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– No, claro. Yo creo que la gota que colmó el vaso fue que Johannes le quitó la novia a papá.

– ¿Cómo, que papá estaba con Solveig? ¿Con esa vaca lechera?

– Pero ¿tú no has visto fotografías de esa época? Era un verdadero bombón y papá y ella estaban prometidos. Pero un buen día ella le dijo que se había enamorado del tío Johannes y que pensaba casarse con él. Yo creo que aquello hundió a papá por completo. Ya sabes lo poco que le gustan los dramas y el desorden en su vida.

– Sí, esa historia debió de sacarlo de quicio.

Jacob se levantó de la mesa, con la intención de señalar que daba por concluida la charla.

– En fin, ya está bien de secretos de familia. Aunque ahora quizá comprendas por qué la relación entre papá y Solveig está un tanto infectada.

Linda soltó una risita.

– Habría dado cualquier cosa por haber sido una mosca en la pared cuando llegó a echarle la bronca a papá. ¡Menudo circo!

Jacob no pudo por menos de sonreír también.

– Sí, un circo, esa es la palabra. Pero intenta mostrar un lado algo más serio cuando veas a papá, por favor. Me cuesta creer que él le vea la gracia al asunto.

– Sí, sí, sí, me portaré bien.

Metió el plato en el lavavajillas, le dio a Marita las gracias por la comida y subió a su habitación. Era la primera vez en mucho tiempo que ella y Jacob se reían juntos. Su hermano podía ser divertido si se esforzaba un poco, se dijo Linda, sin pensar desde luego en que ella tampoco se había comportado como un encanto en los últimos años.

Tomó el auricular e intentó localizar a Johan. Ante su sorpresa, se dio cuenta de que, de hecho, le preocupaba saber cómo se sentía.

Laine tenía miedo a la oscuridad. Un miedo horrible. Pese a haber pasado en la granja tantas noches sin Gabriel, jamás había conseguido acostumbrarse. Antes, al menos, estaba Linda y, antes aún, también Jacob, pero ahora se sentía totalmente sola. Sabía que Gabriel tenía que viajar mucho, pero aun así no podía evitar sentirse amargada. No era aquella la vida con la que había soñado al casarse con alguien con hacienda y fortuna. Y no porque el dinero en sí fuese tan importante. Era la seguridad lo que la había atraído: la seguridad que halló en la seriedad de Gabriel y la seguridad de tener dinero en el banco. Ella quería llevar una vida distinta por completo a la de su madre.

De niña, había vivido el miedo constante a la cólera que en su padre desataban las borracheras. Durante años tiranizó a toda la familia y convirtió a sus hijos en personas inseguras, sedientas de amor y de ternura. De los tres hermanos, sólo quedaba ella. Tanto su hermano como su hermana habían sucumbido a las tinieblas que llevaban dentro: uno volviéndolas al interior y la otra expulsándolas hacia fuera. Ella era la mediana, ni una cosa ni otra; sólo insegura y débil. No lo bastante fuerte como para despachar su inseguridad hacia dentro ni hacia fuera, sino dejándola en su interior, humeando año tras año.

Y nunca se hacía tan patente como cuando deambulaba sola al atardecer por las habitaciones de la casa. Entonces recordaba con total nitidez el apestoso aliento, los golpes y las caricias clandestinas que la sorprendían de noche.

Cuando se casó con Gabriel, creía de verdad haber encontrado la llave que abriría el oscuro cofre que contenía su pecho. Pero no era una necia. Sabía que ella había sido un premio de consolación, alguien a quien él tomó a falta de la que en verdad quería tener. Pero tanto daba. En cierto sentido, era más fácil así. No había sentimientos capaces de alterar la calma superficie, tan sólo la tediosa previsión reinante en una infinita cadena de días y más días. Eso era lo único que ella creía desear.

Treinta y cinco años después sabía hasta qué punto se había equivocado. Nada era peor que la soledad en pareja, que fue a lo que dijo «sí» aquel día en la iglesia de Fjällbacka. Habían llevado vidas paralelas, habían cuidado la finca y criado a sus hijos y, a falta de otros temas de conversación, hablaban de cosas cotidianas.

Ella era la única que sabía que, en el interior de Gabriel, se ocultaba otro hombre muy distinto al que él mostraba a su entorno. Observándolo a lo largo de los años, lo había estudiado a hurtadillas y, poco a poco, llegó a conocer al hombre en que habría podido convertirse. La sorprendía comprobar la añoranza que ese hombre había despertado en ella. Estaba enterrado tan hondo que creía que ni siquiera él sabía que existía, pero, tras aquella superficie gris y contenida, vivía un hombre lleno de pasiones. Ella veía la ira acumulada, pero estaba convencida de que existía igual cantidad de amor si ella hubiera tenido la capacidad de activarlo…

Ni siquiera cuando Jacob estuvo enfermo lograron acercarse el uno al otro. Aguardaban sentados codo con codo ante lo que creían que era su lecho de muerte, sin poder ofrecerse el menor consuelo. Y con frecuencia experimentaba la sensación de que Gabriel hubiese preferido no tenerla allí, a su lado.

La introversión de Gabriel podía achacarse en gran medida a su padre. Ephraim Hult fue un hombre impresionante, que movía a todo el que lo conocía a decantarse por uno u otro de dos bandos: el de los amigos o el de los enemigos. Nadie quedaba indiferente ante El predicador, pero Laine comprendía lo difícil que debió de ser crecer a la sombra de un hombre como aquel. Sus hijos no habrían podido ser más distintos entre sí. Johannes fue un niño grande a lo largo de su breve existencia, un hedonista que tomaba lo que quería y nunca se quedaba para ver las huellas del caos que iba dejando tras de sí. Gabriel optó por tomar el camino contrario. Ella había sido testigo de hasta qué punto se avergonzaba de su padre y de su hermano Johannes, de su gesticulación ampulosa, de su capacidad para brillar como una hoguera en la noche, en cualquier contexto. Él, en cambio, deseaba desaparecer en un anonimato que le indicase a su entorno lo diferente que era de su padre. Gabriel aspiraba a la respetabilidad, al orden y la justicia más que a ninguna otra cosa. Su niñez y los años que pasó viajando con Ephraim y Johannes eran una época de la que nunca hablaba. Ella sabía bastante al respecto y era consciente de la importancia que su esposo atribuía al hecho de ocultar una porción de su pasado que tan mal rimaba con la imagen que quería exhibir. Que fuese Ephraim quien le salvó la vida a Jacob despertó en Gabriel una serie de sentimientos contradictorios. La alegría de haber vencido la enfermedad se vio empañada por el hecho de que fuese su padre y no él mismo quien apareció como el caballero de la armadura. Él habría dado cualquier cosa por ser el héroe de su hijo.

Un ruido del exterior vino a interrumpir las reflexiones de Laine. Por el rabillo del ojo vio cómo una sombra y después dos cruzaban el jardín a toda prisa. El miedo volvió a apoderarse de ella. Fue a buscar el teléfono inalámbrico y consiguió convertir su temor en pánico antes de encontrarlo en su cargador. Con dedos temblorosos, marcó el número del móvil de Gabriel. Algo golpeó la ventana y ella lanzó un grito. Habían roto los cristales con una piedra que ahora se veía en el suelo, entre fragmentos de vidrio. Otra piedra fue a dar en el cristal que tenía al lado y, entre sollozos, salió a la carrera de la habitación en dirección a la planta alta, donde se encerró en el cuarto de baño mientras, en pleno ataque de nervios, esperaba oír la voz de Gabriel. Le respondió, en cambio, el monótono mensaje del contestador y pudo oír claramente el pánico de su voz chillona cuando le dejó un mensaje incongruente.

Temblando de miedo, se sentó en el suelo, abrazándose las rodillas y atenta a cualquier ruido que proviniese del otro lado de la puerta. Y, aunque no volvió a oír nada, no se atrevió a moverse del lugar.

Cuando llegó el alba, aún seguía allí.

Sonó el teléfono y despertó a Erica. Miró el reloj: eran las diez y media de la mañana. Debía de haberse quedado dormida después de pasar media noche dando vueltas y sudando incómoda en la cama.