Robert se levantó con el cigarrillo colgándole de la comisura de los labios y se adelantó a salir del dormitorio. Como de costumbre, Johan lo siguió. Era lo único que podía hacer.
Solveig estaba en la cocina, sentada en su lugar de siempre. Desde que era pequeño, desde que pasó lo de su padre, la había visto allí sentada delante de la ventana trasteando con lo que tenía en la mesa. Recordaba que ella había sido hermosa, pero con los años la grasa se había ido acumulando alrededor de su cuerpo y su rostro.
Se diría que estuviese en trance allí sentada, como si los dedos tuviesen vida propia, moviéndose y acariciando constantemente. Más de veinte años llevaba su madre arreglando aquellos malditos álbumes, clasificando y volviendo a clasificar. Había comprado nuevos álbumes para volver a colocar en ellos las mismas fotografías y recortes de periódico, para que quedara más bonito, mejor. Claro que él no era un imbécil y comprendía que era su modo de mantener vivo un tiempo más feliz, pero algún día tendría que darse cuenta de que ya hacía años que aquello había quedado atrás.
Las fotografías eran de la época en que Solveig era hermosa. El punto culminante de su vida fue el día en que se casó con Johannes Hult, el hijo menor de Ephraim Hult, el célebre pastor de la Iglesia Libre y propietario de la granja más rica de la zona. Johannes era guapo y rico mientras que ella era, ciertamente, pobre, pero también la joven más hermosa que había dado Bohuslan, a decir de todos. Y, si se precisaban más pruebas, bastaban los artículos que ella había conservado de cuando la nombraron reina de la fiesta de la primavera por dos años consecutivos. Esas y otras muchas fotografías suyas en blanco y negro eran las que cuidaba y clasificaba con tanto esmero cada día desde hacía veinte años. Sabía que aquella joven existía allí, en algún lugar, bajo las capas de grasa y, gracias a las instantáneas, podía mantenerla viva, aunque según pasaban los años, iba escapándosele de las manos.
Con una última ojeada por encima del hombro, Johan dejó a su madre donde estaba y fue tras Robert, pisándole los talones. Como él había dicho, tenían negocios que hacer.
Erica estaba pensando si salir a dar un paseo, pero cayó en la cuenta de que quizá, no fuese una idea muy brillante hacerlo justo cuando más alto estaba el sol y más calor hacía. Se había encontrado perfectamente durante todo el embarazo, hasta que estalló la ola de calor. Desde entonces, iba y venía como una ballena sudorosa intentando buscar un lugar fresco. A Patrik, Dios lo bendiga, se le había ocurrido la idea de comprarle un ventilador de mesa; y con él en la mano, como si de un tesoro se tratase, se paseaba ella por toda la casa. El único inconveniente era que funcionaba con electricidad, así que no podía alejarse del enchufe más que lo que le permitía el cable, circunstancia que reducía al mínimo sus opciones.
Pero en la terraza, el enchufe estaba en un lugar perfecto y allí sí podía tumbarse en el sofá con el ventilador delante, apoyado en la mesa. Ninguna posición le resultaba cómoda durante más de cinco minutos, lo que la obligaba a andar moviéndose de un lado a otro para encontrar la más agradable. Había posiciones en las que un piececillo se le encajaba en las costillas, cuando no sentía que algo, probablemente una mano, le golpeaba el costado, y entonces no le quedaba otro remedio que volver a cambiar de postura. En definitiva, para ella era un misterio cómo aguantaría aún más de un mes en esas condiciones.
Patrik y ella llevaban juntos seis meses cuando se quedó embarazada, pero, por raro que pudiera parecer, ninguno de los dos se sintió preocupado por ello. Ambos tenían ya cierta edad, estaban más seguros de lo que querían y no pensaban que hubiese razón para esperar. Ahora, en cambio, ella empezaba a sentir que no las tenía todas consigo, aunque era, desde luego, demasiado tarde. ¿No habrían tenido que compartir un poco más de vida cotidiana antes de embarcarse en aquello? ¿Cómo se enfrentaría su relación a la llegada de un pequeño extraño que exigía toda la atención que, hasta entonces, se habían concedido el uno al otro?
Claro que el enamoramiento ciego y apasionado del principio ya había pasado y ahora tenían una base más realista y terrenal sobre la que asentarse, pues cada uno conocía el lado bueno y el lado malo del otro, pero ¿y si en el oleaje provocado por el bebé no quedaba más que el lado malo? ¿Cuántas veces no había oído las estadísticas de la cantidad de parejas que se iban al garete durante el primer año de vida del primer hijo? En fin, que no merecía la pena calentarse la cabeza con aquello. Lo hecho, hecho estaba y tampoco podía negar que tanto ella como Patrik deseaban la llegada de aquel bebé con toda su alma. Sólo esperaba que su deseo durase lo suficiente como para ayudarles a superar un cambio tan radical.
Cuando sonó el teléfono, dio un respingo. Con gran esfuerzo, se las arregló para levantarse del sofá con la esperanza de que quien llamase tuviera la suficiente paciencia para no colgar antes de que ella respondiese.
– ¿Diga?… Hombre, Conny, hola… Bueno, bien, gracias. Aunque hace demasiado calor para tanto peso… ¿A vernos? Claro…, podéis venir a tomar café… ¿A pasar la noche? Pues… -Erica suspiró para sus adentros-. No, sí, claro que sí. ¿Cuándo venís?… ¡Esta noche! ¡Sí! ¡No! Claro, por supuesto que no hay ningún problema. Os prepararé la habitación de invitados.
Colgó el auricular con gesto cansino. Tener casa en Fjällbacka suponía un gran inconveniente en cuanto llegaba el verano. De pronto, todos los amigos y parientes que no habían dado señales de vida durante los otros diez fríos meses del año empezaban a llamar. En noviembre no les hacía ninguna ilusión ir a verlos, pero en el mes de julio, veían la oportunidad de tener casa gratis con vistas al mar. Erica creía que este verano se iban a librar dado que, transcurrido medio julio, nadie se había manifestado. Y ahora resultaba que la llamaba su primo Conny, que ya había salido de Trollhättan camino de Fjällbacka, con su mujer y sus dos hijos. Sólo se trataba de una noche, así que podría sobrellevarlo. En realidad, a ella nunca le había caído bien ninguno de sus dos primos, pero su educación la imposibilitaba para negarse a recibirlos, aunque era lo que hubiese debido hacer, pues, en su opinión, eran unos gorrones.
En cualquier caso, ella estaba contenta de, junto con Patrik, tener en Fjällbacka una casa en la que poder recibir visitas, invitadas o no. Tras la repentina muerte de sus padres, su cuñado había intentado venderla, pero su hermana Anna había terminado por cansarse de su maltrato físico y psíquico. Se separó de Lucas y, ahora, era copropietaria de la casa junto con Erica. Puesto que Anna se había quedado a vivir en Estocolmo con sus dos hijos, Patrik y Erica pudieron mudarse a vivir juntos en la casa del pueblo y, a cambio, pagaban todos los gastos. Llegado el momento, tendrían que encontrar una solución definitiva a la cuestión de la casa, pero, por ahora, Erica se sentía feliz de conservarla y de poder vivir en ella todo el año.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que tendría que darse un poco de prisa si quería que la casa estuviese presentable para cuando llegasen sus invitados. Se preguntó qué diría Patrik de la invasión, pero enseguida alzó airada la cabeza diciéndose que si era capaz de irse a trabajar y dejarla sola en plenas vacaciones, por qué no iba ella a poder invitar gente a su casa si le apetecía. Así, ya se le había olvidado que, hacía unos minutos, le había parecido una idea estupenda no tenerlo en casa a todas horas.
En efecto, Ernst y Martin ya habían vuelto de su salida de emergencia y Patrik empezaba a ponerlos al corriente del caso. Los llamó a su despacho y ambos se sentaron frente al escritorio. Era inevitable advertir que Ernst estaba furioso, pues ya se había enterado de que Patrik había sido designado para dirigir la investigación, pero Patrik decidió ignorarlo. Era responsabilidad de Mellberg, y él tendría que tragárselo. En el peor de los casos, hasta podría trabajar sin su ayuda si se negaba a colaborar.