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Anna la saludó alegre al verla acercarse y la ayudó a subir al barco. Erica estaba sin resuello cuando, por fin, pudo sentarse a tomarse el gran vaso de refresco que le sirvió su hermana.

– ¿Verdad que se harta una al final?

Erica puso los ojos en blanco, dándole la razón.

– ¿Me lo preguntas? Pero supongo que es así como la naturaleza nos obliga a tener ganas de parir. Si no fuese por este calor tan agobiante… -se secó el sudor de la frente con una servilleta, pero no tardó en sentir cómo se le formaban nuevas gotas de sudor que le rodaban por la sien.

– Pobrecilla -se compadeció Anna con una sonrisa.

Gustav subió del camarote y saludó a Erica con corrección. Su indumentaria era tan impecable como la última vez que se vieron y sus blanquísimos dientes relucían sobre el fondo tostado de su rostro. Se dirigió a Anna y, algo irritado, le advirtió:

– La mesa del desayuno está aún sin recoger. Ya te he dicho que es preciso que mantengas un poco de orden en el barco. Si no, esto no funciona.

– Ah, sí, perdona, ahora mismo lo soluciono.

La sonrisa se borró del rostro de Anna que, bajando la mirada, se apresuró a descender a las regiones inferiores del barco. Gustav se sentó junto a Erica, con una cerveza fría en la mano.

– No es posible vivir en un barco si no se mantiene el orden. En especial si hay niños. De lo contrario, es un lío.

Erica se preguntó por qué no había podido quitar la mesa del desayuno él mismo si tan importante le parecía. Después de todo, no parecía inválido.

El ambiente empezaba a espesarse entre ellos y Erica sintió enseguida que el abismo creado por las diferencias entre sus orígenes y su educación se abría sin remisión. Aun así, se sintió obligada a romper el silencio.

– Un barco precioso.

– Sí, es una verdadera belleza -no cabía en sí de orgullo-. Me lo ha prestado un buen amigo, pero ahora me están dando ganas de comprarme uno.

Un nuevo silencio. Erica se alegró cuando vio que Anna volvía y se sentaba al lado de Gustav. Dejó el vaso que traía en el otro lado. Una arruga de contrariedad se formó entonces en la frente de Gustav.

– ¿Podrías hacerme el favor de no dejar los vasos ahí? Se forman manchas en la madera.

– Lo siento -se excusó ella con un hilo de voz, al tiempo que se apresuraba a retirar el vaso.

– Emma -dijo Gustav, trasladando su atención de la madre a la hija-, ya te he dicho que no puedes jugar con la vela. Aléjate de ahí ahora mismo -la pequeña, de cuatro años, se hizo la sorda y lo ignoró por completo. Gustav estaba a punto de levantarse cuando Anna se le adelantó de un salto.

– Ya voy yo. Seguro que no te ha oído.

La niña empezó a chillar enrabietada al ver que la arrancaban de donde estaba y, cuando Anna la llevó a la mesa donde se encontraban los mayores, estaba visiblemente enfurruñada.

– Eres malo -le dijo a Gustav al tiempo que se preparaba para propinarle un puntapié en la espinilla, gesto que le arrancó a Erica una sonrisa furtiva.

Entonces, Gustav agarró a Emma del brazo y, por primera vez desde que llegaron, Erica vio encenderse una chispa en los ojos de Anna. Le retiró a Gustav la mano y acercó a Emma contra sí.

– No la toques.

Él alzó las manos como para tranquilizarla:

– Perdona, pero tus hijos son unos salvajes. Alguien tiene que enseñarles modales.

– Mis hijos están perfectamente educados, gracias, y de su educación me encargo yo personalmente. Venga, vamos a Ackes a comprar un helado.

Le hizo un gesto a Erica, que se puso más que contenta de poder estar sola un rato con su hermana y sus sobrinos, sin el señor Melindres. Colocaron a Adrian en el carrito y Anna le dio permiso a Emma para ir empujándolo delante de ellas.

– ¿A ti te parece que soy hipersensible? Lo único que hizo fue cogerla del brazo. Quiero decir que sé que lo que pasé con Lucas me ha afectado y me ha convertido en una madre sobreprotectora…

Erica tomó a su hermana del brazo.

– A mí no me parece que seas sobreprotectora en absoluto. Personalmente, pienso que tu hija es una excelente conocedora del género humano y deberías haberla dejado que le diese una buena patada en la espinilla.

El rostro de Anna se ensombreció.

– Pues a mí me parece que exageras un poco. Después de todo, ahora que lo pienso, no era para tanto. Si uno no está acostumbrado a estar con niños, es normal estresarse.

Erica dejó escapar un suspiro. Por un instante creyó que su hermana iba a mostrar por fin un poco de entereza y a exigir el trato al que ella y sus hijos tenían derecho, pero Lucas había hecho un buen trabajo.

– ¿Qué tal va el juicio por la patria potestad?

En un primer momento, Anna pareció dispuesta a desoír la pregunta, pero al cabo de un instante respondió en voz muy baja:

– No va nada bien. Lucas está resuelto a utilizar todos los medios a su alcance, por sucios que sean. Y que haya conocido a Gustav lo ha puesto más furioso si cabe.

– Pero no tiene a qué agarrarse, ¿no? Quiero decir, ¿qué puede aducir para demostrar que tú no eres una buena madre? Si hay alguien con razón para retirarle la patria potestad, ¡esa eres tú!

– Sí, bueno, pero él parece convencido de que si inventa las suficientes mentiras, algo quedará.

– Pero ¿y tu denuncia por maltrato a los niños? ¿No debería ser un argumento de más peso que su sarta de mentiras?

Anna no respondió y su silencio originó en Erica una sospecha muy desagradable.

– Nunca pusiste esa denuncia, ¿verdad? Me mentiste en mi propia cara y me dijiste que lo habías denunciado, pero no lo hiciste.

Anna no se atrevía a mirarla de frente.

– Venga, contesta. ¿Es así? ¿Tengo razón?

Anna le respondió desabrida.

– Sí, querida hermana, tienes razón. Pero no tienes derecho a juzgarme. No has estado en mi pellejo, así que no tienes ni idea de lo que es vivir siempre con el miedo de lo que pueda ocurrírsele. Si lo hubiese denunciado, me habría perseguido hasta el fin del mundo. Yo esperaba que, si no acudía a la policía, nos dejaría en paz. Y al principio pareció funcionar, ¿no?

– Sí, claro. Pero ahora ya no funciona. Maldita sea, Anna, tienes que aprender a pensar más allá.

– Sí, claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú, que estás aquí con toda la tranquilidad del mundo, con un hombre que te adora y que nunca te haría daño, y ahora, después del libro de Alex, con dinero contante y sonante. Para ti es muy fácil decirlo, sí. Tú no sabes lo que es estar sola con dos niños y trabajar como una negra para darles de comer y vestirlos. A ti todo te va divinamente, claro, y no creas que no te he visto mirar a Gustav con desprecio. Tú crees que lo sabes todo, pero en realidad no tienes ni idea.

Anna no se molestó en darle a Erica la oportunidad de responder a su exabrupto, sino que echó a andar a buen paso hacia la plaza empujando el carrito con una mano y con Emma de la otra. Erica, por su parte, se quedó en la acera a punto de llorar y preguntándose cómo habían llegado a aquella situación. Su intención era buena. Lo único que quería era que Anna tuviese la vida que se merecía.

Jacob besó a su madre en la mejilla y le estrechó la mano a su padre con toda formalidad. Esa había sido siempre la naturaleza de su relación: distante y correcta en lugar de cálida y cariñosa. Le resultaba raro ver a su propio padre como a un extraño, pero esa era la descripción que más se adaptaba a la realidad. Claro que había oído contar cómo su padre se quedaba en el hospital día y noche cuidándolo, junto con su madre, pero él no tenía de aquello más que un vago recuerdo borroso que no les había servido para estar más unidos. La relación íntima la había tenido, en cambio, con Ephraim, en el que veía más un padre que un abuelo. Desde que Ephraim le salvó la vida donándole parte de su médula, Jacob lo veía como a un héroe.

– ¿Hoy no trabajas?