– Pero ¿qué creía usted? -Patrik miraba a Gabriel lleno de curiosidad. Le costaba comprender que alguien fuese tan concienzudo con sus deberes civiles como para comprometer a su propio hermano.
– Yo no creo nada, simplemente me atengo a los hechos.
– Pero conocía a su hermano, ¿no? ¿Cree que habría sido capaz de asesinar?
– Mi hermano y yo no teníamos mucho en común. Éramos tan distintos que a veces me preguntaba si tendríamos los mismos genes. Me pregunta si yo creo que fuese capaz de matar a alguien… -Gabriel se encogió de hombros-. No lo sé, no lo conocía tan bien como para poder responder a esa pregunta. Y, además, a la luz de los últimos acontecimientos, parece superflua, ¿no cree?
Con esas palabras dio a entender que, para él, había terminado la conversación, así que se levantó del sillón. Patrik y Gösta comprendieron el gesto, nada sutil por otro lado, y se despidieron dando las gracias.
– ¿Qué me dices? ¿Nos acercamos a tener una charla con los chicos sobre lo que estuvieron haciendo ayer noche?
Se trataba de una pregunta retórica, pues Patrik ya había puesto rumbo a la casa de Johan y Robert sin aguardar respuesta por parte de Gösta. Lo irritaba la apatía de que su colega había hecho gala durante el interrogatorio. ¿Qué hacía falta para infundir algo de vida en aquel viejo carcamal? Cierto que no le quedaba mucho para la jubilación, pero aún estaba en activo, caramba, y se esperaba de él que cumpliese con su obligación.
– Bueno, dime, ¿qué opinas tú de todo esto? -le preguntó Patrik, a todas luces irritado.
– Que no sé qué opción es peor: o bien tenemos a un asesino que ha matado a tres jóvenes en veinte años y no tenemos ni idea de quién es, o de verdad fue Johannes Hult quien torturó y mató a Siv y a Mona, y ahora hay otro que lo está copiando. En el primer caso, tal vez deberíamos echarle una ojeada a los archivos de prisiones por si hay alguien que haya estado encerrado desde que Siv y Mona desaparecieron, hasta el asesinato de la joven alemana. Eso explicaría el largo lapso transcurrido -Gösta hablaba como para sí y Patrik lo miró asombrado. Al parecer, el viejo no estaba tan sumido en el limbo como él pensaba.
– Pues no debe de ser muy difícil comprobarlo. En Suecia no hay tanta gente que haya estado encerrada durante veinte años. ¿Lo compruebas tú cuando lleguemos a la comisaría?
Gösta asintió y, a partir de ahí, volvió a guardar silencio y se dedicó a mirar por la ventanilla.
La carretera que conducía hasta la vieja cabaña del guardabosques iba empeorando cada vez más, aunque el trayecto que separaba la residencia de Gabriel y Laine de la casa de Solveig y sus hijos era bastante corto. A pesar de todo, teniendo en cuenta el estado de la carretera, el viaje resultaba mucho más largo. El terreno que rodeaba la casa parecía un desguace. En efecto, había allí tres coches destrozados y en distinto grado de descomposición, como si aquel fuese el lugar apropiado para desecharlos, además de otros muchos residuos de diversa índole. Los miembros de aquella familia eran auténticas ratas de almacén y Patrik sospechaba que, si hacían un registro somero, encontrarían también algunos de los objetos robados en las casas de veraneo de la zona. Pero no era ese el motivo que los había llevado allí. Tenían que elegir qué cartas jugar.
Robert salió de un cobertizo donde había estado trasteando con uno de los coches desvencijados. Llevaba un mono mugriento de color gris muy desgastado, tenía las manos cubiertas de grasa y se notaba que se las había pasado por la cara, también llena de manchas grasientas. Se las fue limpiando en un paño mientras se acercaba adonde ellos se encontraban.
– A ver, ¿qué queréis? Si pensáis hacer un registro, quiero ver los papeles antes de que toquéis nada -les habló con familiaridad, y con razón, pues habían tenido muchos encuentros a lo largo de los años.
Patrik alzó las manos para tranquilizarlo.
– Tómatelo con calma. No hemos venido a buscar nada. Sólo queremos hablar.
Robert los miró con suspicacia, pero terminó por asentir.
– Y también queremos hablar con tu hermano. ¿Está en casa?
Robert volvió a asentir, aunque con disgusto, y se volvió gritando hacia la casa:
– Johan, ha venido la poli, quieren hablar con nosotros.
– ¿No podríamos entrar y sentarnos un rato?
Patrik se encaminó a la puerta sin esperar respuesta, con Gösta pisándole los talones. A Robert no le quedó más opción que seguirlos. No se molestó en quitarse el mono ni en lavarse las manos. Y, después de haber hecho allí varias redadas al alba, Patrik sabía que tampoco había razón alguna para que lo hiciese. La suciedad se acumulaba en todos los rincones de aquel lugar. Seguramente, hacía muchos años, la casa donde vivían, aunque pequeña, era un sitio acogedor, pero tras lustros de desidia, todo parecía estar a punto de venirse abajo. Los papeles pintados de las paredes eran de un triste color marrón, con algunos cantos sueltos y un montón de manchas y, además de la mugre, todo parecía estar cubierto de una fina membrana grasienta.
Los dos policías saludaron con un gesto a Solveig, que estaba sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, totalmente inmersa en sus álbumes. El cabello oscuro y greñudo le caía sobre los hombros y cuando, con un ademán nervioso, fue a apartarse el flequillo de los ojos, vieron brillar la grasa de los dedos. En un acto reflejo, Patrik se limpió las manos en el pantalón antes de sentarse con cuidado en el borde de una de las sillas. Johan salió de una de las habitaciones contiguas y fue a acomodarse a regañadientes al lado de su hermano, en el sofá de la cocina. Al verlos allí sentados, uno junto al otro, Patrik comprobó lo mucho que se parecían. La antigua belleza de Solveig pervivía como un eco en los rostros de sus hijos. Según había oído, Johannes también había sido un hombre apuesto y, si sus hijos llegaban a enmendarse, tampoco estarían nada mal. Por ahora, empañaba sus personas un halo de veleidad que inspiraba una sensación un tanto escurridiza; de falta de honradez, diría Patrik, si es que un rostro podía ser deshonesto: ese sería el modo de describirlo, por lo menos en relación al de Robert. Con respecto a Johan, Patrik aún tenía cierta esperanza. En las ocasiones en que se había visto con él, siempre por cuestiones de trabajo, el hermano menor le había causado la impresión de ser menos recalcitrante. A veces había creído intuir en él una especie de ambivalencia, como si vacilara sobre el camino que había elegido en su vida, como si sólo estuviese siguiendo la estela de Robert. Lástima que éste ejerciese sobre él tal influencia, de lo contrario Johan habría podido llevar una vida muy distinta. Pero así estaban las cosas.
– ¿Qué demonios pasa? -preguntó Johan, tan visiblemente molesto como su hermano.
– Pues queríamos saber qué estuvisteis haciendo anoche. No iríais, por casualidad, a la casa de vuestros tíos para divertiros un poco tirando piedras a sus ventanas, ¿verdad?
Los dos hermanos cruzaron una fugaz mirada cómplice que enseguida quedó oculta bajo una máscara del más absoluto desconocimiento al respecto.
– No, ¿por qué íbamos a hacer algo así? Ayer estuvimos aquí todo el día, ¿no es cierto, mamá?
Ambos miraron a su madre, que asintió sin decir nada. Había cerrado los álbumes por un momento y escuchaba atenta la conversación entre sus hijos y la policía.
– Sí, aquí estuvieron los dos. Estuvimos viendo la tele juntos. Una agradable velada familiar.
La mujer ni siquiera se molestó en disimular la ironía.
– ¿Y no salieron ni un rato? ¿Sobre las diez más o menos?
– No, no salieron ni un minuto. Ni siquiera fueron al lavabo, que yo recuerde. -Solveig persistía en el tono burlón y sus hijos no pudieron contener la risa-. Vaya, así que alguien les destrozó unas ventanas ayer. Estarían todos muertos de miedo, ¿no? -La risa se convirtió en una expresión de auténtica burla.