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– ¡Qué bien! En ese caso, no tengo que preocuparme por vosotros.

– No, ni un ápice.

– ¿Quieres que intente quedarme en casa mañana? Tal vez pueda trabajar un poco desde aquí y, además, estoy cerca.

– Eres un encanto, pero estoy bien, de verdad. Creo que es más importante que emplees tus fuerzas en encontrar al asesino antes de que se enfríen las pistas. Ya llegará el momento en que te exija que no te alejes de mí más de un metro. -Acompañó sus palabras de una sonrisa y le dio una palmadita en la mano antes de proseguir-: Además, me temo que se está suscitando una especie de histeria general. Hoy me han llamado varias personas para sonsacarme cuánto sabéis; naturalmente, yo no digo nada, aunque lo supiera, que no es el caso. -Aquí tuvo que detenerse a recobrar el aliento-. Y, al parecer, la oficina de información ha recibido un montón de anulaciones de reservas de gente que no se atreve a venir, y gran parte de los veleros se ha marchado en busca de otros puertos. Así que, aunque la industria turística local no ha empezado a presionaros aún, ya podéis prepararos para la que vendrá.

Patrik asintió, pues ya se temía él que aquello ocurriría. La histeria se propagaría e iría en aumento hasta que lograsen meter a alguien entre rejas. Para un pueblo como el de Fjällbacka, que vivía del turismo, aquello era una catástrofe. Recordaba un verano de hacía un par de años, en el que un psicópata llegó a consumar cuatro violaciones en el mes de julio, antes de que consiguieran atraparlo. Los comerciantes de la zona lo pasaron fatal esas semanas, pues los turistas optaron por irse a alguno de los pueblos cercanos, como Grebbestad o Strömstad. Con un asesinato, la situación sería aún peor. Por suerte, la responsabilidad sobre ese tipo de cuestiones era cosa del comisario jefe y Patrik le cedía de mil amores a Mellberg las eventuales entrevistas.

Se frotó con los dedos la base de la nariz. Notaba que se iba avecinando un fuerte dolor de cabeza. Estaba a punto de tomarse un analgésico cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que no había comido en todo el día. Por lo general, la comida era uno de los vicios que se permitía en la vida, como testimoniaba una incipiente flacidez en torno a la cintura y, de hecho, era incapaz de recordar cuándo había sido la última vez que se saltó una comida. Estaba demasiado cansado para ponerse a cocinar algo, así que se preparó dos bocadillos de queso y caviar, que fue mojando en el chocolate caliente. Erica lo miró con repulsión, como siempre que contemplaba aquellas combinaciones que, en su opinión, resultaban repugnantes desde un punto de vista gastronómico; en cambio, para Patrik, eran un manjar de dioses. Después de los dos bocadillos, el dolor de cabeza no era más que un recuerdo y sintió que recobraba la energía.

– Oye, ¿por qué no invitamos a Dan y a su chica este fin de semana? Podemos hacer algo a la parrilla.

Erica arrugó la nariz, pues la idea no parecía entusiasmarle.

– Venga, no le has dado a Maria ni una oportunidad. ¿Cuántas veces la has visto? ¿Dos?

– Sí, sí, ya lo sé. Pero es que sólo tiene… -se esforzaba por encontrar la palabra adecuada-… veintiuno.

– Ya, pero eso no es culpa suya. Ser joven, vamos. Claro que a veces parece un poco tonta, pero, quién sabe, puede que sólo sea timidez. Y, al menos por Dan, creo que valdría la pena esforzarse un poco. Quiero decir que, después de todo, es su elección. Después de separarse de Pernilla, no tiene nada de extraño que haya conocido a otra mujer.

– Vaya, pues sí que te has vuelto tú tolerante -dijo Erica un tanto arisca, aunque no podía por menos de reconocer que Patrik tenía parte de razón-. ¿Cómo es que estás tan generoso?

– Yo siempre soy generoso cuando se trata de chicas de veintiún años, porque tienen unas cualidades espléndidas…

– ¿Ah, sí? ¿Cuáles? -preguntó Erica enojada, hasta que comprendió que Patrik estaba tomándole el pelo-. ¡Bah! ¡Venga ya! Sí, creo que tienes razón. Vamos a invitar a Dan y a su quinceañera.

– ¡Oye!

– Vale, vale, a Dan y a Maria. Seguro que lo pasaremos bien. Puedo sacar la casita de muñecas de Emma y así tendrá algo que hacer mientras cenamos los mayores.

– Erica…

– Vale, ya lo dejo, pero es que no puedo evitarlo. Es como una especie de tic.

– ¡Qué mala eres! Ven aquí y dame un abrazo, en lugar de andar maquinando crueldades.

Ella le tomó la palabra y acabaron los dos acurrucados en el sofá. En el caso de Patrik, aquello era lo que le daba fuerzas para enfrentarse al lado oscuro de la humanidad que veía en su trabajo: Erica y la idea de que tal vez él pudiese contribuir, por poco que fuera, a que el mundo resultase más seguro para aquel pequeño que le empujaba con los pies, en la palma de la mano, desde dentro de la tensa piel del vientre de Erica. Al otro lado de la ventana, el viento empezaba a amainar a medida que caía la tarde y el color del cielo pasaba de gris a rosa incandescente. Mañana, pronosticó para sí mismo, volverá a brillar el sol.

Las previsiones de sol que se había hecho Patrik resultaron ciertas. Al día siguiente, parecía que jamás hubiese llovido y, hacia mediodía, el asfalto ardía de nuevo. Martin no paraba de sudar, pese a que llevaba pantalón corto y camiseta, pero lo de transpirar constantemente empezaba a antojársele un estado natural, y recordaba el frescor experimentado el día anterior como si hubiese sido un sueño.

Se sentía un tanto indeciso sobre el modo de seguir adelante con el trabajo. Patrik estaba en el despacho de Mellberg, así que no había tenido tiempo aún de intercambiar opiniones con él. Uno de los problemas que se le planteaban era la información que obtuviesen de Alemania. Los colegas alemanes podían llamar en cualquier momento y temía que se le escapase algo de lo que dijeran a causa de su escaso conocimiento de la lengua. Así que lo mejor sería buscar a alguien que hiciese de intérprete en una conversación a tres bandas. Pero ¿a quién recurrir? Los intérpretes con los que había contado en ocasiones anteriores lo eran de lenguas bálticas, ruso y polaco, por los problemas que habían tenido con los casos de coches robados para ser vendidos en esos países, pero hasta ahora jamás habían precisado asistencia con el alemán. Sacó la guía telefónica y la hojeó un poco al azar, sin saber bien qué buscaba en realidad. Uno de los apartados le inspiró una brillante idea. Teniendo en cuenta la gran cantidad de turistas alemanes que pasaban por Fjällbacka cada año, la oficina de turismo del pueblo tendría sin duda algún empleado que dominase esa lengua. Ansioso por comprobarlo, marcó el número de la oficina, desde donde le respondió una voz clara y dulce de mujer.

– Oficina de turismo de Fjällbacka, buenos días, le habla Pia.

– Hola, soy Martin Molin, de la comisaría de policía de Tanumshede. Verás, quería saber si tenéis a alguien que sea un hacha en alemán.

– Pues… podría ser yo, pero ¿para qué?

La voz de la joven sonaba cada vez más atractiva y Martin tuvo una inspiración.

– ¿Podría ir a verte para hablar del asunto cara a cara? ¿Tienes tiempo?

– Por supuesto. Salgo a comer dentro de media hora. Si te va bien, podríamos encontrarnos en el Café Bryggan, ¿qué te parece?

– Perfecto. Pues nos vemos allí dentro de media hora.

Martin colgó el auricular muy animado. No estaba muy seguro de cuál era la locura que se le había metido en la cabeza, pero la muchacha sonaba tan dulce y agradable por teléfono…

Cuando, media hora más tarde, aparcó el coche delante de Jarnboden y, sorteando turistas, cruzó la plaza de Ingrid Bergman, empezó a replantearse el asunto. Esto no es una cita, intentaba convencerse, es una misión policial…, aunque no podía negar que sería una cruel decepción ver que Pía, la joven de la oficina de turismo, pesaba doscientos kilos y tenía los dientes salidos.