– Nuestro hijo nació a principios de agosto, en un verano tan caluroso como este.
– Ah, pero ¿tú tienes un hijo, Gösta? Pues no lo sabía.
Martin buscó en su memoria los datos que tenía sobre la familia de su colega. Sabía que su mujer había fallecido hacía un par de años, pero no conseguía recordar nada de que tuviese hijos. Sorprendido, se volvió a mirar a Gösta, que ocupaba el asiento del acompañante, pero su compañero no le devolvió la mirada, sino que se quedó con la vista baja, contemplándose las manos en el regazo. Inconscientemente, se puso a darle vueltas a la alianza de oro que aún llevaba y, como si no hubiese oído la pregunta de Martin, continuó con voz monocorde:
– Majbritt engordó treinta kilos. Se puso grande como una casa. Y también le costaba un mundo moverse con aquel calor. Hacia el final del embarazo, no hacía más que resoplar sentada a la sombra. Yo le llevaba una jarra de agua detrás de otra, pero era como darle de beber a un camello; su sed parecía no tener fin.
De pronto, rompió a reír con una risa extraña, como para sí, llena de cariño, y Martin comprendió que su colega estaba tan sumido en el mundo de los recuerdos que ya no era a él a quien se dirigía. Y prosiguió:
– El pequeño nació perfecto, gordito y precioso. Clavadito a mí, decían todos. Pero luego todo fue tan rápido… -Gösta seguía dándole vueltas a la alianza, cada vez más deprisa-. Yo había ido a verlos a la habitación del hospital el día que, de pronto, dejó de respirar. Se armó un escándalo tremendo. La gente entraba y salía corriendo de todas partes y se llevaron al pequeño. La siguiente vez que lo vimos fue en el ataúd. Fue un entierro muy bonito. Después de aquello, no quisimos intentarlo más. Majbritt y yo no habríamos podido soportarlo, así que tuvimos que conformarnos el uno con el otro.
Gösta se estremeció, como si acabase de despertar de un trance. Miró a Martin con reprobación, como si fuese culpa suya que aquellas palabras hubiesen salido de su boca.
– Es un tema que no volveremos a tocar, claro está. Y tampoco quiero que os dediquéis a traerlo y llevarlo en las pausas del café, por cierto. Hace ya muchos años que pasó y nadie más tiene por qué saberlo.
Martin asintió. Después, no pudo contenerse y le dio a Gösta una palmadita en la espalda. El hombre lanzó un gruñido, pero Martin sintió que, pese a todo, se había establecido entre ellos un leve vínculo en el mismo lugar en que antes sólo había existido la falta de respeto mutuo. Puede que Gösta siguiese sin ser el mejor ejemplar de policía de que pudiese jactarse el Cuerpo, pero eso no significaba que no hubiese vivido sus experiencias y que no estuviese en posesión de conocimientos de los que Martin pudiese aprender.
Cuando llegaron al camping, ambos se sintieron aliviados. Tras una confesión como aquella, sólo podía imponerse un pesado silencio, que era el que había reinado los últimos cinco minutos.
Gösta echó a andar solo, con aspecto abatido y las manos en los bolsillos, para ir llamando de tienda en tienda y hablar con cada uno de los huéspedes del camping. Martin preguntó por la tienda de Liese, que resultó ser tan pequeña como un pañuelo. Estaba encajada entre otras dos tiendas más grandes, con lo que, en comparación, parecía más pequeña aún. En la de la derecha alborotaba una familia con niños pequeños, jugando a gritos, y en la de la izquierda un joven barrigudo, de unos veinticinco años, bebía cerveza sentado a la entrada, bajo un parasol que sobresalía del techo. Al ver que Martin se acercaba a la tienda de Liese, todos lo miraron llenos de curiosidad.
No era cosa de ponerse a dar voces, así que la llamó discretamente desde fuera. Se oyó el ruido de una cremallera al correrse y la rubia cabeza de la joven asomó por la abertura.
Un par de horas después, los dos colegas se marcharon sin haber sacado en claro nada nuevo. Liese no supo contribuir con más de lo que ya le había contado a Patrik en la comisaría, y ninguno de los demás campistas había notado nada digno de mención con respecto a Tanja y Liese.
Aunque Martin había visto algo que le rondaba por la cabeza. Se esforzó febrilmente en buscar entre las impresiones sensoriales recibidas en el camping, pero seguía sin aclararse. Había visto algo que debería haber registrado. Conducía irritado, tamborileando con los dedos en el volante, hasta que se vio obligado a abandonar el boceto de idea almacenado en su traicionera memoria.
Regresaron en el más absoluto silencio.
Patrik esperaba llegar a viejo como Albert Thernblad. No tan solo, claro está, pero con su elegancia. Albert no se había abandonado después de la muerte de su esposa, como sucedía con tantos otros hombres de edad al quedarse viudos. Al contrario, iba bien vestido, con camisa y chaleco, y llevaba el cabello y la barba muy cuidados. Pese a la dificultad que tenía para caminar, se movía con dignidad, con la cabeza alta y, a juzgar por lo poco que Patrik vio de su casa, parecía tenerla limpia y ordenada. Asimismo, le impresionó su modo de recibir la noticia del hallazgo del cadáver de su hija. Era evidente que se había reconciliado con su destino y que vivía lo mejor que podía, dadas las circunstancias.
Las fotografías de Mona que había visto lo conmovieron mucho. Como en tantas otras ocasiones, se dio cuenta de que resultaba muy fácil convertir a las víctimas de asesinato en una cifra estadística o ponerles una etiqueta: «el demandante» o «la víctima». Tanto daba si se trataba de alguien que hubiese sufrido un robo o, como en este caso, una víctima de asesinato. Albert había hecho lo correcto al mostrarle las fotografías. Así, había podido seguir la vida de Mona, desde que nació y se convirtió primero en una pequeña de aspecto saludable, desde que empezó en la escuela hasta que terminó el bachillerato y, finalmente, como la joven alegre y sana que era antes de desaparecer.
Sin embargo, había otra joven sobre la que tenía que averiguar un poco más. Patrik conocía el pueblo lo suficiente como para saber que los rumores ya habían adquirido alas y que, a la velocidad del rayo, volaban de casa en casa. Más valía intentar adelantárseles y pasar por la casa de la madre de Siv Latin para hablar con ella, pese a que aún no habían recibido la confirmación de la identidad de Siv. Por si acaso, había mirado también su dirección antes de salir de la comisaría. Fue un poco más difícil localizarla, puesto que Gun se volvió a casar y había dejado de llamarse Lantin. Tras investigar un poco, supo que en la actualidad se llamaba Struwer y que había una casa de veraneo a nombre de Gun y Lars Struwer en Norra Hamngatan, en Fjällbacka. El nombre Struwer le sonó familiar, pero no logró ubicarlo.
Tuvo suerte, pues encontró un aparcamiento en Planarna, al pie de la pendiente coronada por el Badrestaurangen, y recorrió caminando los últimos cien metros. En verano, el tráfico en Norra Hamngatan se limitaba a un sentido y, sin embargo, en el breve tramo que cubrió a pie, se encontró con tres idiotas que, evidentemente, no eran capaces de leer las señales de tráfico y que, por consiguiente, lo obligaron a pegarse al muro de piedra cuando ellos, a su vez, se encontraron con los coches que venían en sentido contrario. El terreno era, al parecer, tan salvaje que quienes vivían allí se veían obligados a tener un jeep, el tipo de vehículo que más abundaba entre los veraneantes, y Patrik suponía que eran los habitantes del impracticable territorio de Estocolmo quienes venían con ellos.
De buena gana habría sacado la placa para ponerlos al corriente de la legalidad vigente, pero se abstuvo de ello. Si perdía el tiempo en intentar enseñarles a los veraneantes a conducir con normalidad y sensatez, apenas podría dedicarse a nada más.