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Subieron a tierra en una pequeña cala recoleta, sobre cuyas lisas rocas extendieron las toallas. Aquello era algo que echaba de menos cuando vivía en Estocolmo. El archipiélago era allí muy distinto, con todo ese bosque, y, en cierto modo, le resultaba más bien excesivo, avasallador. «Un archipiélago abigarrado» solían llamarlo los habitantes de la costa oeste con un deje de desprecio. El de allí resultaba limpio en su sencillez: el granito rosa y gris reflejaba el resplandor de las aguas y se oponía con sobrecogedora belleza al limpio cielo sin nubes; las florecillas que crecían en las grietas de las rocas eran la única flora y, en aquel ambiente tan sobrio, la hermosura de las islas se realzaba sin reservas. Erica cerró los ojos y sintió cómo iba cayendo en una dulce somnolencia, al arrullo del sonido refrescante del agua y del discreto vaivén del bote allí varado.

Cuando Patrik la despertó dulcemente, no sabía, dónde se encontraba. La intensa luz del sol la cegó unos segundos, al abrir los ojos, y Patrik no era más que una oscura sombra que, poco a poco, fue perfilándose ante su vista. Cuando se orientó, se dio cuenta de que llevaba casi dos horas durmiendo y que tenía unas ganas enormes de comer algo de lo que habían preparado para la excursión.

Se sirvieron el café del termo en dos grandes tazones y lo acompañaron de unos bollos de canela. En ningún lugar sabía tan bien una merienda como en una isla y ambos disfrutaron a lo grande. Erica no pudo contenerse y sacó a relucir el tema prohibido entre ellos.

– Dime, ¿qué tal va el caso?

– Más o menos. Un paso adelante, dos pasos atrás.

Patrik contestó con parquedad. Era evidente que no quería que el mal rollo de su profesión invadiese aquella soleada calma. Pero la curiosidad pudo con ella y no logró dominar sus ganas de averiguar un poco más.

– ¿Os sirvieron los artículos que encontré? ¿Creéis que todo esto tiene algo que ver con la familia Hult? ¿O tal vez fue que Johannes Hult tuvo mala suerte y se vio involucrado?

Patrik lanzó un suspiro con el cuenco entre las manos.

– Ojalá lo supiera. La familia Hult al completo parece un avispero y, la verdad, preferiría no tener que andar hurgando en sus relaciones internas. Pero hay algo en ellos que no acaba de gustarme, no sé si tiene o no que ver con. los asesinatos. Tal vez es sólo la idea de que la policía probablemente contribuyó a que un inocente se quitase la vida lo que me hace conservar la esperanza de que no nos estemos equivocando. El testimonio de Gabriel fue, pese a todo, lo único sensato sobre lo que basarse cuando las dos muchachas desaparecieron. Aunque no podemos centrarnos sólo en ellas, tenemos que trabajar con amplitud de miras. -Patrik hizo una pausa de unos segundos, antes de continuar-: Pero prefiero no hablar de ello. En estos momentos lo que necesito es precisamente desconectar de todo lo relacionado con los asesinatos y pensar en algo muy distinto.

Ella asintió comprensiva.

– Te prometo que no volveré a preguntarte. ¿Quieres otro bollo?

No se lo despreció y, tras un par de horas leyendo al sol en la isla, vieron que era el momento de volver a casa y prepararse para la llegada de sus huéspedes. En el último minuto decidieron invitar también al padre de Patrik y a su mujer, así que, además de los niños, tendrían que proveer de carne a la parrilla a ocho adultos.

Gabriel se ponía nervioso cuando llegaba el fin de semana y se suponía que no debía trabajar, sino relajarse y descansar. El problema era que, si no trabajaba, no sabía qué hacer. El trabajo era su vida. No tenía ninguna afición, ni le gustaba salir con su mujer, y los hijos ya habían volado del nido, aunque el estatus de Linda aún era discutible. En consecuencia, lo que solía hacer era encerrarse en el despacho y zambullirse en sus libros contables. Las cifras eran lo que mejor se le daba en la vida. A diferencia de lo que les ocurría a las personas, tan irracionales y con esa molesta propensión a lo emocional, las cifras seguían unas reglas concretas. Siempre podía confiar en ellas y, en su mundo, se sentía cómodo. No era preciso ser un genio para comprender de dónde procedía ese anhelo suyo por el orden, Gabriel ya lo había achacado hacía tiempo a su caótica niñez. Sin embargo, no creía en la necesidad de ponerle remedio. Funcionaba bien y le había sido de utilidad, de modo que el origen de ese anhelo tenía poca importancia, por no decir ninguna.

Los años que pasó recorriendo caminos con El predicador configuraban una época en la que intentaba no pensar. No obstante, cuando recordaba su niñez, siempre aparecía esa imagen de su padre: un personaje sin rostro, aterrador, que llenaba sus días de gente que gritaba o murmuraba histéricamente; hombres y mujeres que intentaban tocarlo a él y a su hermano Johannes, que los atrapaban con manos como garras con el fin de procurarse alivio para el dolor físico o psíquico que los atormentaba, que creían que él y su hermano tenían la respuesta a sus plegarias, que eran un canal directo de comunicación con Dios.

A Johannes le gustaron aquellos años. Disfrutaba con el protagonismo y se colocaba de buen grado bajo los focos. En alguna ocasión, por la noche, cuando ya se habían acostado, Gabriel lo sorprendió mirándose fascinado las manos, como para ver de dónde procedían en realidad todos aquellos sorprendentes milagros.

Y mientras que Gabriel experimentó una enorme gratitud cuando su don desapareció, Johannes cayó en la desesperación. No estaba dispuesto a reconciliarse con la realidad de ser un niño normal, sin ningún don especial, igual que cualquier otro. Johannes lloró y le rogó al Predicador que le ayudase a recuperar su facultad, pero su padre les explicó sin más que aquella vida se había terminado, que otros tomarían el relevo y que los caminos del Señor eran inescrutables.

Cuando se mudaron a la finca, cerca de Fjällbacka, El predicador se convirtió para Gabriel en Ephraim, no en su padre, y desde el primer momento supo que amaba aquella nueva vida. No porque la relación con su padre se estrechase, ya que Johannes siempre había sido el favorito y así continuaron las cosas, sino porque, por fin, había encontrado un hogar: un lugar en el que quedarse y a partir del cual ordenar su existencia, un horario por el cual guiarse, unos plazos que respetar y una escuela a la que ir. Asimismo, amaba la finca y soñaba con llegar a regentarla él solo un día, según su propio criterio. Sabía que sería mejor administrador que Ephraim y que Johannes, y por las noches rogaba para que su padre no cometiese la tontería de dejarle la finca a su hijo favorito cuando fuesen mayores. A él no le importaba lo más mínimo que el padre le diese a Johannes todo su amor y que le prestase toda su atención, con tal de heredar él la finca.

Y así fue, aunque no como lo había previsto. En efecto, en sus previsiones siempre había contado con la presencia de Johannes. Hasta que murió, no comprendió Gabriel en qué medida necesitaba a su hermano, su desenfado, alguien por quien preocuparse y alguien que lo irritase. Y aun así, no le habría sido posible actuar de otro modo.

Al mismo tiempo, le había rogado a Laine que no dijese nada de sus sospechas de que Johan y Robert hubiesen arrojado las piedras contra sus ventanas. Y él mismo se sorprendió al hacerlo. ¿Acaso había empezado a perder su sentido de la ley y el orden, o sentiría, aunque de forma inconsciente, algún tipo de remordimiento por el destino de la familia? No lo sabía, pero, a toro pasado, se alegraba de que Laine hubiese resuelto llevarle la contraria y contárselo todo a la policía. Claro que su actitud también lo sorprendió. A sus ojos, su esposa era más una muñequita sumisa, caprichosa y pusilánime que una persona con voluntad propia, y el tono mordaz y contestatario y la mirada de rebeldía de su mujer no encajaban con esa imagen. Aquello lo llenó de inquietud. Con todos los sucesos de la semana pasada, empezaba a tener la sensación de que el orden natural de las cosas estaba cambiando. Para un hombre que odiaba los cambios, resultaba una preocupante visión del futuro. Gabriel se refugió en el mundo de las cifras, adentrándose más aún en él.