Fue el propio Gabriel Hult quien abrió la puerta, y tanto Patrik como Gösta se limpiaron bien los zapatos en la alfombra antes de entrar en el vestíbulo.
– Gracias por venir tan rápido. Mi esposa está muy nerviosa. Yo he pasado la noche fuera por negocios, así que ella estaba sola ayer, cuando esto sucedió.
Mientras hablaba, les mostró el camino hasta una sala de estar espaciosa y muy bien decorada, con las ventanas muy altas por las que se filtraba un raudal de luz. En el sofá, de color blanco, había sentada una mujer con la angustia pintada en el rostro, que se levantó para saludarlos en cuanto los vio entrar.
– Laine Hult -se presentó-. Gracias por acudir tan pronto.
Volvió a sentarse y Gabriel les indicó con un gesto el sofá de enfrente para que se acomodasen en él. Los dos policías se sentían un tanto fuera de lugar. Ninguno de los dos había pensado en vestirse bien para ir al trabajo y los dos llevaban pantalón corto. Por lo menos Patrik lucía una camiseta que estaba bastante bien, pero Gösta se había puesto una anticuada camisa de manga corta, de material sintético y con un estampado en color verde menta. El contraste resultaba mayor aún en comparación con Laine, que vestía un conjunto de lino de color crudo y con Gabriel, que iba enfundado en un traje en toda regla. «Debe de estar sudando», se dijo Patrik, pensando que ojalá Gabriel no tuviese que vestirse así todos los días del caluroso verano. Claro que resultaba difícil imaginárselo con una indumentaria más informal y ni siquiera parecía tener calor con el traje azul marino, mientras que Patrik sudaba por las axilas ante la sola idea de ponerse algo parecido en esa época del año.
– Su marido nos refirió por teléfono y brevemente lo sucedido, pero quizá usted pueda ofrecernos más detalles.
Patrik sonrió para tranquilizarla, al tiempo que sacaba su pequeño bloc de notas y un bolígrafo. Y aguardó.
– Pues ayer estaba yo sola en casa. Gabriel viaja con frecuencia, así que no son pocas las noches que paso sin compañía.
Patrik no pudo por menos de oír la tristeza que resonaba en su voz al decir aquellas palabras y se preguntó si Gabriel Hult también la habría percibido. La mujer continuó:
– Ya sé que es una tontería, pero yo le tengo mucho miedo a la oscuridad, así que, cuando estoy sola, procuro moverme entre dos habitaciones solamente: mi dormitorio y la sala de la televisión, que está justo al lado.
Patrik anotó que había dicho «mi» dormitorio y no pudo evitar reflexionar sobre lo triste que era que dos personas que estaban casadas no durmiesen siquiera en la misma habitación. A Erica y a él nunca llegaría a pasarles algo así.
– Estaba a punto de llamar a Gabriel cuando vi algo que se movía al otro lado de las ventanas. Un segundo después, un objeto se acercó volando y atravesó el cristal de una de ellas, a la izquierda de donde yo me encontraba. Acababa de comprobar que se trataba de una piedra enorme, cuando arrojaron otra, que quebró el cristal de la ventana contigua. Después no oí más que el ruido de alguien que echaba a correr y vi dos sombras que se esfumaron en dirección al lindero del bosque.
Patrik anotaba frases sueltas. Gösta no había pronunciado una sola palabra desde que llegaron, salvo su nombre cuando saludó a Gabriel y a Laine. Patrik lo miró inquisitivo para ver si quería que le aclarasen algo sobre el incidente, pero su colega seguía mudo, escrutando minuciosamente las cutículas de sus uñas. «Igual podría haberme traído una momia», se dijo Patrik.
– ¿Tienen idea de cuál pudo ser el móvil?
La rauda respuesta de Gabriel pareció interrumpir a Laine, que había abierto la boca para decir algo.
– No, ninguna, salvo la repetida envidia habitual. A la gente siempre le ha molestado que sea nuestra familia la que tenga esta finca y, a lo largo de los años, hemos sufrido bastantes ataques de borrachos y gente así. Esto habrá sido una inocente gamberrada de muchachos, y en eso se habría quedado si mi esposa no hubiese insistido en que la policía debía tener conocimiento de ello.
Le dedicó una mirada displicente a Laine que, por primera vez durante la conversación, dio muestras de tener algo de sangre en las venas e, indignada, se la devolvió.
Ese acto de rebelión pareció encender en ella una chispa, pues, sin mirar siquiera a su esposo, le dijo a Patrik con total tranquilidad:
– En mi opinión, deberían mantener una conversación con Robert y Johan Hult, los sobrinos de mi marido, y preguntarles dónde estuvieron ayer noche.
– Laine, eso es totalmente innecesario.
– Tú no estabas aquí, así que no sabes lo horrible que es que te lancen dos piedras por la ventana y que caigan a un metro de ti. Podían haberme dado. ¡Y sabes tan bien como yo que fueron esos dos idiotas!
– ¡Laine! Habíamos acordado que… -se dirigió a ella con la cara y las mandíbulas en tensión.
– ¡Tú lo acordaste! -Sin prestarle más atención, se volvió a Patrik, envalentonada por su inusual alarde de valor-: Ya digo que no los vi, pero podría jurar que eran Johan y Robert. Su madre, Solveig, estuvo aquí horas antes, el mismo día, y se condujo de un modo muy desagradable. Además, esos dos muchachos son dos manzanas podridas, así que… Bueno, ya lo saben ustedes porque han tenido más de un asunto con ellos.
La mujer gesticulaba mirando a Patrik y a Gösta, que no pudo más que asentir. Era cierto que, con regularidad alarmante, habían tenido que vérselas con los celebérrimos hermanos Hult desde que no eran más que unos adolescentes con acné.
Laine se volvió con mirada retadora hacia Gabriel, como para comprobar si se atrevía a contradecirla, pero él se encogió de hombros resignado, en un gesto que indicaba que se lavaba las manos.
– ¿Cuál fue la causa de la disputa con la madre de los muchachos? -quiso saber Patrik.
– No es que esa mujer necesite muchos motivos para buscar pelea, siempre nos ha odiado, pero lo que la hizo perder los papeles ayer fue la noticia de que la policía había encontrado los esqueletos de aquellas dos muchachas en Kungsklyftan. Con su limitada inteligencia, creyó que eso probaba que Johannes, su marido, había sido acusado a pesar de ser inocente y culpaba de ello a Gabriel.
Su indignación iba en aumento y hablaba señalando con la mano a su marido, cuya mente, por otro lado, parecía haberse abstraído ya de la conversación.
– Sí, bueno. El caso es que yo estuve revisando los archivos relativos a la desaparición de las chicas y leí en ellos que usted denunció a su hermano ante la policía como sospechoso. ¿Podría decirme algo más al respecto?
El rostro de Gabriel se contrajo de forma apenas perceptible, una mínima evidencia de que la pregunta lo incomodaba, pero su voz se oyó sosegada cuando contestó:
– De eso hace muchos, muchos años. Pero si lo que quiere saber es si mantengo que vi a mi hermano en compañía de Siv Lantin, la respuesta es sí. Yo volvía en coche del hospital de Uddevalla, de ver a mi hijo, que estaba enfermo de leucemia. Por el camino hacia Bräcke, me crucé con el coche de mi hermano. Pensé que era un tanto extraño que anduviese fuera de casa a aquellas horas de la noche, así que me fijé y, entonces, vi a la chica en el asiento del acompañante, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermano. Parecía estar dormida.
– ¿Cómo sabía que era Siv Lantin?
– No lo sabía. Pero, en cuanto vi la fotografía en el periódico, la reconocí enseguida. Sin embargo, me gustaría señalar que yo nunca dije que mi hermano las hubiese matado ni lo acusé de asesino, que es la versión que le gusta dar a la gente del pueblo. Lo único que hice fue dar cuenta de que lo vi con la joven, porque consideré que era mi deber de ciudadano. No tuvo nada que ver con el supuesto conflicto que existiese entre nosotros ni fue por venganza, como han afirmado algunos. Conté lo que vi y dejé la interpretación e investigación de mi testimonio a la policía. Es evidente que nunca encontraron la menor prueba contra Johannes, de modo que la discusión es, a mi entender, absurda.