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Tenían que encontrar al hijo de Georges Cadoudal antes de que lograra poner sus manos sobre cualquiera de ellos.

CAPÍTULO 27

La casa de ciudad de lord Kennison – Londres

– No hay nada más para decir, Northcliffe. No sé absolutamente nada acerca de todo esto.

Douglas Sherbrooke asintió.

– Eso lo sé, pero el hecho es que usted conocía a Georges Cadoudal. Estaba en París cuando él murió, después de Waterloo. ¿En 1815?

– Sí, por supuesto. Eso no es un secreto.

Douglas miró la reliquia que era lo bastante vieja como para ser su propio padre. Un hombre poderoso era lord Kennison, todavía, aunque estaba más frágil en apariencia que seis meses atrás. Como amaba demasiado su brandy, tenía gota, y su pie derecho estaba descansando, envuelto en vendas, sobre un banquito de brocado.

Tenía que asegurarse de que Georges estaba muerto, y lord Kennison era su mejor alternativa.

– ¿Cuánto tiempo había estado enfermo Georges?

Lord Kennison cerró sus ojos un momento. Hasta los ojos le dolían.

– Buen Dios, Northcliffe, pensé que lo sabías. Georges no murió de una enfermedad. Alguien le disparó en la calle. Un asesinato, no hay otro modo de llamarlo. Murió tal vez dos horas más tarde, en su propia cama. Llegué luego de que había expirado, con su familia a su alrededor. Por supuesto, Georges estaba bastante loco.

– Sí, lo sé. -Loco y un genio, así era Georges. -Tenía una familia, ¿verdad, milord?

– Sí, desde luego. Un hijo y una hija. El hijo tiene más o menos la edad de tus muchachos. Entiendo que conociste a su esposa, antes de que se casaran.

Janine, pensó Douglas, quien había simulado que él la había embarazado porque había estado demasiado avergonzada de admitir a su amante, Georges, que muchos hombres la habían violado. Asintió.

– Sí, la conocí. Pero nunca volví a verla, no después de 1803. Fue hace mucho tiempo, milord.

– Pobre Janine, murió de gripe antes que Georges fuera asesinado. La cuñada de Georges fue a vivir con ellos, mantuvo la casa. Si me lo preguntas, Douglas, yo diría que estaba un poquito más encariñada con Georges de lo que debería una cuñada. Pero no importa. Los dos habían pasado su primera juventud. Y ahora Georges hace tiempo que está muerto. No le disparaste tú, ¿verdad, Northcliffe?

Douglas estaba mirando fija y pensativamente la chimenea, viendo las llamas lamer un nuevo leño, acercándose para prender fuego. Sacudió la cabeza, aún mirando las llamas.

– Georges me gustaba bastante, pero tal vez él nunca creyó eso. Puedo imaginar a alguien disparándole porque, por todo lo que oí en los años anteriores a Waterloo, él nunca cesó en sus intentos de asesinar a Napoleón. A tantos hombres le hubiese gustado acortar su vida, y evidentemente alguno lo hizo. -Douglas levantó la mirada entonces. -No fui yo. Estaba en casa, con mis dos hijos de diez años y mi esposa. Para ese entonces no tenía nada más que ver con la política.

– Ah, pero un par de años antes estuviste en Francia.

– Sí, pero esa fue una misión de rescate, nada más que eso. Nada vil. No vi a Georges.

– ¿A quién rescataste?

Douglas se encogió de hombros.

– Al conde de Lac. Él murió cinco años atrás, en su hogar en Sussex.

– ¿Podría alguien haber creído que estabas allí para matar a Georges?

– No, eso es bastante imposible. Tampoco tiene sentido. Si alguien creyera que yo era responsable por la muerte de Georges, ¿por qué esperaría quince años para vengarse?

Lord Kennison se encogió de hombros. Hasta le dolía hacerlo, ¿y no era eso demasiado, patear a un hombre mientras estaba caído?

– Estoy cansado, Douglas. No puedo decirte más de lo que ya sabes. Los hijos, como ya has decidido, deben estar tras estos atentados contra tu vida. En cuanto a Georges, él nunca dijo nada sobre ti, al menos no que yo escuchara. No creo que hubiese ninguna enemistad allí. Recuerdas a Georges… si él odiaba a alguien, lo odiaba con toda su alma. No se callaba sobre cómo iba a arrancarles la lengua. Así que, si es una venganza de hijos, ¿entonces de dónde obtuvieron ese odio por ti?

– No lo sé. Como usted dijo, no tiene sentido. -Douglas se puso de pie. -Gracias por verme, señor. Como sabe, fue el duque de Wellington quien me envió aquí con usted.

– Sí, me lo dijo. Pobre Arthur. Tantos problemas apretándole el cuello. Le dije que renunciara, que dejara todo el lío, y que otros se ocuparan de eso. Él nunca lo haría, por supuesto.

– No, no lo haría -dijo Douglas, y se marchó.

Le agradaba bastante lord Kennison, que probablemente era mucho más honorable que su heredero, quien era tan libertino que había contagiado de sífilis a su esposa.

Cuando salió hacia su carruaje, fue para ver a Willicombe y su sobrino Remie allí parados, con las armas listas.

Tres días después – Casa de ciudad Sherbrooke.

James y Jason entraron en la sala de dibujo para ver a Corrie y Judith sentadas cerca en el enorme sofá, sus cabezas juntas.

– Buenos días, damas -dijo James mientras entraban en la habitación. -Willicombe dijo que estaban trabajando en los planes de boda.

¿Los planes de boda de quién?, se preguntó, mirando con disimulo a su hermano quien, a su vez, estaba mirando atentamente a Judith McCrae, con una expresión en su rostro que James nunca antes le había visto.

Corrie levantó la mirada hacia él, había decidido durante la larga noche anterior darse por vencida, se puso de pie de un salto y voló hacia James, lo apretó contra sí y lo abrazó fuerte. Él gruñó por el entusiasmo de su saludo. Ella lo miró y le tocó suavemente el mentón con la punta de los dedos.

– No más rumores. Lo diré en voz alta para que todo el mundo lo escuche. James, he decidido casarme contigo, he decidido que tal vez no será tan malo en absoluto. Ya conozco la mayoría de tus malos hábitos. Si tienes más, será mejor que no me lo digas, porque podría inclinar la balanza hacia el otro lado.

– No tengo ninguno más -dijo James, y oyó a Jason reír por lo bajo detrás suyo. -Al menos ninguno que pudiera hacerte romper nuestra relación.

– Más tarde hablaré con Jason acerca de esto.

– Corrie, agradezco que hayas revelado tu consentimiento, pero el hecho es que ya he hablado con tu tío. Todo está en marcha.

– Sí, lo sé, pero no quería que pensaras que soy una mujer patética y cobarde que no conoce su propia mente.

– Jamás he pensado que fueras cobarde. Patética… al menos no desde hace un par de meses.

Él vio que Corrie iba a cuestionarlo y sacudió la cabeza.

– Muy bien, esperaré. Sólo deseaba que Jason hubiese logrado atrapar a Augie, Ben y Billy. Sólo imaginar que Augie pensaba que eras tú otra vez… y que usó el mismo truco de la manta nuevamente. ¿Creyó que eras estúpido?

– Probablemente -dijo Jason, y se encontró mirando atentamente a su hermano y a su futura cuñada.

Imagínenlo, Corrie Tybourne-Barrett, una cuñada.

James descubrió que sus brazos rodeaban a su prometida muy naturalmente. Bueno, la había abrazado desde que ella tenía tres años, eso no era tan inusual. Se sentía bien contra su cuerpo. Cerró los ojos un momento y la olió. Estaba acostumbrado a su olor, hubiese sabido que era ella en una habitación a oscuras, pero ahora había un suave aroma a jazmín.

– ¿Tu perfume? -le dijo contra el cabello. -Me gusta.

– Tu madre me lo dio, dijo que tu tía Sophie tiene fe ciega en él, afirmó que funcionaba con tu tío Ryder a veinte metros. Dijo que siempre venía corriendo, como un sabueso tras el zorro.

– Ah. Creo que podría perseguirte. ¿Me pregunto qué te haría al atraparte? Olisquearte, supongo, para asegurarme de que eres el zorro adecuado, ¿pero luego? Hmm. Siempre está el revés de tus rodillas. Ahora probablemente deberías soltarme, Corrie. Hay otras dos personas en esta habitación, y todo este afecto podría darles un dolor de cabeza.