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– ¿Autoestop? ¿Adónde? ¿Cuándo se puso a hacer autoestop?

– Por eso es culpa mía -Per le hablaba a Patrik con una claridad excesiva, como si estuviese dirigiéndose a un niño pequeño. Continuó-: Empecé a darle el rollo porque estaba harto de que yo sólo le viniese bien cuando esa Melanie no sabía que estaba conmigo, así que la paré cuando pasó por delante de mi caravana para decirle lo que pensaba. No le sentó muy bien, pero no protestó y aguantó el chaparrón. Después me dijo que había perdido el autobús y que tendría que hacer autoestop hasta Fjällbacka, y se marchó.

Per alzó la vista de su rodal pelado y miró a Patrik. El labio inferior le temblaba levemente y Patrik notó que se esforzaba cuanto podía por no caer en la humillación de echarse a llorar allí, delante de todos los campistas.

– Por eso es culpa mía. Si no hubiera empezado a discutir con ella por algo que, bien mirado, es totalmente absurdo, no habría perdido el autobús y no le habría pasado nada. Seguro que se topó con algún psicópata cuando hacía autostop, y todo por mi culpa.

Su voz subió una octava y se quebró en falsete hasta cambiar de tono. Patrik negaba con gesto vehemente.

– No, no es culpa tuya. Y ni siquiera sabemos si le ha ocurrido algo. Eso es lo que intentaremos averiguar. Quién sabe, quizá aparezca cuando menos te lo esperes, quizá haya estado haciendo alguna trastada.

Su tono intentaba infundirle tranquilidad, pero el propio Patrik oyó lo falso que sonaba. Sabía que el temor que se percibía en los ojos del chico también lo expresaban los suyos. A tan sólo cien metros de donde ellos se encontraban, estaba el matrimonio Möller en su caravana, aguardando a su hija. Patrik sintió que se le helaba la boca del estómago, que tal vez Per tuviese razón y estuviesen esperando en vano. Alguien había recogido a Jenny, alguien cuyas intenciones no eran buenas.

Mientras que Jacob y Marita estaban en sus trabajos y los niños en la guardería, Linda esperaba la llegada de Johan. Era la primera vez que iban a verse en la casa de Västergården en lugar de en el pajar, y para Linda era algo muy emocionante. Saber que, pese a la prohibición, se encontrarían en la casa de su hermano, le añadía sal a la cita. Sin embargo, hasta que no vio la expresión de Johan cuando cruzó la puerta, no comprendió que volver a entrar en aquella casa despertaba unos sentimientos bien diferentes en él.

El joven no había estado allí desde que abandonaron la finca, inmediatamente después de la muerte de Johannes. Empezó a recorrerlo todo muy despacio, primero la sala de estar, después la cocina e incluso el baño. Era como si quisiera impregnarse de cada pequeño detalle. Habían cambiado muchas cosas. Jacob había reparado y pintado aquí y allá, y la casa no tenía el aspecto que él recordaba. Linda lo seguía muy de cerca.

– Hacía mucho que no venías a esta casa.

Johan asintió y pasó la mano por la chimenea de la sala de estar.

– Hace más de veinte años. Yo tenía apenas cinco cuando nos mudamos de aquí. Jacob ha hecho muchas reformas.

– Sí, todo tiene que ser tan bonito a su alrededor… Se pasa la vida con el bricolaje. Todo tiene que estar perfecto.

Johan no respondía. Era como si se encontrase en otro mundo. Linda empezó a lamentar haberlo invitado a casa. Lo único que ella pretendía era que pasaran un rato tranquilos en la cama, no un viaje por los tristes recuerdos del pasado de Johan. En realidad, ella prefería no pensar en absoluto en esa parte de Johan, la mitad de su persona obsesionada por sentimientos y experiencias, una parte que no la incluía a ella. Siempre lo había visto embrujado por su persona, casi adorándola, y eso era lo que ella quería de él, no a ese Johan adulto, meditabundo y reflexivo, que ahora se paseaba por la casa.

Linda le tiró del brazo y él se sobresaltó, como si lo hubiesen despertado de un trance.

– ¿Subimos? Mi habitación está arriba, en la buhardilla.

Johan la siguió indolente escaleras arriba. Cruzaron la planta alta, pero, cuando Linda se disponía a subir la escalera que conducía a la buhardilla, se dio cuenta de que Johan se había detenido. Allí estaban antes su dormitorio y el de Robert, y también el de sus padres.

– Espera, ahora mismo voy. Sólo quiero ver una cosa.

No hizo caso de las protestas de Linda, sino que, con mano temblorosa, abrió la primera puerta que había en el descansillo, la de su dormitorio de pequeño. Aún seguía siendo la habitación de un niño, sólo que las ropas y los juguetes que ahora se veían por todas partes eran de William. Se sentó en el borde de la cama y rememoró el aspecto del dormitorio cuando aún era suyo. Tras unos minutos, se levantó y se dirigió a la habitación de su hermano Robert. La halló más cambiada aún que la suya, pues se había, convertido en un dormitorio de niña donde dominaban el rosa, el tul y las lentejuelas. Salió casi enseguida y se encaminó, como atraído por un imán, a la habitación del fondo del rellano. Cuántas noches había recorrido esos metros de puntillas, caminando sobre la alfombra que su madre había puesto allí, hacia la puerta blanca del fondo, para abrirla con cuidado y escurrirse sigiloso en la cama de sus padres. Allí dormía seguro, libre de pesadillas y de monstruos bajo la cama. El prefería dormir pegado, muy pegado a su padre. Comprobó que Jacob y Marita habían conservado el viejo y suntuoso cabecero; aquella era la habitación menos cambiada.

Sintió que las lágrimas le ardían bajo los párpados, y los apretó para impedir que brotaran antes de volverse de espaldas a Linda. Ante ella no quería mostrarse tan débil.

– ¿Has terminado de mirar o qué? Aquí no hay nada que robar, si es eso lo que crees.

Detectó en su tono una maldad que no le había oído antes y una chispa de ira estalló en su interior. La idea de lo que pudo haber sido animó esa chispa y Johan la agarró del brazo con firmeza:

– ¿De qué demonios estás hablando? ¿Crees que estoy mirando qué robar? ¡Estás loca! Para que lo sepas, yo vivía aquí mucho antes de que se mudase tu hermano y, de no haber sido por el cerdo de tu padre, nosotros habríamos seguido viviendo en Västergården, así que cállate la boca.

Por un instante, Linda quedó muda de asombro ante la transformación experimentada por el dulce Johan. Pero se zafó enseguida de su brazo y le espetó:

– Oye, que no es culpa de mi padre que el tuyo se jugase su dinero y lo perdiese. E hiciese lo que hiciese el mío, tampoco es responsable de que el cobarde de tu padre se suicidase. Él decidió abandonaros y no puedes echarle la culpa de eso a mi padre.

Tal era la ira que sentía que su campo de visión se vio empañado por unas extrañas manchas blancas. Cerró los puños. Linda parecía tan delgada y frágil que se preguntó si no podría partirla en dos, pero se obligó a respirar hondo para calmarse. Con una extraña voz ronca, le advirtió:

– Hay muchas cosas de las que quiero y puedo acusar a Gabriel. Tu padre destrozó nuestras vidas por envidia. Mi madre me lo ha contado todo. A mi padre lo quería todo el mundo, en cambio a Gabriel lo consideraban un gruñón inaguantable y eso él no lo soportaba. Mi madre estuvo aquí ayer y le dijo un par de cosas. Lástima que no le diese una paliza también, claro que no se atrevería a tocarlo.

Linda se echó a reír.

– Hubo un tiempo en que sí que le gustó tocarlo, parece ser. Me da un asco que me muero al pensar en mi padre con la mugrienta de tu madre, pero así pasó, parece, hasta que ella comprendió que resultaba más fácil sacarle dinero a tu padre que al mío. Y se fue con él. Ya sabes cómo se llama a ese tipo de mujeres: ¡putas!

Linda, que era casi tan alta como él, le escupió sus palabras con tal desprecio que le salpicó la cara de saliva.

Por miedo a no saber contenerse, Johan retrocedió hacia la escalera. Sentía deseos de rodearle el cuello con las manos y estrangularla para que se callara; sin embargo, salió corriendo.