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– Pues, verá, resulta que hemos encontrado a su hija -Patrik se aclaró la garganta antes de repetir sus palabras-. Hemos encontrado a su hija y podemos confirmar que fue asesinada.

Albert no hacía más que asentir, imbuido de una gran paz de espíritu. Mona podría por fin descansar en paz y él tendría una tumba a la que acudir. La enterraría junto a Linnea.

– ¿Dónde la han encontrado?

– En Kungsklyftan.

– ¿En Kungsklyftan? -Albert frunció el entrecejo-. Pero si estaba allí, ¿cómo es que no dieron antes con ella? Si es un lugar muy transitado…

Patrik Hedström le habló de la turista alemana asesinada y le contó que, seguramente, el otro esqueleto hallado pertenecía a Siv, que creían que, por la noche, alguien había trasladado allí los cuerpos de Mona y de Siv, pero que, en realidad, todos aquellos años habían estado en otro lugar.

Albert no salía ya mucho a la calle y, a diferencia de los demás habitantes de Fjällbacka, no había oído hablar del asesinato de la joven extranjera. La primera sensación que experimentó al oír lo que le había sucedido fue un hachazo en la boca del estómago. En algún lugar, alguien iba a vivir el mismo dolor que él y Linnea habían soportado. En algún lugar existían un padre y una madre que jamás volverían a ver a su hija, y aquello ensombreció la noticia del hallazgo de Mona. En comparación con la familia de la última chica asesinada, él tenía suerte. En su caso, el dolor había ido haciéndose más sordo, menos agudo. A ellos, en cambio, aún les quedaban muchos años para alcanzar ese punto, y su corazón sufría por ellos.

– ¿Se sabe quién lo ha hecho?

– Por desgracia, aún no. Pero haremos cuanto esté en nuestra mano por averiguarlo.

– ¿Saben si es la misma persona?

El policía bajó la vista al suelo.

– No, ni siquiera sabemos eso con seguridad, tal y como están las cosas en estos momentos. Hay ciertas similitudes, es cuanto puedo decirle por ahora.

Patrik miró inquieto al anciano que tenía ante sí.

– ¿Quiere que llame a alguien que venga a hacerle compañía?

El hombre le dedicó una sonrisa amable y paternal.

– No, no hay nadie.

– ¿Quiere que le pregunte al pastor si puede pasarse por aquí?

De nuevo la misma sonrisa candida.

– No, gracias, no necesito al pastor. No se preocupe, he vivido este día una y otra vez con el pensamiento, así que no estoy conmocionado. Sólo quiero sentarme aquí tranquilo con mis plantas, a reflexionar. Estaré bien. Seré viejo, pero también soy duro.

Posó la mano sobre el hombro del policía, como si fuese él quien necesitase consuelo. Y tal vez fuera así.

– Si no tiene nada en contra, me gustaría enseñarle unas fotos de Mona y hablarle un poco de ella. Sólo para que comprenda de verdad cómo era cuando estaba viva.

El joven policía asintió sin dudarlo y Albert fue a buscar sus viejos álbumes. Durante poco más de una hora estuvo mostrándole fotos y hablándole de su hija. Hacía mucho tiempo que no pasaba un rato tan bueno y comprendió que había tardado demasiado en permitirse gozar de sus recuerdos.

Cuando se despedían en la puerta, le puso a Patrik en la mano una fotografía de Mona. Era una instantánea hecha en su quinto cumpleaños, delante de una gran tarta con cinco velas y con una sonrisa de oreja a oreja. Era una niña preciosa y adorable, con el rubio cabello rizado y los ojos ardientes de ganas de vivir. Para él era muy importante que los policías tuviesen presente aquella imagen de su hija cuando se pusiesen a buscar a su asesino.

Una vez que el policía se hubo marchado, volvió a sentarse en la terraza. Cerró los ojos y aspiró el dulce perfume de las flores. Después, se durmió y soñó con un largo y claro túnel al final del cual lo aguardaban, como sombras, Mona y Linnea. Le pareció ver que le hacían señas con la mano.

La puerta del despacho se abrió de golpe con estruendo. Solveig entró como una tromba seguida de Laine, que daba saltitos y hacía aspavientos de impotencia.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de la gran puta!

Él reaccionó de forma instintiva a su lenguaje. Siempre le había resultado de lo más desagradable la gente que mostraba la intensidad de sus sentimientos en su presencia, y no tenía la menor condescendencia con semejante forma de expresarse.

– Pero ¿qué pasa? Solveig, creo que debes calmarte y dejar de hablarme de ese modo.

Demasiado tarde comprendió que ese tono aleccionador, tan natural en él, no haría más que aumentar la indignación de la mujer. Parecía dispuesta a abalanzarse sobre su cuello y, por si acaso, reculó un poco tras la mesa.

– ¡Que me tranquilice! ¿Tú me dices que me tranquilice, soplapollas hipócrita? ¡Cabrón de mierda!

Vio cómo disfrutaba al verlo estremecerse con cada palabra malsonante y, tras ella, Laine palidecía por momentos.

La voz de Solveig bajó ligeramente de tono y resonó con repentina maldad.

– ¿Qué pasa, Gabriel? ¿Por qué me miras tan afligido? A ti solía gustarte que te susurrase porquerías al oído, ¿no te acuerdas, Gabriel, que te ponía cachondo?

Solveig se había acercado a la mesa y se dirigía a él como escupiéndole las palabras.

– No hay motivo alguno para sacar a relucir viejas historias. ¿Tienes algo que decirme o es sólo que estás borracha y desagradable, como de costumbre?

– ¿Si tengo algo que decirte? Puedes jurarlo. He estado en Fjällbacka y ¿sabes qué? Han encontrado a Mona y a Siv.

Gabriel dio un respingo y en su semblante se reflejó la más absoluta sorpresa.

– ¿Han encontrado a las chicas? ¿Dónde?

Solveig se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas sobre la mesa, con la cara a escasos centímetros de Gabriel.

– En Kungsklyftan, junto con el cadáver de una joven alemana que ha sido asesinada. Y creen que se trata del mismo asesino. Así que muérete de vergüenza, Gabriel Hult. Muérete de vergüenza por haber acusado a tu hermano, tu propia sangre. Tu hermano que, pese a que no existía la menor prueba, tuvo que cargar con la culpa a los ojos de la gente. Eso fue lo que acabó con él, que la gente murmurase y lo señalase con el dedo a sus espaldas. Pero claro, tú sabías que la cosa acabaría así, ¿no? Tú sabías que él era débil, que era una persona sensible. No pudo soportar la infamia y se colgó, y no me extrañaría lo más mínimo que tú contases con que lo haría cuando llamaste a la policía. No podías soportar que Ephraim lo prefiriese a él.

Solveig le clavaba el dedo en el pecho con tanta fuerza que lo impulsaba hacia atrás. Tenía la espalda contra el alféizar de la ventana, de modo que ya no podía alejarse de ella ni un centímetro. Estaba acorralado. Intentó indicarle con los ojos a Laine que hiciera algo para remediar aquella situación tan desagradable, pero, como de costumbre, ella no hacía más que mirar sin hacer nada.

– A mi Johannes siempre lo quiso más todo el mundo, y eso era algo que tú no podías soportar, ¿verdad? -aseguró sin aguardar respuesta alguna a sus afirmaciones, encubiertas bajo la apariencia de preguntas, y prosiguió su monólogo-. Incluso cuando Ephraim lo desheredó, siguió amándolo más a él. Tu padre te dio a ti la finca y el dinero, pero su amor nunca pudiste conseguirlo a pesar de que eras tú quien trabajaba por la casa, mientras que Johannes vivía la vida. Y luego fue y te quitó la novia; eso fue el colmo, ¿a que sí? ¿Fue entonces cuando empezaste a odiarlo, Gabriel? ¿Fue ahí cuando empezaste a aborrecer a tu hermano? Claro que sí; puede que no fuese justo, pero no te daba derecho a hacer lo que hiciste. Destrozaste la vida de Johannes, la mía y la de los niños, por supuesto. ¿Crees que no sé lo que hacen mis chicos? Pues es culpa tuya, Gabriel Hult. Ahora, por fin, la gente comprenderá que Johannes no hizo nada de lo que llevan tantos años murmurando. Y por fin mis hijos y yo podremos volver a andar con la cabeza bien alta.