importa muy poco lo que haga… No puedo quedarme sentadito como si fuese un tonto y dejar que ese huracán sigo su camino. Tengo que ajustarle las cuentas al Omega.
— ¿Sin pensar en lo que te costará?
Asintió muy serio.
— Sin pensar en nada. ¿Estáis conmigo?
— Me parece que estoy tan loco como tú — le oí decir -. Hagámoslo.
Salimos del coche y subimos hasta el centro de control. Cuando el personal empezó a arremolinarse en nuestro torno, Ted alzó los brazos reclamando silencio.