Faltaban tres semanas para la fiesta de San Miguel, pensó Douglas, mientras llevaba a Garth a la entrada del establo que daba a la plaza Putnam, y él tendría un año más, y ¿no era eso de lo más extraño? George IV había muerto en junio, llevando a su hermano, el duque de Clarence, al trono como William IV. William era bondadoso pero, a decir verdad, no era lo suficientemente inteligente como para dar sabios consejos o reconocerlos cuando lo golpeaban en la nariz. Tenía más entusiasmo que sensatez, era indiscreto al punto de la locura, causando que un pesado dijera: “Es un buen soberano, pero un poquito chiflado.”
Quedaba por ver qué sucedería, particularmente desde que el duque de Wellington estaba a cargo y había ofendido tanto a los Tories como a los Whigs. Era un año extraordinario, pensó Douglas, mientras entraba en la casa de ciudad Sherbrooke. La revolución estaba en todas partes: en Francia, Polonia, Bélgica, Alemania, Italia, pero afortunadamente no aquí en casa, aunque había penurias, no se podía negar eso, graves penurias. Luego de que el duque había obtenido la Emancipación Católica, se había opuesto a toda reforma. Sus inconsistencias aturdían la mente de Douglas, pero como le debía su lealtad a Wellington, lo apoyaría en la Cámara de los Lores; aunque odiaba la política, juraría hasta quedar sin respiración que la vasta mayoría tanto de los Tories como de los Whigs eran hambrientos de poder, flatulentos mentirosos.
Recordó que su padre había sentido lo mismo. Douglas sonrió ante esa idea. Tendría que pedir su opinión a James y Jason.
Fue a su club esa noche, conversó con viejos amigos, se dio cuenta de que había más división en el gobierno de lo que él había pensado, había ganado cien libras en el whist, y se había dormido con la panza caliente, resultado de un trago de brandy francés que, hubiese jurado, había sabido mucho mejor cuando era ilegal y pasado a escondidas a medianoche en Inglaterra.
Estaba sorprendido cuando entró en la enorme y vistosa oficina de lord Avery en el Ministerio de Guerra la mañana siguiente, para ver a Arthur Wellesley, el duque de Wellington, parado junto a una de las largas ventanas, mirando fijamente a Westminster en la distancia, ahora visible porque la bruma de la mañana se había levantado. Se veía cansado hasta los huesos, pero cuando vio a Douglas, sus ojos se encendieron y sonrió.
– Northcliffe -dijo, dándose vuelta. Se adelantó a zancadas para estrechar la mano de Douglas. -Se ve en forma.
– Igual que usted. Es un placer verlo, Su Gracia. No hablaré de Tories o Whigs por miedo a que hubiera uno escondido en el armario, preparado para salir de un salto y darnos un tortazo a ambos. Lo felicito por lograr la Emancipación Católica. Puede contar conmigo en la Cámara de los Lores, aunque para ser sincero, oír a esas comadrejas lloriqueando por todo hace que se me retuerza el estómago.
El duque sonrió.
– Muchas veces he pensado lo mismo. Soy un soldado, Northcliffe, y ahora soy convocado para realizar un trabajo completamente diferente. Es una pena que no pueda hacer que la oposición sea azotada con un gato de nueve colas. -Douglas se rió. -Pero, sabe, he decidido que lo que suceda, sucederá -dijo, su voz más amargada que furiosa. -Es uno de esos modernos trenes que ahora está en movimiento. No hay modo de detenerlo. Además, ya no tengo control de eso. -Cuando Douglas lo hubiese cuestionado, él movió la mano y agregó: -Suficiente de eso. Deseaba hablar con usted porque lord Avery ha discutido conmigo sobre una amenaza a su vida que proviene de una fuente confiable. Ha servido bien a su país, Northcliffe. Deseaba decirle eso e informarle de la naturaleza de esa amenaza.
Bueno, bendito infierno. Ese condenado fantasma tenía razón. La bala que había dado en su brazo no era del arma de un cazador furtivo. El duque y él pasaron la siguiente hora juntos.
Cuando Douglas llegó a la casa de ciudad Sherbrooke aproximadamente dos horas más tarde, fue para ver a su esposa y dos hijos parados en el salón de entrada, con su equipaje apilado alrededor de ellos, seguramente indicando una estadía prolongada. Los tres lo miraron con seriedad, desafiándolo a decir una palabra.
CAPÍTULO 08
Los ingleses nunca golpean un rostro. Simplemente se abstienen de invitarlo a cenar.
~Margaret Halsey
Douglas no dijo una sola palabra. Sólo suspiró y dijo:
– Wellington se encontró conmigo en el ministerio. Efectivamente hay una amenaza, maldición.
Alexandra estaba en sus brazos en un segundo.
– Lo sabía, simplemente lo sabía -susurró contra su cuello. -¿Qué tipo de amenaza? ¿Quién está detrás de esto?
Douglas le besó la punta de la nariz, abrazándola con fuerza. Los gemelos estaban prácticamente en pointe, y eso lo hizo sonreír.
James dijo:
– No comprendo, señor, no ha estado involucrado en ninguna misión durante mucho tiempo.
Douglas asintió.
– Es, creo, una cuestión de venganza, y la venganza es algo que uno puede saborear durante años antes de actuar. Pero ya es suficiente. Alexandra, llama a Willicombe y tráenos algo para comer y beber. Vengan, y les contaré todo sobre eso. Oh, allí estás, Willicombe. Por favor, ocúpate de las maletas y…
– Aye, milord, todo está hecho. Si quisiera ir a la sala de dibujo, todo estará como desea en cuestión de momentos.
Willicombe, a los cincuenta, lo suficientemente joven como para ser hijo de Hollis, quería más que nada en su vida ser idéntico a Hollis. Quería hablar como él, quería buscar la palabra perfecta en el momento exactamente adecuado, quería inspirar al personal de la casa a mirarlo como Dios. Quería todo eso, pero quería hacerlo todo más rápido y mejor que Hollis. Tal vez Willicombe sería más veloz, ya que Hollis estaba comenzando a crujir. Douglas se preguntaba qué haría Willicombe si le dijera que Hollis estaba enamorado, quizá hasta decidido por la seducción, sólo para ver la expresión en su rostro. ¿Intentaría él entonces seducir a una de las criadas? O tal vez a la señora Bootie, el ama de llaves, quien tenía más vello en el labio superior de lo que Douglas tenía antes de afeitarse por las mañanas.
Nadie se ubicó en los cómodas sillones, nadie se relajó. La tensión fluía a través de la enorme habitación. Douglas miró a su familia y dijo:
– Lord Avery recibió una carta de un informante en París de que finalmente yo iba a obtener lo que merecía. El informante cree que tiene algo que ver con Georges Cadoudal.
Alexandra estaba sacudiendo la cabeza.
– No, eso no podría ser posible, ¿verdad? Te separaste como amigo de Georges. Válgame, Douglas, fue hace años y años atrás, antes de que los gemelos siquiera nacieran.
– Sí, lo sé.
– ¿Quién es ese Cadoudal, padre?
Douglas miró a James, quien estaba parado, con los hombros contra la repisa de la chimenea, los brazos cruzados sobre el pecho, exactamente del mismo modo que Douglas se paraba, y dijo:
– Georges Cadoudal era un loco y un genio. Nuestro gobierno le pagó enormes cantidades de dinero para que matara a Napoleón. Él mató a montones de franceses, pero no al emperador. Oí que había muerto algún tiempo atrás.
Willicombe entró, cargando una hermosa bandeja de té Georgiana sobre el brazo. Douglas permaneció en silencio hasta que finalmente, viendo que Willicombe no podía pensar en nada que le permitiera quedarse y escuchar a hurtadillas, y de ese modo saber más que Hollis acerca de esa situación, fuera cual fuese, levantó una ceja.
Pero Willicombe no se movió, no podía moverse. Algo malo había sucedido, eso era lo único que sabía. La familia estaba en problemas. Él era necesitado. Era momento de probar su valor. Intentó valientemente sacar a la luz una palabra acertada. Se aclaró la garganta.