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– ¡Tú no tienes que saber, lo que tienes que hacer es cumplir con tus obligaciones!. Espero que esto no vuelva a ocurrir nunca más. Y ahora, venga, tenemos muchas horas perdidas que recuperar.

– ¿Hay algo que yo pueda…? -Ernst puso la voz más humilde de que fue capaz y adoptó el mejor gesto de arrepentimiento que supo. Para sus adentros, maldecía la hora en que un jovenzuelo como aquel se dirigía a él en ese tono, pero puesto que Hedström parecía gozar ahora del apoyo de Mellberg, sería estúpido empeorar aún más su situación.

– Ya has hecho bastante. Martin y yo seguimos con la investigación. Tú te encargarás de lo que vaya entrando. Tenemos una denuncia por robo en un chalet de Skeppstad. Ya he hablado con Mellberg, que me ha confirmado que puedes arreglártelas solo.

Patrik le volvió la espalda en señal de que daba por terminada la conversación y comenzó a aporrear el teclado con tal ímpetu que las teclas resonaban a cada golpe.

Ernst se marchó refunfuñando. Tampoco había sido para tanto; total, simplemente, no había redactado un informe. En su momento mantendría una charla con Mellberg sobre lo inadecuado de designar jefe de una investigación de asesinato a alguien con un humor tan variable. Desde luego que sí, eso era lo que pensaba hacer.

El muchacho lleno de acné que tenía delante era, en sí mismo, un caso de estudio sobre el letargo. Todos los rasgos de su semblante denotaban desesperanza y hacía ya mucho tiempo que la falta de sentido de su existencia había dejado en él su huella. Jacob reconocía los signos a la perfección y no podía evitar considerarlo como un reto. Sabía que tenía la capacidad necesaria para orientar la vida del chico en un sentido totalmente distinto y que lo consiguiese dependía ahora exclusivamente de que el muchacho abrigara o no el menor deseo de emprender el buen camino.

En la parroquia conocían bien el trabajo de Jacob con los jóvenes. Muchos de ellos eran almas rotas acogidas en la granja para luego salir de allí como ciudadanos productivos para la sociedad. No obstante, él procuraba atenuar el aspecto religioso de cara al entorno, pues las instituciones estatales descansaban sobre una base poco firme: siempre había personas sin fe dispuestas a gritar «¡es una secta!» tan pronto como algo se salía de su rígida visión de la religión.

La mayor parte del respeto de que gozaba se lo había ganado por méritos propios, pero no podía negar que otra parte se la debía al hecho de ser nieto de Ephraim Hult, El predicador. Claro que su abuelo no había pertenecido a aquella parroquia, pero su fama se extendía por toda la costa de Bohuslän y tenía resonancias en todas las comunidades de iglesias libres de la zona. Ni que decir tiene que la iglesia sueca ortodoxa veía al Predicador como un charlatán al igual que, por otro lado, todos aquellos que preferían limitarse a predicar los domingos ante los bancos vacíos del templo, de modo que las iglesias libres no prestaban mucha atención a esas descalificaciones.

El trabajo con los jóvenes inadaptados y drogodependientes había colmado la vida de Jacob durante casi un decenio, pero ya no lo satisfacía como antes. Él había contribuido a poner en marcha el centro de formación de Bullaren, pero su trabajo no llenaba ya ese vacío que lo había acompañado toda su vida. Le faltaba algo y la búsqueda de ese «algo» desconocido lo aterraba. Él, que durante tanto tiempo había creído pisar suelo firme, sentía ahora cómo todo temblaba bajo sus pies, y la amenaza de descubrir un abismo que lo engullese entero, en cuerpo y alma, lo llenaba de terror. ¡En cuántas ocasiones, al amparo de su certeza, no había afirmado, sentencioso, que la duda era la principal herramienta del diablo…, sin saber que un día se vería a sí mismo en ese estado!

Se levantó, colocándose de espaldas al chico. Miró por la ventana, que daba al lago, pero sin ver más que su imagen reflejada en el vidrio. Un hombre fuerte y sano, se dijo con ironía. Lucía un cabello oscuro y lo llevaba muy corto. Marita, que era quien se lo cortaba en casa, lo hacía bastante bien. Tenía el rostro perfilado con rasgos que denotaban una personalidad sensible, sin dejar de ser masculinos. No era ni delgado ni corpulento, sino más bien el paradigma de una persona de complexión normal. Pero lo mejor de Jacob eran sus ojos, de un azul intenso, que tenían la extraordinaria capacidad de parecer dulces y penetrantes al mismo tiempo. Sus ojos le habían ayudado infinidad de veces a convencer a mucha gente de cuál era el camino correcto. Consciente de ello, utilizaba su mirada siempre que podía.

Aquel día, en cambio, no lo hizo. Sus propios demonios le impedían concentrarse en los problemas ajenos y le resultaba más fácil interiorizar lo que el chico le decía sin mirarlo a la cara. Apartó la vista del reflejo de su imagen y posó la mirada sobre el lago Bullarsjon y más allá, sobre el bosque que, infinito, se extendía ante él. Hacía tanto calor y el aire era tan denso que podía verlo vibrar sobre el agua. La granja era grande y la habían comprado por poco dinero, pues se encontraba en muy mal estado después de tantos años abandonada, tras muchas horas de esfuerzo conjunto, habían conseguido renovarla hasta dejarla en la forma en que ahora se hallaba. No era lujosa, pero estaba como nueva, limpia y acogedora. El representante del ayuntamiento siempre quedaba impresionado por la casa y la belleza del entorno, y no paraba de hablar sobre el efecto positivo que todo aquello tendría sobre los pobres chicos y chicas inadaptados. Hasta ahora nunca habían tenido problemas para recibir subvenciones y el centro había marchado bien desde que empezó a funcionar hacía ya diez años, de modo que los problemas sólo existían en su cabeza. ¿O sería en su alma?

Tal vez la tensión del día a día lo había empujado en la dirección incorrecta, cuando se vio ante una encrucijada decisiva. Nunca tuvo la menor duda cuando llegó la hora de acoger a su hermana en su casa. ¿Quién, si no él, podría mitigar su desasosiego interior y calmar la rebeldía de su carácter? Pero la muchacha había demostrado ser superior a él en la lucha psicológica y, mientras el yo de la joven crecía y se fortalecía de forma constante, la irritación que él experimentaba sin pausa le carcomía los cimientos. A veces se sorprendía cerrando el puño con rabia y pensando que su hermana era una niñata tonta que merecía que la familia le retirase su apoyo, pero aquella no era una forma cristiana de pensar, y las consecuencias de hacerlo solían ser horas de examen de conciencia y de intensos estudios bíblicos, que emprendía con la esperanza de hallar la fortaleza que le faltaba.

Visto desde fuera, seguía, siendo la misma roca de siempre, una mole de seguridad y confianza. Jacob sabía que la gente de su entorno necesitaba verlo siempre dispuesto a prestarles su apoyo, y aún no se sentía preparado para sacrificar esa imagen de sí mismo. Desde que venció la enfermedad que durante un tiempo se cebó en él, había luchado por no perder el control de su existencia. Pero el esfuerzo por mantener la fachada minaba sus últimos recursos y presentía que se aproximaba al abismo a pasos de gigante. Una vez más, reflexionó sobre lo irónico de que, después de tantos años, se hubiese cerrado el círculo. Aquella noticia lo había llevado a, por un segundo, hacer lo impensable: dudar; una duda que murió al instante, pero que logró abrir una grieta diminuta, muy pequeña, en el recio tejido que había sostenido su existencia; una grieta que no dejaba de crecer.

Jacob desechó aquellas ideas y se obligó a centrarse en el jovencito que tenía delante y en su vida absolutamente deplorable. Las preguntas que fue haciéndole surgían de sus labios de forma automática, al igual que la empatía de su sonrisa, que siempre tenía a mano para cada nueva oveja negra que se unía al rebaño.

Otro día más. Otro ser humano deshecho que reparar. Aquello no se acababa nunca. Sin embargo, incluso Dios descansó el séptimo día.

Después de recoger en la isla a su familia, rojos todos como gambas, Erica esperaba ansiosa el regreso de Patrik. Entretanto buscaba indicios de que Conny y su familia empezasen a hacer el equipaje, pero habían dado ya las cinco y media y no hacían ningún amago de marcharse. Así las cosas, decidió aguardar un poco hasta hallar el modo de, con delicadeza, preguntarles si no deberían ir pensando en partir dentro de un rato, pero que como los gritos de los niños le habían provocado un intenso dolor de cabeza, el rato no debía prolongarse demasiado. Oyó con alivio los pasos de Patrik acercándose en la escalera y se acercó a recibirlo.