El cantinero lo agarró por la manga, pero a una señal de la muchacha lo dejó pasar, diciendo:
– Pues no sabes lo que te pierdes.
Dámaso salió dando tumbos. El brillo misterioso del río bajo la luna abrió una hendija de lucidez en su cerebro. Pero se cerró en seguida. Cuando vio la puerta de su cuarto, al otro lado del pueblo, Dámaso tuvo la certidumbre de haber dormido caminando. Sacudió la cabeza. De un modo confuso pero urgente se dio cuenta de que a partir de ese instante tenía que vigilar cada uno de sus movimientos. Empujó la puerta con cuidado para impedir que crujieran los goznes.
Ana lo sintió registrando el baúl. Se volteó contra la pared para evitar la luz de la lámpara, pero luego se dio cuenta de que su marido no se estaba desvistiendo. Un golpe de clarividencia la sentó en la cama. Dámaso estaba junto al baúl, con el envoltorio de las bolas y la linterna en la mano.
Se puso el índice en los labios.
Ana saltó de la cama. -Estas loco -susurró corriendo hacia la puerta. Rápidamente pasó la tranca. Dámaso se guardó la linterna en el bolsillo del pantalón junto con el cuchillito y la lima afilada, y avanzó hacia ella con el envoltorio apretado bajo el brazo. Ana apoyó la espalda contra la puerta.
– De aquí no sales mientras yo esté viva -murmuró.
Dámaso trató de apartarla.
– Quítate -dijo.
Ana se agarró con las dos manos al marco de la puerta. Se miraron a los ojos sin parpadear.
– Eres un burro -murmuró Ana-. Lo que Dios te dio en ojos te lo quitó en sesos.
Dámaso la agarró por el cabello, torció la muñeca y le hizo bajar la cabeza, diciendo con los dientes apretados:
– Te dije que te quitaras.
Ana lo miró de lado con el ojo torcido como el de un buey bajo el yugo. Por un momento se sintió invulnerable al dolor, y más fuerte que su marido, pero él siguió torciéndole el cabello hasta que se le atragantaron las lágrimas.
– Me vas a matar el muchacho en la barriga -dijo.
Dámaso la llevó casi en vilo hasta la cama. Al sentirse libre, ella le saltó por la espalda, lo trabó con las piernas y los brazos, y ambos cayeron en la cama. Habían empezado a perder fuerzas por la sofocación.
– Grito -susurró Ana contra su oído-. Si te mueves me pongo a gritar.
Dámaso bufó en una cólera sorda, golpeándole las rodillas con el envoltorio de las bolas. Ana lanzó un quejido y aflojó las piernas pero volvió a abrazarse a su cintura para impedirle que llegara a la puerta. Entonces empezó a suplicar.
– Te prometo que yo misma las llevo mañana -decía-. Las pondré sin que nadie se dé cuenta.
Cada vez más cerca de la puerta, Dámaso le golpeaba las manos con las bolas. Ella lo soltaba por momentos mientras pasaba el dolor. Después lo abrazaba de nuevo y seguía suplicando.
– Puedo decir que fui yo -decía-. Así como estoy no pueden meterme en el cepo.
Dámaso se liberó.
– Te va a ver todo el pueblo -dijo Ana-. Eres tan bruto que no te das cuenta de que hay luna clara. -Volvió a abrazarlo antes de que acabara de quitar la tranca. Entonces, con los ojos cerrados, lo golpeó en el cuello y en la cara, casi gritando-: Animal, animal. -Dámaso trató de protegerse, y ella se abrazó a la tranca y se la arrebató de las manos. Le lanzó un golpe a la cabeza. Dámaso lo esquivó, y la tranca sonó en el hueso de su hombro como un cristal.
– Puta -gritó.
En ese momento no se preocupaba por no hacer ruido. La golpeó en la oreja con el revés del puño, y sintió el quejido profundo y el denso impacto del cuerpo contra la pared, pero no miró. Salió del cuarto sin cerrar la puerta.
Ana permaneció en el suelo, aturdida por el dolor, y esperó que algo ocurriera en su vientre. Del otro lado de la pared la llamaron con una voz que parecía de una persona enterrada. Se mordió los labios para no llorar. Después se puso en pie y se vistió. No pensó -como no lo había pensado la primera vez- que Dámaso estaba aún frente al cuarto, diciéndole que el plan había fracasado, y en espera de que ella saliera dando gritos. Pero Ana cometió el mismo error por segunda vez: en lugar de perseguir a su marido, se puso los zapatos, ajustó la puerta y se sentó en la cama a esperar.
Sólo cuando se ajustó la puerta comprendió Dámaso que no podía retroceder. Un alboroto de perros lo persiguió hasta el final de la calle, pero después hubo un silencio espectral. Eludió los andenes, tratando de escapar a sus propios pasos, que sonaban grandes y ajenos en el pueblo dormido. No tuvo ninguna precaución mientras no estuvo en el solar baldío, frente a la puerta falsa del salón de billar.
Esta vez no tuvo que servirse de la linterna. La puerta sólo había sido reforzada en el sitio de la argolla violada. Habían sacado un pedazo de madera del tamaño y la forma de un ladrillo, lo habían reemplazado por madera nueva, y habían vuelto a poner la misma argolla. El resto era igual. Dámaso tiró del candado con la mano izquierda, metió el cabo de la lima en la raíz de la argolla que no había sido reforzada, y movió la lima varias veces como una barra de automóvil, con fuerza pero sin violencia, hasta cuando la madera cedió en una quejumbrosa explosión de migajas podridas. Antes de empujar la puerta levantó la hoja desnivelada para amortiguar el rozamiento en los ladrillos del piso. La entreabrió apenas. Por último se quitó los zapatos, los deslizó en el interior junto con el paquete de las bolas, y entró santiguándose en el salón anegado de luna.
En primer término había un callejón oscuro atiborrado de botellas y cajones vacíos. Más allá, bajo el chorro de luna de la claraboya vidriada, estaba la mesa de billar, y luego el revés de los armarios, y al final las mesitas y las sillas parapetadas contra el revés de la puerta principal. Todo era igual a la primera vez, salvo el chorro de luna y la nitidez del silencio. Dámaso, que hasta ese momento había tenido que sobreponerse a la tensión de los nervios, experimentó una rara fascinación.
Esta vez no se cuidó de los ladrillos sueltos. Ajustó la puerta con los zapatos y después de atravesar el chorro de luna encendió la linterna para buscar la cajita de las bolas detrás del mostrador. Actuaba sin prevención. Moviendo la linterna de izquierda a derecha vio un montón de frascos polvorientos, un par de estribos con espuelas, una camisa enrollada y sucia de aceite de motor, y luego la cajita de las bolas en el mismo lugar en que la había dejado. Pero no detuvo el haz de luz hasta el final. Allí estaba el gato.
El animal lo miró sin misterio a través de la luz. Dámaso lo siguió enfocando hasta que recordó con ligero escalofrío que nunca lo había visto en el salón durante el día. Movió la linterna hacia adelante, diciendo: “Zape”, pero el animal permaneció impasible. Entonces hubo una especie de detonación silenciosa dentro de su cabeza y el gato desapareció por completo de su memoria. Cuando comprendió lo que estaba pasando, ya había soltado la linterna y apretaba el paquete de las bolas contra el pecho. El salón estaba iluminado.
– ¡Epa!
Reconoció la voz de don Roque. Se enderezó lentamente, sintiendo un cansancio terrible en los riñones. Don Roque avanzaba desde el fondo del salón, en calzoncillos y con una barra de hierro en la mano, todavía ofuscado por la claridad. Había una hamaca colgada detrás de las botellas y los cajones vacíos, muy cerca de donde había pasado Dámaso al entrar. También eso era distinto a la primera vez.
Cuando estuvo a menos de diez metros, don Roque dio un saltito y se puso en guardia. Dámaso escondió la mano con el paquete. Don Roque frunció la nariz, avanzando la cabeza, para reconocerlo sin los anteojos.
– Muchacho -exclamó.
Dámaso sintió como si algo infinito hubiera por fin terminado. Don Roque bajó la barra y se acercó con la boca abierta. Sin lentes y sin la dentadura postiza parecía una mujer.
– ¿Qué haces aquí?
– Nada -dijo Dámaso.
Cambió de posición con un imperceptible movimiento del cuerpo.
– ¿Qué llevas ahí? -preguntó don Roque.
Dámaso retrocedió.
– Nada -dijo.
Don Roque se puso rojo y empezó a temblar.
– Qué llevas ahí -gritó, dando un paso hacia adelante con la barra levantada. Dámaso le dio el paquete. Don Roque lo recibió con la mano izquierda, sin descuidar la guardia, y lo examinó con los dedos. Sólo entonces comprendió.
– No puede ser -dijo.
Estaba tan perplejo, que puso la barra sobre el mostrador y pareció olvidarse de Dámaso mientras abría el paquete. Contempló las bolas en silencio.