Camilla Läckberg
Los Gritos Del Pasado
Fjällbacka, 2
© Camilla Läckberg, 2004
Título originaclass="underline" Predikanten
© de la traducción Carmen Montes Cano
Para Micke
Prólogo
El día empezó prometedor. Se había levantado temprano, antes que el resto de la familia, y logró salir a hurtadillas después de haberse vestido tan en silencio como pudo. Consiguió también llevarse el yelmo de caballero y la espada de madera, que ahora blandía alegremente mientras recorría a la carrera los cien metros que separaban la casa de la entrada del barranco llamado Kungsklyftan. Se detuvo un instante y miró con veneración la empinada grieta que se abría en medio de la montaña. Había dos metros entre las pétreas paredes que se erguían una decena de metros hasta el cielo, donde el sol estival empezaba a elevarse en ese momento. Tres grandes bloques de piedra habían quedado colgando para siempre en el centro del barranco y ofrecían un espectáculo imponente. Era un lugar que ejercía una fuerza de atracción mágica sobre un niño de seis años, y el hecho de que Kungsklyftan fuese territorio prohibido no le restaba atractivo precisamente.
Debía su nombre al rey Oscar II, que visitó Fjällbacka a finales del siglo XIX, pero él desconocía ese detalle o bien no le interesaba, mientras se adentraba despacio por entre las sombras, con su espada de madera presta para el ataque. En cambio, sí sabía, porque su padre se lo había contado, que las escenas de la película de Ronja, la hija del bandolero, que transcurren en la Boca del Infierno, se habían rodado en el barranco de Kungsklyftan y después, cuando vio la película, sintió un cosquilleo muy especial en el estómago al ver a Mattis, el rey de los bandidos, cabalgar por entre las rocas. A veces él mismo jugaba allí a ser bandido, pero aquel día quería ser caballero de la mesa redonda, como en ese libro tan grande y tan bonito que su abuela le había regalado para su cumpleaños
Fue arrastrándose por las grandes protuberancias de piedra que cubrían el suelo y se preparó para, con su valor y su espada, abalanzarse sobre el gran dragón que lanzaría llamaradas por la boca. El sol no alcanzaba hasta el fondo del barranco, lo que lo convertía en un lugar frío y oscuro, perfecto para dragones. No tardaría en hacer que le corriese la sangre por la garganta y, tras una prolongada lucha, la bestia caería muerta a sus pies.
Algo que detectó por el rabillo del ojo captó su atención. Un retazo de tela roja se divisaba detrás de una gran roca, y la curiosidad pudo con él. El dragón podía esperar. Tal vez se escondiese allí un tesoro. Tomó impulso y saltó sobre una piedra para mirar al otro lado. Estuvo a punto de caer de espaldas, pero logró recobrar el equilibrio tras describir varios molinetes con brazos y espada, y después de unos segundos de vacilación. Más tarde no se avendría a admitir que había sentido miedo, pero entonces, en aquel preciso momento, supo que no había experimentado un temor mayor en sus seis años de vida. En efecto, allí yacía una señora que parecía haber estado acechándolo. Estaba tumbada boca arriba y lo miraba fija y directamente a los ojos. En un primer momento, su instinto le dijo que echase a correr antes de que ella lo capturase y averiguara que había ido a jugar allí sin permiso. Seguramente, lo obligaría a que le dijese dónde vivid y lo llevaría a casa. Sus padres se enfadarían muchísimo y le preguntarían que cuántas veces le habían dicho que no podía ir a Kungsklyftan sin la compañía de un adulto.
Pero lo raro era que la señora no se movía. Además, no llevaba nada de ropa, así que se sintió un tanto avergonzado de verse allí de pie mirando a una mujer desnuda. Lo que él había confundido con un retazo rojo de tela no era tal, sino un bolso que estaba junto al cuerpo de la mujer, pero no vio su ropa por ninguna parte. Qué raro, tumbarse allí desnuda con el frío que hacía
Después se le ocurrió una idea imposible: ¡la señora estaba muerta! No se le ocurría ninguna otra explicación de por qué yacía allí tan quieta. Aquella idea lo hizo bajar de un salto de la roca y retroceder despacio hacia la boca del barranco. Cuando se encontró a un par de metros de la señora muerta, se dio la vuelta y echó a correr tan rápido como pudo. Ya no le importaba si le regañaban.
El sudor le pegaba las sábanas al cuerpo. Erica no paraba de dar vueltas en la cama, pero le resultaba imposible encontrar una postura cómoda. La claridad de la noche estival tampoco le facilitaba la tarea de conciliar el sueño y, por enésima vez, anotó que debía comprar cortinas oscuras para colgarlas en las ventanas o, más bien, conseguir que lo hiciese Patrik.
Su plácido ronroneo la sacaba de quicio. ¿Cómo tenía estómago para dedicarse a medio roncar a su lado mientras ella permanecía despierta noche tras noche? El bebé era de los dos. ¿No debería solidarizarse con ella y quedarse despierto él también o hacer algo? Le tironeó un poco del brazo con la esperanza de que despertase. Ni se inmutó. Volvió a zarandearlo con algo más de contundencia. El dejó oír un gruñido, se cubrió bien con el edredón y le dio la espalda.
Con un suspiro, Erica se tumbó boca arriba con los brazos cruzados y mirando al techo. Su vientre se abombaba como un enorme globo terráqueo en el aire y ella intentó imaginarse al bebé nadando en la oscuridad. Sin embargo, todo era demasiado irreal aún como para que pudiese concretar ninguna imagen en su mente. Estaba de ocho meses, pero aún no comprendía que hubiese un bebé allí dentro. En fin, en un futuro nada lejano se convertiría en algo demasiado real. Erica se debatía entre la expectación y la angustia. Le costaba ver más allá del parto. Y, para ser sincera, en aquellos momentos le costaba ver más allá del problema que le suponía no poder dormir boca abajo. Miró las cifras fosforescentes del despertador. La cuatro y cuarenta y dos. ¿Y si encendía la luz y se quedaba leyendo un rato?
Tres horas y media más tarde y después de una mala novela policíaca estaba a punto de dejarse caer de la cama cuando se oyó el timbre chillón del teléfono. Acostumbrada como estaba, le pasó el auricular a Patrik.
– Hola, aquí Patrik -dijo él, con la voz aún empañada por el sueño-… Sí, claro, ¡madre mía!, claro que sí, estaré ahí dentro de quince minutos. Allí nos vemos.
Se volvió hacia Erica.
– Tenemos una emergencia. He de salir corriendo.
– Pero ¡si estás de vacaciones! ¿No puede encargarse ninguno de tus compañeros?
Ella misma notó el tono protestón de su voz, pero la noche de vigilia no le ayudaba mucho a mejorar su humor.
– Es un caso de asesinato. Mellberg quiere que acuda. Él también irá.
– ¿Un asesinato? ¿Dónde?
– Aquí, en Fjällbacka. Un niño encontró esta mañana a una mujer muerta en Kungsklyftan.
Patrik se vistió a toda prisa, tarea que le resultó más fácil dado que estaban a mediados de julio, y se puso algo ligero. Antes de cruzar la puerta, se sentó en la cama y le besó la barriga a Erica, en algún punto de la zona donde ella recordaba vagamente haber tenido el ombligo.
– Hasta luego, chiquitín. Pórtate bien con mamá, que yo no tardaré en volver a casa.
La besó fugazmente en la mejilla y se apresuró a partir. Erica lanzó un suspiro, se levantó de la cama y se enfundó una de esas tiendas de campaña que ahora solía llevar por vestido y que, por el momento, era su única elección. Contra todo buen criterio, había leído montones de libros sobre bebés y, según su opinión, todas aquellas personas que escribían acerca del gozoso período del embarazo deberían ser azotadas en la plaza del pueblo. Dificultad para conciliar el sueño, dolores articulares, varices, hemorroides, sudores y alteraciones hormonales en general se acercaban mucho más a la realidad. Y tampoco es que ardiese en su interior ninguna dulce llama. Bajó las escaleras refunfuñando en busca de la primera taza de café del día, con la esperanza de que le ayudase a dispersar la nebulosa.