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En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí, decidió (y ésa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a “mi ilustrísimo primo” para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones sensatos y edificantes.

Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso), cuando Argénida abrió bruscamente la puerta alambrada y exclamó:

– Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.

La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.

– Hace por lo menos cinco años que está loco -dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo-: Debe ser que volvió a ver al diablo.

– Ahora no fue el diablo -dijo Argénida.

– ¿Y entonces a quién? -preguntó la señora Rebeca, estirada, indiferente.

– Ahora dice que vio al Judío Errante.

La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia remota: “El Judío Errante.” Y entonces comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.

– Es verdad -dijo, con una voz que se le subió de las entrañas-. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.

Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado, decía: “…Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente.”

La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y de que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se dio cuenta de la verdad.

Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.

– Entonces caminó hacia mí -dijo. Y esta vez escuchó su propia voz convincente, apasionada-. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: “Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero.”

Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio. Desde hacía algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:

– Pitágoras.

El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.

– Recoge la limosna -dijo el sacerdote.

El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:

– No sé dónde está el platillo.

Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.

– Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más que puedas -dijo el padre.

– ¿Y qué digo? -dijo el muchacho.

El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:

– Di que es para desterrar al Judío Errante -dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:

– Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo.

Rosas artificiales

Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a preguntarle por las mangas.

– Están en el baño -dijo la ciega-. Las lavé ayer tarde.

Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de tiestos con hierbas medicinales.

– No vuelvas a coger mis cosas -dijo Mina-. En estos días no se puede contar con el sol.

La ciega movió el rostro hacia la voz.

– Se me había olvidado que era el primer viernes -dijo.

Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.

– Pon un papel debajo, porque esas piedras están sucias -dijo.

Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensuciaría las mangas si no se frotaban contra las piedras.