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– ¿Y cuál fue, en su caso, la causa de la muerte?

– La misma que en el de la muchacha alemana. Los huesos deprimidos a la altura del cuello coinciden con las lesiones que aparecen en casos de estrangulamiento.

Martin iba tomando notas durante la conversación.

– ¿Tienes algo más que pueda interesarnos?

– Nada, salvo que es probable que los esqueletos hayan estado enterrados, pues hallamos en ellos restos de tierra de cuyo análisis quizá saquemos algo. Pero aún no hemos terminado con ellos, así que tendréis que ser pacientes. También había tierra en el cadáver de Tanja Schmidt y en la manta sobre la que yacía, que compararemos con la de los dos esqueletos. -Pedersen hizo una pausa, antes de continuar-: ¿Es Mellberg quien dirige la investigación?

Martin creyó percibir cierto desasosiego en su voz y sonrió para sus adentros, pero lo tranquilizó enseguida al respecto.

– No, Patrik es el responsable. Aunque otra cosa es quién se atribuirá los honores si resolvemos el caso…

Los dos se echaron a reír ante el comentario, aunque a Martin se le atragantó la risa en la garganta.

Concluida la conversación con Tord Pedersen, fue a buscar el fax y cuando, minutos más tarde, llegó Patrik, él ya lo había leído. Le hizo un resumen a Patrik, que quedó tan abatido como él. La cosa se presentaba como una auténtica maraña.

Anna se dejaba tostar por el sol en la proa del barco, donde se había tumbado. Los niños dormían la siesta abajo, en el camarote, y Gustav llevaba el timón. Cada vez que la proa golpeaba la superficie del agua, las pequeñas gotas saladas salpicaban su cuerpo, proporcionándole una deliciosa sensación de frescor. Si cerraba los ojos, podía olvidar por un instante sus problemas y persuadirse de que aquella era su verdadera vida.

– Anna, te llaman por teléfono -la despertó de su meditación la voz de Gustav.

– ¿Quién es? -preguntó, haciéndose sombra con la mano mientras él blandía su móvil.

– No me lo ha querido decir.

¡Vaya, hombre! Comprendió enseguida de quién se trataba y, con el estómago encogido de desasosiego, se levantó y se dirigió hacia donde se encontraba Gustav.

– Aquí Anna.

– ¿Quién coño es ese? -farfulló Lucas.

Anna vaciló un instante.

– Ya te dije que iba a salir a dar una vuelta en barco con un amigo.

– ¿Y quieres que me crea que ese era «un amigo»? -respondió Lucas inmediatamente-. ¿Cómo se llama?

– Eso no es algo que…

Lucas la interrumpió bruscamente:

– ¿Cómo se llama, Anna?

Su entereza se quebrantaba por segundos, a medida que oía esa voz y, al fin, respondió en silencio:

– Gustav af Klint.

– ¡Huy, qué elegante suena eso! -replicó Lucas, pasando de la sorna a la amenaza-. ¿Cómo te atreves a llevarte de vacaciones a mis hijos con otro hombre?

– Tú y yo estamos divorciados, Lucas -le recordó Anna cubriéndose los ojos con la mano.

– Pero tú sabes tan bien como yo que eso no cambia nada, Anna. Tú eres la madre de mis hijos, un lazo que siempre nos unirá a los dos. Tú eres mía y los niños también son míos.

– Entonces, ¿por qué intentas arrebatármelos?

– Porque tú eres inestable, Anna. Siempre has sido débil de carácter y, para ser sincero, no confío en que puedas cuidar de mis hijos como se merecen. Fíjate qué vida lleváis. Tú trabajando todo el día y ellos en la guardería. ¿Eso es bueno para los niños, Anna? ¿A ti qué te parece?

– Ya, pero yo tengo que trabajar, Lucas. Y, además, ¿cómo ibas tú a resolver ese problema si estuvieran contigo? Tú también tienes que trabajar. ¿Quién iba a encargarse de ellos?

– Hay una solución, Anna, y tú lo sabes.

– ¿Estás loco? ¿Crees que yo iba a volver contigo después de haberle roto el brazo a Emma? Por no mencionar lo que me hiciste a mí -empezaba a quebrársele la voz cuando, instintivamente, supo que había ido demasiado lejos.

– ¡No fue culpa mía! Fue un accidente. Además, si tú no te hubieses empeñado en ir siempre en mi contra, yo no habría perdido la paciencia tan a menudo.

Era como hablar con una pared. No tenía sentido. Anna sabía, después de tantos años con él, que Lucas estaba convencido de tener razón. Él nunca tenía la culpa. Todo lo que sucedía era siempre culpa de los demás. Cada vez que él la golpeaba, la hacía sentirse culpable porque ella no había mostrado la suficiente comprensión, el suficiente cariño, la suficiente sumisión.

Cuando, recurriendo a una fuerza suya mucho tiempo oculta, emprendió la separación, se sintió, por primera vez en muchos años, fuerte, invencible. Por fin podía reconquistar su vida. Ella y los niños podrían empezar de nuevo. Sin embargo, había sido demasiado fácil. Lucas quedó sinceramente impresionado al ver que, durante uno de sus accesos de ira, le había roto el brazo a su hija y se comportó de un modo razonable y atípico en él. Gracias al desenfreno de su nueva vida de soltero después de la separación, dejó en paz a Anna y a los niños durante un tiempo, mientras estuvo ocupado conquistando a una mujer detrás de otra. Sin embargo, justo cuando Anna empezaba a sentir que había conseguido liberarse, Lucas se empezó a cansar de su nueva vida y volvió a acordarse de su familia. Y al ver que de nada servían flores, regalos y súplicas de perdón, se desprendió de los guantes de seda… y exigió la custodia de los niños basándose en una serie de acusaciones infundadas sobre la supuesta ineptitud de Anna para ser madre. Ninguna de esas acusaciones era cierta, pero Lucas podía ser tan convincente y encantador cuando se lo proponía que Anna temía la posibilidad de que se saliese con la suya. Por otro lado, sabía muy bien que no eran los niños los que le interesaban. Sería imposible casar su vida laboral con la custodia de dos niños pequeños, pero tenía la esperanza de infundir en Anna el temor necesario para que volviese con él. Y, de hecho, en momentos de debilidad se sentía inclinada a hacerlo. Al mismo tiempo, comprendía que era imposible, eso la destruiría; y entonces se reafirmaba en su decisión.

– Lucas, esta discusión no conduce a nada. Yo he sabido seguir adelante después de la separación y tú deberías hacer lo propio. Es cierto que he conocido a otro hombre, es algo que tendrás que aceptar. Los niños están bien y yo también. ¿Por qué no intentamos comportarnos como adultos?

Dijo aquello en un tono de súplica, frente al compacto silencio procedente del otro lado del teléfono. Pero enseguida comprendió que había sobrepasado el límite. Cuando oyó la señal de que Lucas había colgado, supo que, de algún modo, tendría que pagarlo… y muy caro, por cierto.

Capítulo 3

Verano de 1979

Aquél dolor de cabeza infernal le hacia arañarse la cara. Y el dolor que a su vez le causaban los arañazos abiertos en su piel era casi una satisfacción comparado con el bombear de su cabeza, porque le ayudaba a centrarse.

Todo seguía a oscuras, pero algo la había hecho despertar de su profundo y estéril letargo. Por encima de su cabeza vio cómo crecía una pequeña rendija de luz mientras, con los ojos entrecerrados, miraba hacia arriba. Puesto que no estaba habituada a la luz, no veía nada, pero oyó que alguien entraba a través de la rendija, ya convertida en abertura, y bajaba la escalera, alguien que se acercaba cada vez más en la oscuridad. El aturdimiento le impidió saber si debía sentir miedo o alivio. De hecho, sentía una mezcla de ambos: ya dominaba el uno, ya el otro.

Los últimos pasos hasta donde ella se encontraba, hasta donde yacía encogida en posición fetal, fueron prácticamente mudos. Sin que mediara ninguna palabra, sintió una mano que le acariciaba la cabeza, un gesto que tal vez debería haberla tranquilizado, pero su sencillez hizo que el temor se apoderase de su corazón como una garra convulsa.

La mano prosiguió el camino por su cuerpo, que temblaba en la oscuridad. Una idea le cruzó la mente durante un segundo: oponer resistencia a aquel extraño sin rostro. La ocurrencia se esfumó tan pronto como había venido. La oscuridad era demasiado imponente y la mano que la acariciaba le penetraba la piel, los nervios, el alma. Su única opción era someterse, lo sabía con una horrenda certeza.