Pero no importaba, no podía importar. Sólo era el aquí, el ahora, y ellos dos, y él la deseaba más de lo que jamás había deseado nada en su vida. Levantó las piernas de Corrie, miró su suave piel, la tocó ligeramente y eso fue todo lo que hizo falta. Se estremecía tan violentamente que supo que iba a derramar su semilla, allí mismo, y supo que eso no podía pasar, simplemente no podía, o tendría que arrojarse por el precipicio al valle Poe.
Abrió a Corrie con sus dedos, no pensó en ninguna consecuencia en absoluto y entró dentro suyo. Oh, Dios, estaba apretada; para nada preparada para él, pero no importaba. James no podría haberse detenido aunque alguien le hubiera echado encima baldes de agua fría. Entró en ella, duro, sintió su virginidad. Cerró los ojos ante el conocimiento de que era el primero y que sería el último. Miró su rostro pálido, sus ojos llenos de lágrimas y le dijo:
– Corrie, eres mía. Nunca olvides eso, nunca… oh, maldición, perdóname… -y atravesó su himen, siguió empujando hasta tocar su útero, y entonces todo terminó para él.
Se apartó, gritó al techo del dormitorio, se quedó congelado mirándola, y luego cayó pesadamente encima de ella. Se las arregló para besarle la oreja.
Estaba muerto, o casi y, ¿a quién le importaba? Se sentía maravilloso. Se sentía entero. Ya no sentía la oleada de lujuria que lo había vuelto loco; se sentía entero, su mundo era perfecto y estaba muy soñoliento. Conmovido hasta el alma, estaba. Le besó la mejilla, probó la sal de sus lágrimas y se preguntó sólo un instante por eso; se quedó dormido, su cabeza al lado de la de ella, peso muerto encima de Corrie.
Corrie no se movió, no pensaba moverse. Él seguía dentro suyo, y estaba satisfecha simplemente yaciendo allí, absorbiendo las sensaciones, dejando que el dolor se alejara de ella, sintiendo el sudor de él secándose sobre su cuerpo, sintiendo el suave bombeo del corazón de James contra el suyo, sintiendo el vello en su pecho contra sus senos. Él había tocado sus pechos, la había tocado entre las piernas, la había mirado allí, y había entrado en ella como si fuera a embestir a través de una puerta.
James hizo un suave ronquido vibrante. ¿Estaba dormido? ¿Cómo podía estar dormido? Ella no quería dormir. Quería dar vueltas por la habitación, quizás tambalearse un poquito porque le dolía, muy profundo, pero estaba desapareciendo rápidamente ahora. Sus lágrimas estaban secándose y le hacían picar la piel, y él era pesado encima suyo, y lo sentía maravilloso, enorme y sólido, perfecto, a decir verdad, y era suyo.
James seguía dentro suyo, pero no tanto ahora. Ella estaba desnuda, él estaba desnudo, y roncaba suavemente junto a su oído izquierdo, ¿y qué debía pensar una acerca de eso?
La habitación estaba enfriándose. Corrie intentó moverse, pero no podía. ¿Debería despertarlo y pedirle que se apartara de ella, que tal vez se cubriera un poco antes de volver a roncar?
No. Se las arregló para arrojar el cubrecama encima de ambos. Así estaba mejor. Estaba casi oscuro, la luz apagada y gris mientras se filtraba a través de las cortinas en la ventana.
Corrie cerró los dedos en la mitad de la espalda de James, apretó suavemente. Su esposo, este hombre que una vez había sido el niño que la había arrojado al aire cuando ella era una cosita diminuta, y la había arrojado demasiadas veces y ella le había vomitado encima. No recordaba haber hecho eso, pero su tía Maybella se reía aun hoy al recordarlo. “James,” decía tía Maybella, “no volvió a alzarte por lo menos por un año.”
Y ella recordaba muy claramente cuando él le había explicado su flujo mensual femenino cuando tenía trece años y él apenas veinte, un joven hombre, pero lo había hecho, y lo había hecho bien. Corrie se daba cuenta ahora de que él había estado avergonzado, que probablemente había querido huir, pero no lo había hecho. La había tomado de la mano, y había sido bondadoso, natural, y le había dicho que los retorcijones en su barriga pronto desaparecerían. Y así había sido. Ella había confiado en James más que en nadie en su vida. Claro, él y Jason estaban lejos gran parte del tiempo, a Oxford, luego eran hombres jóvenes sueltos en Londres. Él había estado tan adulto al llegar a casa, y había sido entonces que ella había aprendido cómo mirarlo con desdén.
Corrie suspiró profundamente, se abrazó con más fuerza a su espalda, se dio cuenta de que él ya no estaba más dentro suyo y se quedó dormida, con la respiración cálida y dulce de él en su oído.
James quería pegarse un tiro. No podía creer lo que había hecho.
Y ahora Corrie había desaparecido. Lo había dejado, probablemente había regresado a Londres a decirle a sus padres que su precioso hijo primero la había violado y luego se había quedado dormido encima de ella, sin una palabra dulce o reconfortante fuera de su boca antes de que su cabeza hubiese caído sobre la almohada.
Se levantó, se estremeció porque nadie había ido a encender el fuego en el hogar, gracias a Dios, y vio que la maleta de Corrie estaba en el rincón. Sintió un inmenso alivio. Ella no lo había abandonado.
Hubo un golpe en la puerta.
– ¿Milord?
– ¿Sí?
Miró alrededor, buscando su propia maleta.
– Es Elsie, milord, con agua caliente para su baño. Su Señoría dijo que lo querría.
Cinco minutos más tarde, James estaba sentado en la enorme bañera de cobre, con el agua caliente lamiendo su pecho, los ojos cerrados, preguntándose qué diablos iba a decir a su esposa de, ¿cuánto era? Oh, sí, su esposa de aproximadamente seis horas. Ella le había enviado agua caliente. ¿Qué significaba eso?
Al menos no lo había abandonado.
El agua caliente lo penetró por completo, y se permitió hundirse más hasta casi quedarse dormido nuevamente.
– No tenía idea de que este asunto del matrimonio requeriría que durmieras durante una semana para recuperarte. Cómo logran algo los hombres, si…
Corrie se detuvo. James no abrió los ojos.
– Gracias por enviar el agua. Está agradable y caliente, como me gusta.
– De nada. Te ves bastante encantador en esa bañera, James, todo estirado, sólo pistas de lo que hay bajo ese agua.
Él abrió un ojo ante eso. Corrie estaba vestida con una encantadora lana verde, su cabello levantado en un nudo en su cabeza, pero su rostro estaba pálido, demasiado pálido.
– Lamento haberte lastimado, Corrie. Lamento haberte apresurado. ¿Cómo te sientes?
Ella se sonrojó. Había pensado que lo había superado, creía que nada podría cohibirla o avergonzarla, no luego de lo que él le había hecho, pero aquí estaba, sonrojándose como una… ¿una qué? No lo sabía; se sentía como una tonta, y de algún modo como un fracaso.
– Estoy bastante bien, James.
– ¿Me lavarías la espalda, Corrie?
¿Lavar la espalda de un hombre?
– Muy bien. ¿Dónde está la esponja?
– Aquí hay un paño.
Él lo sacó de las profundidades del agua. ¿Dónde había estado ese paño? Ella tragó con fuerza, tomó el trapo y se tranquilizó al moverse detrás de él.
Esa larga extensión de espalda, los músculos bien definidos, lisos; Corrie quiso arrojar ese maldito trapo al otro lado de la habitación y pasar jabón sobre la espalda de James con sus manos, sentirlo, dejar que sus dedos lo aprendieran.
Frotó jabón en el trapo y arremetió. Él suspiró, inclinándose más hacia delante.
– ¿Quieres que lave tu cabello?
– No, está bien. Yo lo haré. Gracias. Eso fue maravilloso.
James estiró la mano y Corrie dejó caer el trapo mojado en ella. Luego él comenzó a lavarse.
– Los hombres no tienen modestia.
– Bueno, si deseas mirar, hay poco que pueda hacer para detenerte.
– Tienes razón -dijo ella, suspiró y fue a sentarse en una silla al otro lado de la habitación.
Corrie volvió a suspirar, se puso de pie y acercó mucho más la silla, a no más de un metro de él en su bañera. James sonrió, fue bajo el agua y luego se lavó el cabello.