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– ¿Hola? -respondió con voz somnolienta.

– Hola, Erica, perdona que te haya despertado.

– Sí, bueno, no pasa nada, Anna. No tendría que estar en la cama a estas horas del día.

– Que sí, mujer, tú aprovecha para dormir todo lo que puedas. Después no podrás hacerlo en mucho tiempo. Bueno, ¿cómo estás?

Erica no desaprovechó la oportunidad de quejarse de todas las molestias del embarazo con su hermana, la cual, después de haber tenido dos hijos, sabía perfectamente de qué hablaba Erica.

– Pobre… El único consuelo es que sabemos que, tarde o temprano, pasará. ¿Y qué tal con Patrik en casa todo el día? ¿No os sacáis de quicio el uno al otro? Yo recuerdo que, las últimas semanas, lo único que quería era que me dejaran en paz.

– Sí, he de reconocer que yo casi me subía por las paredes, así que no protesté demasiado cuando lo llamaron de refuerzo para un caso de asesinato.

– ¿Un caso de asesinato? ¿Qué ha pasado?

Erica le refirió lo que sabía de la joven alemana asesinada y de las dos desaparecidas cuyos esqueletos habían salido a la luz.

– ¡Qué barbaridad, es horrible! -se oyó un carraspeo.

– ¿Dónde estáis? ¿Pasándolo bien en el barco?

– Sí, es estupendo. A Emma y a Adrian les encanta y, si es por Gustav, no tardarán en convertirse en auténticos navegantes.

– Sí, eso, Gustav. ¿Qué tal va eso? ¿Está maduro para ser presentado en familia?

– Pues precisamente por eso llamaba. Estamos en Stromstad y pensaba que podríamos navegar hacia el sur. Si no te sientes con fuerzas, dímelo, pero pensábamos parar en Fjällbacka mañana para saludaros. Nos quedamos a dormir en el barco, así que no molestaremos. Y si ves que es demasiado, me lo dices. Claro que me encantaría verte la barriga…

– Por supuesto que podéis venir. De todos modos, Dan y su chica vienen mañana de barbacoa, así que poner más hamburguesas en la parrilla no es ningún problema

– ¡Ah, qué bien! Entonces, por fin podré conocer a «la carne de cordero».

– Oye, que Patrik ya me ha leído la cartilla y me ha dicho que tengo que portarme bien, así que ahora no empieces tú.

– Ya, claro, pero eso requiere una preparación extra. Tendremos que comprobar cuál es la música que mola entre la peña, qué ropa está guay y si aún se lleva el brillo de labios de sabores. A ver, lo hacemos así. Tú te encargas de echarle un ojo a MTV y yo me compro un ejemplar de Vecko-Revyn y me lo empollo. ¿Tú crees que daremos con un ejemplar de la revista Starlet? En ese caso, no sería mala idea.

Erica se sujetaba la barriga entre carcajadas.

– Calla ya, que me voy a morir de risa. Venga, compórtate… Y no hay que tentar la suerte, ya sabes. Todavía no conocemos a Gustav y, por lo que sabemos hasta ahora, podría ser un auténtico engendro.

– Pues no sé, engendro no es la palabra que yo elegiría para describir a Gustav.

Erica oyó enseguida que a Anna le había molestado su broma ¿Cómo podía ser tan sensible?

– La verdad es que me considero afortunada por que un hombre como Gustav se haya fijado en mí siquiera, una mujer sola con dos hijos pequeños y todo lo demás. Sobre todo teniendo en cuenta que puede elegir y arrasar entre la mejor selección de jovencitas de la nobleza y, aun así, me ha elegido a mí, y pienso que eso dice mucho de él. Yo soy la primera novia que tiene que no pertenece a la nobleza, así que pienso que he tenido mucha suerte.

Erica opinaba, como su hermana, que su elección decía mucho de Gustav, pero no en el mismo sentido. Anna nunca había tenido buen criterio en cuestión de hombres y el modo en que hablaba de Gustav le resultaba un tanto preocupante. Pero decidió no prejuzgarlo, con la esperanza de que sus sospechas se viesen defraudadas en cuanto lo conociese.

Apartó esos pensamientos y le preguntó animada:

– ¿Cuándo llegáis?

– A eso de las cuatro. ¿Te viene bien?

– Sí, perfecto.

– Bueno, pues nos vemos entonces. Un beso, hasta luego.

Erica colgó el auricular con cierto desasosiego. Había algo en el tono forzado de su hermana que la incitaba a preguntarse hasta qué punto la relación con el fantástico Gustav af Klint sería, en el fondo, positiva para Anna.

¡Se alegró tanto de que se separase de Lucas Maxwell, el padre de los niños! Después de aquello, Anna había empezado incluso a cumplir su sueño de estudiar arte y antigüedades, y había tenido la gran suerte de conseguir un trabajo de media jornada en la Dirección Nacional de Subastas, en Estocolmo. Allí fue donde conoció a Gustav. Procedía de una de las familias de sangre más azul de toda Suecia y se dedicaba a administrar la hacienda de la familia en Hälsingland que, en tiempos pretéritos, le había concedido a sus ancestros el mismísimo Gusav Vasa. Su familia se codeaba con la familia real y, si a su padre le surgía un imprevisto, era él mismo quien acudía a la cacería anual del rey. Todo aquello se lo había contado apasionadamente Anna a Erica, la cual había visto a demasiados golfos de clase alta por Stureplan como para no sentirse preocupada. Claro que aún no conocía a Gustav y quizá fuese muy distinto de los demás ricos herederos que, protegidos por su muro de títulos y dinero, se tomaban la libertad de comportarse como cerdos en lugares como el Riche o el Spy Bar. En el peor de los casos, ya lo comprobaría al día siguiente. Cruzó los dedos deseando equivocarse y con la esperanza de que Gustav fuese de otra pasta muy distinta. Para ella, nadie merecía más que Anna un poco de felicidad y de estabilidad.

Puso el ventilador y empezó a pensar en cómo invertiría las horas del día. Su matrona le había explicado que la oxitocina, hormona que se segrega tanto más cuanto más próximo está el parto, exacerba en las embarazadas el deseo de ponerse a ordenarlo todo. Ahí estaba la explicación de que, en las últimas semanas, Erica se hubiese dedicado a clarificar, numerar y catalogar como una maniática todo lo que había en la casa como si le fuera la vida en ello. Tenía la idea fija de que todo debía estar en perfecto orden antes de que naciese el bebé, y ya empezaba a encontrarse en un estadio en el que no le quedaba mucho más que ordenar. Había limpiado los armarios, la habitación del pequeño estaba lista, los cajones de los cubiertos, relucientes… Lo único que le faltaba por despejar eran los trastos del sótano. Dicho y hecho. Se levantó resoplando, pero con resolución y se llevó el ventilador bajo el brazo. Más valía que se diese prisa, antes de que llegara Patrik y la sorprendiera trabajando.

Se había tomado una pausa de cinco minutos y estaba sentado al sol, comiéndose un helado a la puerta de la comisaría, cuando Gösta asomó la cabeza por una de las ventanas abiertas.

– Patrik, hay una llamada que creo que debes atender.

Le dio un lametón al resto del Magnum antes de entrar. Tomó el auricular de la mesa de Gösta y se sorprendió un poco al oír quién llamaba. Tras una breve conversación durante la que fue escribiendo hábilmente una serie de notas, colgó y le dijo a Gösta, que lo miraba desde su silla;

– Ya lo has oído, alguien ha roto los cristales de las ventanas en casa de Gabriel Hult. ¿Te vienes conmigo a ver qué ha pasado?

Gösta mostró cierto asombro al ver que Patrik se lo pedía a él en lugar de a Martin, pero asintió sin más.

Cuando, poco después, recorrían en coche el paseo, no pudieron por menos de suspirar llenos de envidia. La residencia de Gabriel Hult era, en verdad, magnífica. Relucía como una perla blanca en medio de todo aquel verdor, y los juncos que flanqueaban el camino hasta la casa se inclinaban al viento. Patrik pensó que Ephraim Hult debió de ser un hacha predicando para que le regalaran todo aquello por hacerlo.

Incluso el crujido de la gravilla bajo sus pies, mientras se dirigían a la escalera, sonaba más lujoso que de costumbre y Patrik sentía una gran curiosidad por ver el interior de la casa.