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– Sí, exacto, ¿dónde está la hija de Siv? -Patrik se inclinó hacia delante al hacer la pregunta, sin ocultar su curiosidad.

Otra vez aquellas lágrimas de cocodrilo.

– Después de la desaparición de Siv, no pude hacerme cargo de ella yo sola. Por supuesto que me habría gustado hacerlo, pero eran tiempos difíciles para mí y cuidar a la pequeña…, en fin, que no era posible. Así que opté por la mejor solución dadas las circunstancias y la mandé a Alemania con su padre. Claro, a él no le sentó nada bien verse con una niña de la noche a la mañana, pero tampoco tenía muchas opciones…; después de todo, era el padre de la criatura, que para eso tenía yo los papeles.

– ¿O sea que ahora vive en Alemania? -El embrión de una idea empezó a gestarse en el cerebro de Patrik. ¿Sería posible que…? No, no lo era.

– No, está muerta.

La asociación de Patrik murió tan pronto como había nacido.

– ¿Muerta?

– Sí, murió en un accidente de tráfico cuando tenía cinco años. El alemán ni siquiera se molestó en llamarme por teléfono; tan sólo recibí una carta en la que me comunicaba que Malin había fallecido. Y tampoco me invitaron al entierro, ¿se lo imagina? ¡Mi propia nieta y no pude ni ir a su entierro! -exclamó con la voz trémula de indignación-. Además, tampoco contestó las cartas que le envié mientras vivía, la niña, digo. ¿No cree que habría sido más que justo que hubiese ayudado un poco a la abuela de su pobre hija, que había perdido a su madre? Después de todo, la pequeña tuvo qué comer y qué ponerse los dos primeros años de vida gracias a mí. ¿No debería haberme compensado por ello?

La actitud de Gun había ido evolucionando hacia la ira que en ella despertaban las injusticias de las que se consideraba víctima, y no se calmó hasta que Lars, con tanta suavidad como firmeza, posó la mano sobre su hombro y se lo presionó expeditivo, animándola a que se controlase.

Patrik se abstuvo de hacer ningún comentario. Sabía que Gun Struwer no habría apreciado lo más mínimo su parecer. ¿Por qué, en nombre del cielo, tendría que mandarle a ella dinero el padre de la criatura? ¿Acaso no veía lo absurdo de su exigencia? Era evidente que no, pues en sus bronceadas y ajadas mejillas se perfilaban claramente dos flores rojas de indignación pese a que su nieta llevaba muerta más de veinte años.

Hizo un último intento por averiguar algún otro dato personal de Siv.

– ¿Tiene, por casualidad, alguna fotografía?

– No creo, la verdad es que no le hice muchas fotos, aunque, bueno, alguna podré desempolvar.

La mujer se levantó y dejó solos en la sala de estar a Patrik y a Lars. Ambos guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Lars tomó la palabra, eso sí, en voz baja, para que Gun no lo oyese.

– No es tan fría como parece. Gun tiene muchas facetas positivas.

«¡Eso es, di que sí!», se dijo Patrik. Aquello era lo que él llamaría la apología de un loco. Pero, claro, Lars hacía sin duda lo posible por justificar su elección de esposa. Patrik calculó que él era unos veinte años mayor que Gun y la suposición de que en tal elección había intervenido la guía de un miembro de su cuerpo distinto de la cabeza quedaba bastante clara. Aunque, por otro lado, Patrik se vio obligado a admitir que tal vez su profesión lo hubiese vuelto un tanto cínico, que tal vez hubiese entre ellos amor verdadero; ¡qué sabía él!

Gun regresó a la sala de estar, aunque no con gruesos álbumes de fotos, como Albert Thernblad, sino con una única instantánea en blanco y negro que la mujer, arisca, le plantó a Patrik en la mano. En ella se veía a una Siv que, con rebeldía adolescente, sostenía a su niña en los brazos, pero, a diferencia de las fotos de Mona, no había en su semblante ni rastro de alegría.

– Bueno, ahora tenemos que ponernos a ordenar todo esto. Acabamos de llegar de Provenza, donde vive la hija de Lars.

De la forma en que Gun pronunció la palabra «hija», dedujo Patrik que no era precisamente el cariño lo que las unía. Asimismo se percató de que su presencia no era ya del agrado del matrimonio, por lo que les dio las gracias para despedirse.

– Ah, y gracias también por prestarme la fotografía. Prometo que la devolveré en buen estado.

Gun lo despedía con la mano cuando, de pronto, recordó de nuevo su papel y, con la cara retorcida en un mohín de supuesto dolor, le dijo:

– Por favor, avísenme en cuanto lo sepan con certeza. Me gustaría tanto poder enterrar por fin a mi pequeña Siv…

– Por supuesto, en cuanto sepa algo, volveré.

Capítulo 4

Verano de 1979

Sentía como si hubiesen transcurrido meses, pero sabía que no podía ser tanto. Aun así, cada hora pasada en aquella oscuridad le parecía toda una vida.

Demasiado tiempo para pensar. Demasiado tiempo para sentir cómo el dolor retorcía cada uno de sus nervios. Tiempo para pensar en todo lo que había perdido… lo que iba a perder.

Ahora sabía que no saldría de allí. Nadie podía huir de tal padecimiento. Pese a todo, jamás había sentido unas manos más suaves que las suyas. Nunca la habían acariciado con tanto amor, un amor que la hacía desear su tacto. No el tacto odioso y doloroso que venía después, sino el tacto dulce que lo precedía. Si hubiera experimentado antes un tacto así, todo habría sido distinto, ahora estaba segura. La sensación que experimentaba cuando él recorría su cuerpo con las manos era tan limpia, tan inocente, que alcanzaba incluso ese duro núcleo de su corazón al que nadie había logrado llegar con anterioridad.

En la oscuridad, él lo era todo para ella. No habían pronunciado una sola palabra, pero ella soñaba con cómo sonaría su voz: paternal, cálida… Pero cuando el dolor se hacía presente, lo odiaba. Entonces hubiera podido matarlo… si fuese capaz.

* * *

Robert lo halló en el cobertizo. Se conocían tan bien…, y sabía que Johan solía refugiarse allí cuando tenía alguna cavilación. Al ver que la casa estaba desierta, fue derecho allí, donde, en efecto, encontró a su hermano en cuclillas en el suelo, abrazado a sus rodillas.

Eran tan distintos que, en ocasiones, a Robert le resultaba increíble que fuesen hermanos de verdad. Él, por su parte, estaba orgulloso de no haber dedicado un minuto de su vida a meditar sobre ningún asunto, ni siquiera a intentar prever las consecuencias de nada. Él era un hombre de acción, fuese cual fuese el resultado. «El que esté vivo lo verá», ese era su lema; y no había ningún motivo para andar cavilando sobre aquello que uno no podía gobernar. La vida lo engañaba a uno en cualquier caso, de un modo u otro: era, por así decirlo, el orden natural de las cosas.

En cambio, Johan era demasiado profundo para procurarse lo mejor para sí mismo. En algún momento aislado de clarividencia había sentido Robert un punto de arrepentimiento por haber guiado a su hermano por el mal camino, pero, por otro lado, tal vez fuese mejor así. De lo contrario, Johan habría sido víctima de la mayor de las decepciones. Los dos eran hijos de Johannes Hult y era como si pesase una maldición sobre toda esa rama de la familia. No existía la menor posibilidad de que ninguno de ellos triunfase en empresa alguna, así que ¿para qué intentarlo siquiera?

No lo reconocería ni bajo tortura, pero amaba a su hermano más que a nadie en el mundo y sintió un pinchazo en el corazón al ver su silueta en la semipenumbra del cobertizo. El joven parecía hallarse sumido en su pensamiento, a miles de kilómetros de allí, y su persona irradiaba la melancolía que Robert entreveía de vez en cuando. Era como si una nube de pesar se cerniese sobre el estado de ánimo de Johan y lo obligase a buscar el abrigo de un lugar oscuro y lóbrego durante semanas. No lo había visto así en todo el verano, pero en cuanto cruzó la puerta experimentó la sensación física de que estaba de ese modo.