La pantalla trazadora mostró claramente nuestra batalla. Omega, ahora con velocidades centrales de viento de ciento setenta y cinco nudos, aún marchaba hacia Virginia. Pero su progreso disminuía, aunque muy ligeramente, mientras el anticiclón de los Grandes Lagos se movía hacia el suroeste pasando Pittsburgh.
A — mediodía Ted estaba mirando con fijeza la pantalla y murmuraba:
— No será bastante. No, a menos que la corriente en chorro gire un par de grados.
Ahora llovía en Washington y empezaba a caer nieve en Winnipeg. Yo trataba de resolver inmediatamente, y a la vez, tres llamadas telefónicas, cuando oí un grito ensordecedor de Ted. Miré hacia la pantalla trazadora. Se doblaba ligeramente la corriente en chorro al oeste del Mississipi en una curvatura que antes no estaba localizada allí.
En cuanto pude, abordé a Ted, pidiéndole una explicación.
— Hemos utilizado los lasers de la Estación del Atlántico y hasta el último gramo de catalizadores que pude encontrar. El efecto no es espectacular, no hay cambio de tiempo advertible. Pero el anticiclón del desierto se ha encogido ligeramente y la corriente en chorro ha bajado un poquito hacia el sur.
— ¿Bastará? Pregunté.
Se encogió de hombros.
Toda la larga tarde contemplamos cómo aquel pequeño rizo viajaba por toda la longitud del rumbo de la corriente en chorro, como una onda deslizándose por la extensión de una cuerda larga y tensa. Mientras, el antiguo anticiclón de los Grandes Lagos cubría todo Maryland y penetraba por Virginia. Su extensión septentrional formaba una especie de escudo en la costa hasta muy adentro de Nueva Inglaterra.
— Pero logrará penetrar — gruñó Ted, contemplando el sistema reluciente de Omega con las isobaras tan próximas unas a otras -, a menos que la corriente en chorro ayude a expulsarlo.
— ¿Qué nos dice cronometraje? ¿Quién llegará primero, el cambio de la corriente en chorro o el huracán? — pregunté a Barney.
Sacudió su cabecita.
— Nos han suministrado las máquinas hasta cuatro cifras decimales y todavía no hay respuesta exacta.
Norfolk se vio azotada por una lluvia torrencial; vientos con fuerza de galerna estaban arrancando los cables de energía y derribando árboles. Washington era una ciudad oscurecida, asolada por el viento. La mayor parte de las oficinas federales había cerrado pronto y el tráfico marchaba muy despacio a lo largo de las lluviosas calles.
Los marinos, desde Hatteras hasta el ángulo en forma de anzuelo de Cabo Cod, marinos de fin de semana y profesionales por igual, colocaban amarras especiales, doblando los anclajes o sacando sus naves mar adentro. Las líneas aéreas comerciales dirigían sus vuelos rodeando la tempestad y escuadrillas enteras de aviones militares marchan hacia el oeste, alejándose del peligro, como grandes masas de aves migratorias.
Mareas de tormenta se amontonaban a lo largo de la costa y avisos de inundación eran emitidos por todos los centros civiles de defensa de una docena de Estados. Las autopistas se llenaban de gentes que se movían tierra — adentro, huyendo de la furia que se aproximaba.
Y Omega seguía a ciento sesenta kilómetros mar adentro.
Entonces se tambaleó.
Se podía notar cómo restallaba la electricidad por todo nuestro centro de control. El gigantesco huracán empezó a desviarse de la costa cuando la deflexión de la corriente de aire en chorro llegó finalmente. Todos contuvimos el aliento. Omega se plantó lejos de la costa, inseguro durante una infinita hora; luego giró hacia 'el noroeste. Empezó a encaminarse mar adentro.
Gritamos hasta quedar roncos.
Cuando el furor amainó, Ted nos convocó en torno a su escritorio.
— Aguantad, héroes El trabajo no terminó aún. Tenemos que modificar una helada en el Oeste Medio y yo quiero arrojar todo cuanto poseemos en el Omega, debilitándolo lo más posible. ¡Ahora. . .a la tarea!.
Era casi media noche cuando Ted nos dijo que podíamos dejarlo. El personal de nuestro Proyecto, ahora verdaderos fabricantes del tiempo, había debilitado al Omega hasta el punto en que sólo era ya una tormenta tropical, perdiendo rápidamente su fuerza por encima de las aguas frías del Atlántico Norte. Una ligera nieve rociaba zonas de la parte superior del Oeste Medio, pero nuestras predicciones de aviso llegaron a tiempo y los fabricantes del tiempo podíamos quitar mordiente, en su mayoría, al frente frío. Las estaciones meteorológicas locales informaban sólo de problemas insignificantes producidos por la helada. La nieve no llegaba a alcanzar dos centímetros y medio.
La mayor parte del personal del Proyecto se había ido a dormir. Sólo quedaba una dotación reducida en el centro del control. Barney, Tuli y yo gravitamos hacia el escritorio de Ted. Había pedido una máquina de escribir y estaba tecleando.
— "Dimisión" lleva acento, ¿verdad? — preguntó.
Antes de que ninguno pudiese responder, sonó el teléfono. Ted estableció la comunicación. Era el doctor Weis.
— No era preciso que llamase — dijo Ted -. Se acabó el juego. Lo sé.
El doctor Weis parecía profundamente agotado, como si personalmente hubiese estado luchando contra la tormenta.
— Esta noche tuve una larga charla con el Presidente, Marrett. Usted le ha colocado en una posición difícil y a mí en otra imposible. Para el público en general, es usted un héroe. Pero no me fiaría de usted como tampoco me fiaré nunca de un ciclotrón.
— No se lo censuro, me imagino — respondió Ted tranquilo -. Pero no se preocupe, no tendrá que despedirme. Estoy dimitiendo. Quedará usted libre de toda culpa.
— No puede marcharse — dijo con amargura el doctor Weis -. Es usted un recurso nacional, en cuanto respecta al Presidente. Pasó la noche comparándolo con la energía nuclear le quiere domesticado y bien atado.
— ¿Atado? ¿Para el control del tiempo?
Weis asintió sin decir palabra.
— ¿El Presidente quiere un trabajo verdadero en el control del tiempo? — Ted mostró una enorme sonrisa -. Esas ataduras son las que he tratado de conseguir desde hace cuatro años.
— Escúcheme, Marrett. El Presidente quiere que trabaje usted en el control del tiempo, pero yo soy quien quedará responsable de controlarle. Y yo nunca… ¿me oye? ¡Nunca!… permitiré que dirija un Proyecto o que se acerque en lo más mínimo a la dirección de ese proyecto. Voy a encontrar jefes para usted, que le puedan tener bien embotellado. Haremos trabajo de control del tiempo y utilizaremos sus ideas Pero usted nunca se encargará de nada mientras yo esté en Washington…
La sonrisa de Ted se apagó.
— Está bien — dijo, ceñudo -, mientras haga el trabajo… y se .haga bien. De cualquier forma, no esperaba conseguir por esto la Medalla Nacional.
Aún echando llamas por los ojos, el doctor Weis dijo:
— Tiene usted suerte, Marrett. Mucha suerte. Si los sistemas del tiempo hubiesen sido ligeramente diferentes, si las cosas no hubiesen resultado tan bien…
— No fue suerte repuso Ted -. Fue trabajo, el trabajo de muchas personas, y cerebros y valor. Eso es lo que le gana a usted el control del tiempo… el verdadero control del tiempo. No importa cuáles sean los sistemas del tiempo si uno tiene que cambiarlos todos para que convengan a sus necesidades. No se necesita suerte, sólo tiempo y sudores. Uno hace el tiempo que desea. Eso realizamos nosotros. Por eso tenía que resultar; era preciso que lo abordásemos a la suficiente escala.
— Suerte o pericia — dijo cansino el doctor Weis -, no importa. Ahora tendrá control, del tiempo. Pero bajo mi dirección y en mis condiciones.
— Hemos ganado — exclamó Ted cuando cortó el teléfono -. Hemos ganado en verdad.
Barney se dejó caer en la silla más próxima.
— Esto es demasiado para que ocurra a la vez. Me parece que no podré creerlo.