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Douglas asintió, pensando en el fajo de antiguos archivos de la iglesia que había comprado a la abadía Noddington, y que le había dado a Hollis años atrás.

Douglas se puso de pie cuando la puerta se cerró tras el mayordomo.

– Debo hablar con madre. -Suspiró. -No creo que haga ningún bien a las perspectivas de Hollis si ella está presente para conocer a la señora Trelawny.

Alex dijo:

– No, probablemente ella tendrá a la dama de Hollis huyendo de la casa solariega, chillando o llorando. Es tan sorprendentemente sana. Hace que uno se estremezca.

Él se rió y pasó a su lado, sólo para darse vuelta, alzarla en sus brazos y hacerla girar. Alex lo miraba riendo, con el rostro de él casi entre sus pechos, cuando la puerta se abrió y una familiar voz amargada dijo:

– ¡Qué indecoroso! ¡Vergonzoso! ¿Por qué no has enseñado a esta muchacha cómo comportarse, Douglas? Has estado casado con ella por más años de los que puedo soportar contar, y todavía está mostrándose y alentando al salvajismo.

– Hola, madre.

– Hola, suegra.

– He decidido tomar mi almuerzo aquí. Ambos se sentarán, ya que tengo asuntos de grave importancia que discutir con ustedes.

Douglas dijo desde su imponente altura, con su esposa todavía entre sus brazos:

– Discúlpanos, madre, pero Alex y yo tenemos asuntos muy importantes que atender. Te visitaremos en la cena.

– ¡No! Esperen, es mi doncella, la descuidada criatura, ella no ha…

Se perdieron la última parte, gracias a Dios. Los dos sirvientes que vieron al conde y a la condesa salir rápidamente del comedor, riendo como niños, cortando la voz enmohecida de la condesa viuda, hubiesen aplaudido si Hollis no los hubiese reprendido interminablemente por semejante comportamiento.

– Miserable vieja bruja -susurró tras su mano Tilda, la doncella de primera planta, a Ellie. -Vivirá por siempre, me dijo mi má, dijo que su maldad la mantiene sana. Dijo que no dudaría si tuviera un frasco lleno de ron en su recámara.

– Le preguntaré a esa pobre doncella suya -dijo Ellie. -¿Ron? Hmm.

Las dos rieron.

Douglas y Alexandra corrían, tomados de la mano, en la soleada tarde fría, hacia el cenador que el abuelo de Douglas había construido en una pequeña colina sobre un estanque ornamental.

CAPÍTULO 33

– Siéntate, querida -dijo Douglas. -Tenemos cosas que hablar. -Alexandra se quedó sentada, viendo a su esposo ir y venir por todo el cenador. Douglas continuó: -Hablar contigo acerca de esto me ayude a concentrar la mente. Los dos hijos de Georges y su cuñada abandonaron París inmediatamente después de su muerte.

– Sí.

– Recibí un mensaje de que los hijos viajaron a España, pero pronto se marcharon otra vez. Todavía no sé dónde terminaron. Ni he sido capaz de descubrir en qué tipo de situación financiera estaban al momento de la muerte de su padre.

Alexandra dijo naturalmente:

– Debe ser dinero suficiente, porque el hijo tiene fondos para contratar hombres para matarte.

Él asintió.

– El hijo sigue actualmente en Londres, pero eso podría cambiar en un instante.

– Cometerá un error, Douglas, lo verás, y lo atraparemos.

– Te lo diré, Alex, pensar en ese joven escondido detrás de un árbol, simplemente esperando que yo esté al alcance de su arma, es más que mortificante. Lo quiero; lo quiero en mis propios términos.

– He empezado a preguntarme acerca de las advertencias que lord Wellington recibió. Quizás el hijo arregló para que te enteraras de que Georges Cadoudal estaba involucrado. Tal vez, cuando usó tu nombre, quería que supieras exactamente quién era él. Quiere drama, atención. Quiere que tú admires su destreza, su perseverancia.

– ¿Quería que yo supiera que vendría a matarme? Aye, ya veo. Una advertencia entonces. Esa primera vez que me disparó fue una advertencia. Quería que tuviera miedo, quería jugar conmigo antes de matarme, pero antes de matarme, quería que supiera quién es él. Desearía saber porqué está haciendo esto.

Era hora, pensó Douglas mientras caminaban de regreso a la casa solariega, hora de que él y sus hijos se ocuparan más del problema. Cuando entraron en el elegante vestíbulo de entrada, aún tomados de la mano, los tres sirvientes que los observaban jurarían que el conde y la condesa habían disfrutado de un espléndido interludio en el cenador. Douglas, dándose cuenta de eso enseguida, besó a su esposa a conciencia y luego la dejó para trabajar en el estudio. Se sentó en su escritorio diez minutos más, luego fue rápidamente a su dormitorio, donde encontró a su esposa sentada en una silla que enfrentaba las grandes ventanas, tarareando mientras remendaba una de sus camisas. Ella le sonrió, un hoyuelo apareciendo en su mejilla, y empezó a desabrochar lentamente la larga línea de botones en el frente de su vestido. Pensó que estar casado un largo tiempo no era nada malo. Los años afinaban las mentes, al menos algunas veces. Los años añadían más espacio en el corazón, tal como Hollis había dicho.

Se inclinó para besarla, sus manos ya ocupadas con las de ella en esos botones.

Exactamente a las cuatro en punto esa tarde, Hollis abrió totalmente las puertas dobles de la sala de dibujo, se quedó allí parado, alto, derecho, con el espeso cabello blanco cayendo hermosamente casi hasta sus hombros, viéndose igual a Dios. Esperó hasta tener la completa atención del conde y la condesa, y dijo majestuosamente:

– Permítanme presentarles a la señora Annabelle Trelawny, nacida en esa encantadora ciudad de Chester.

– Con una presentación tan espléndida -dijo una suave voz baja, -me temo que estarán infinitamente desilusionados.

Annabelle Trelawny se veía como un hada pequeña y regordeta, ligera de pies, absolutamente grácil. También se veía avergonzada y tan contenta al mismo tiempo que parecía lista para hacer estallar sus ballenas.

– Permíteme sentarte aquí, Annabelle -dijo Hollis, y la llevó tiernamente a la muy femenina silla frente al conde y la condesa. -¿Estás cómoda, querida?

Annabelle alisó sus faldas, sonrió a Hollis como si realmente fuera Dios, y dijo con una voz suave y bien educada:

– Oh, sí, estoy perfectamente bien, gracias, William.

¿William? Douglas suponía que sabía que el nombre de Hollis era William, pero había pasado tanto tiempo que dudaba haber podido recordarlo por sí solo. William Hollis, un buen nombre.

Annabelle Trelawny no tenía la apariencia de una abuela rapaz; tenía arrugas dulces y profundas alrededor de los ojos y la boca, de risas, pensó Alex. Y un rostro tan dulce. Su cabello era oscuro con hilos de plata, sus ojos eran de un rico marrón oscuro, ojos inteligentes que veían mucho. Su piel era suave, sin manchas. Cuando hablaba, su voz era tan bondadosa como su rostro.

– Milord, milady, es gentil de su parte invitarme a tomar el té. William, naturalmente, me ha contado tanto acerca de ustedes, y sobre sus hijos, James y Jason.

Alex estaba intentando hacer señas a Hollis para que se sentara, pero él no quiso saber nada. Permanecía de pie tras la silla de su amada, viéndose tan adusto como enamorado, una combinación poco probable, pero real.

– James no está aquí en este momento. Él y su nueva esposa están en su luna de miel. Nuestro hijo Jason llegará en breve. Está ansioso por conocerla, señora. ¿Puedo servirle una taza de té, señora Trelawny?

Annabelle sonrió con tanta dulzura que era evidente porqué había enamorado a Hollis, y asintió.

– Prefiero un poquito de leche, milady.

Fue Hollis quien entregó el té a su amada y lo posó tiernamente en sus manos blancas.

– Permíteme traer la bandeja de tortas que preparó la cocinera, Annabelle. Sé que te gustan los bizcochos de almendra.