– Qué cosa tan maravillosa -exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior-. No había visto nada igual en mi vida -dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta-: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.
Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.
– ¿Está Pepe? -preguntó.
Había puesto la jaula en la mesa del comedor.
– Está en la escuela -dijo la mujer de José Montiel-. Pero ya no debe demorar. -Y agregó-: Montiel se está bañando.
En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una urgente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa.
– Adelaida -gritó-. ¿Qué es lo que pasa?
– Ven a ver qué cosa maravillosa -gritó su mujer.
José Montiel -corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca- se asomó por la ventana del dormitorio.
– ¿Qué es eso?
– La jaula de Pepe -dijo Baltazar.
La mujer lo miró perpleja.
– ¿De quién?
– De Pepe -confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel-: Pepe me la mandó a hacer.
Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.
– Pepe -gritó.
– No ha llegado -murmuró su esposa, inmóvil.
Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.
– Ven acá -le dijo José Montiel-. ¿Tú mandaste a hacer esto?
El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.
– Contesta.
El niño se mordió los labios sin responder.
– Montiel -susurró la esposa.
José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
– Lo siento mucho, Baltazar -dijo-. Pero has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. -A medida que hablaba, su rostro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar-. Llévatela en seguida y trata de vendérsela a quien puedas -dijo-. Sobre todo, te ruego que no me discutas. -Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:- El médico me ha prohibido coger rabia.
El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perplejo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.
José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
– No lo levantes -dijo-. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón para que rabie con gusto.
El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
– Déjalo -insistió José Montiel.
Baltazar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.
– Pepe -dijo Baltazar.
Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.
– Baltazar -dijo Montiel, suavemente-, ya te dije que te la lleves.
– Devuélvela -ordenó la mujer al niño.
– Quédate con ella -dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel-: Al fin y al cabo, para eso la hice.
José Montiel lo persiguió hasta la sala.
– No seas tonto, Baltazar -decía, cerrándole el paso-. Llévate tu trasto para la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
– No importa -dijo Baltazar-. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pensaba cobrar nada.
Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.
– Estúpido -gritaba-. Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!
En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pensaba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado.
– De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.
– Sesenta -dijo Baltazar.
– Hay que hacer una raya en el cielo -di-jo alguien-. Eres el único que ha logrado sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.
Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos. Como era la primera vez que bebía, al anochecer estaba completamente borracho, y hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y después, de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de pesos.
– Hay que hacer muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran -decía, ciego de la borrachera-. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. Todos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el salón.
Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.
La viuda de Montiel
Cuando murió don José Montiel, todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.
Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo -desde su puesto consular de Alemania- y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre”, pensaba. “Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.