– Venía a ponerlas otra vez -dijo Dámaso.
– Por supuesto -dijo don Roque.
Dámaso estaba lívido. El alcohol lo había abandonado por completo, y sólo le quedaba un sedimento terroso en la lengua y una confusa sensación de soledad.
– Así que éste era el milagro -dijo don Roque, cerrando el paquete-. No puedo creer que seas tan bruto. -Cuando levantó la cabeza había cambiado de expresión-. ¿Y los doscientos pesos?
– No había nada en la gaveta -dijo Dámaso.
Don Roque lo miró pensativo, masticando en el vacío, y después sonrió.
– No había nada -repitió varias veces-. De manera que no había nada. -Volvió a agarrar la barra, diciendo:
– Pues ahora mismo le vamos a echar ese cuento al alcalde.
Dámaso se secó en los pantalones el sudor de las manos.
– Usted sabe que no había nada.
Don Roque siguió sonriendo.
– Había doscientos pesos -dijo-. Y ahora te los van a sacar del pellejo, no tanto por ratero como por bruto.
La prodigiosa tarde de Baltasar
La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
– Tienes que afeitarte -le dijo Úrsula, su mujer-. Pareces un capuchino.
– Es malo afeitarse después del almuerzo -dijo Baltazar.
Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de muchacho asustado. Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
– Entonces repósate un rato -dijo la mujer-. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte.
Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varias veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.
– ¿Cuánto vas a cobrar? -preguntó.
– No sé -contestó Baltazar-. Voy a pedir treinta pesos para ver si me dan veinte.
– Pide cincuenta -dijo Úrsula-. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.
Baltazar empezó a afeitarse.
– ¿Crees que me darán los cincuenta pesos?
– Eso no es nada para don Chepe Montiel, y la jaula los vale -dijo Úrsula-. Deberías pedir sesenta.
La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor parecía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.
La noticia se había extendido. El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzaba con su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran capaces de comérselos. Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a conocer la jaula.
Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cúpula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio, y mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
– Esto es una aventura de la imaginación -dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agregó, fijos en él sus ojos maternales-: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.
Baltazar se ruborizó.
– Gracias -dijo.
– Es verdad -dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en latín-. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros -dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo-. Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola. -Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la jaula, y dijo:- Bueno, pues me la llevo.
– Está vendida -dijo Úrsula.
– Es del hijo de don Chepe Montiel -dijo Baltazar-. La mandó a hacer expresamente.
El médico asumió una actitud respetable.
– ¿Te dio el modelo?
– No -dijo Baltazar-. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.
El médico miró la jaula.
– Pero ésta no es para turpiales.
– Claro que sí, doctor -dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodearon-. Las medidas están bien calculadas -dijo, señalando con el índice los diferentes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes profundos-. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera -dijo.
– Sirve hasta para un loro -intervino uno de los niños.
– Así es -dijo Baltazar.
El médico movió la cabeza.
– Bueno, pero no te dio el modelo -dijo-. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
– Así es -dijo Baltazar.
– Entonces no hay problema -dijo el médico-. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.
– Es esta misma -dijo Baltazar, ofuscado-. Por eso la hice.
El médico hizo un gesto de impaciencia.
– Podrías hacer otra -dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico-: Usted no tiene apuro.
– Se la prometí a mi mujer para esta tarde -dijo el médico.
– Lo siento mucho, doctor -dijo Baltazar-, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.
El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, contempló la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco que se va.
– ¿Cuánto te dieron por ella?
Baltazar buscó a Úrsula sin responder.
– Sesenta pesos -dijo ella.
El médico siguió mirando la jaula.
– Es muy bonita -suspiró-. Sumamente bonita. -Luego, moviéndose hacia la puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio desapareció para siempre de su memoria.
– Montiel es muy rico -dijo.
En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas y ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. Entonces abrió la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.