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– Perdone, pero el coche en el que se está apoyando es mío.

– No me diga -respondió con todo el descaro de que fue capaz, antes de presentarse para ganar el respeto que merecía su cargo-. Ernst Lundgren, de la comisaría de Tanumshede.

Gabriel lanzó un suspiro.

– ¿Qué pasa ahora? ¿Johan y Robert han vuelto a hacer de las suyas?

Ernst sonrió socarrón.

– Si no conozco mal a esas dos manzanas podridas, es lo más probable, aunque no estoy al corriente de nada. No, lo que yo quiero es hacer algunas preguntas sobre las mujeres que encontramos en Kungsklyftan -dijo, señalando con la cabeza la desvencijada escalera de madera que, encaramada a la loma, conducía hasta allí.

Gabriel se cruzó de brazos sujetando el periódico.

– ¿Y qué se supone que podría saber yo de ese asunto? ¿No será una vez más la vieja historia de mi hermano, verdad? Ya he respondido a cuantas preguntas quisieron hacer sus colegas sobre ese asunto. Por un lado, fue hace muchísimos años y, teniendo en cuenta los sucesos de los últimos días, debería estar claro que Johannes no tuvo nada que ver con aquello. ¡Mire!

Desplegó el periódico y lo sostuvo ante Ernst. En la portada dominaba una fotografía de Jenny Möller junto a una borrosa instantánea de Tanja Schmidt. El titular, como era de esperar, resultaba de lo más llamativo.

– ¿No querrá decir que mi hermano se ha levantado de la tumba para hacer esto, no? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Cuánto tiempo piensan perder en remover en las entrañas de mi familia, mientras que el verdadero asesino anda suelto? Lo único que tienen contra nosotros es el testimonio que di hace más de veinte años y, desde luego, entonces estaba seguro, pero, qué coño, tampoco había amanecido del todo aún, yo venía de pasar la noche despierto junto al lecho de muerte de mi hijo y seguramente me confundí.

Con ademán indignado, se dio la vuelta, rodeó el coche a buen paso en dirección a la puerta del conductor y presionó el botón del mando para desbloquear el cierre centralizado. Antes de entrar en el coche, disparó contra Ernst una última invectiva:

– Si siguen así, recurriré a nuestros abogados. Estoy harto; desde que encontraron a las chicas, la gente me mira que parece que van a perder los ojos, y no tengo la menor intención de permitir que mantengan con vida los rumores sobre mi familia sólo porque no tengan nada mejor que hacer.

Gabriel cerró de un portazo y salió derrapando, Galärbacken arriba, a una velocidad que hizo apartarse a los viandantes.

Ernst se carcajeó para sí. Gabriel Hult tendría dinero, pero él, como policía, gozaba, del poder de alterar su pequeño mundo privilegiado. Ahora, de repente, la vida tenía otro color.

– Nos hallamos ante una crisis que afectará a todo el municipio -auguró Stig Thulin, el hombre clave del ayuntamiento, con los ojos fijos en Mellberg, que no parecía muy impresionado.

– Bueno, como ya te he dicho a ti y a todos los demás que han llamado, trabajamos a toda máquina con esta investigación.

– Pues yo recibo a diario decenas de llamadas de empresarios preocupados y comprendo su preocupación. ¿Has visto cómo están los campings y los amarraderos de por aquí? Y esto no sólo afecta a los comerciantes de Fjällbacka, que ya es malo. A raíz de la desaparición de la última chica, los turistas huyen también de las localidades vecinas: Grebbestad, Harmburgsund, Kämpersvik e incluso las de más al norte, como Strömstad, empiezan a notarlo. Quiero saber cuáles son las medidas concretas que estáis adoptando para resolver esta situación.

El rostro de Stig Thulin, que por lo general exhibía siempre una sonrisa de anuncio de dentífrico, ostentaba ahora unas profundas arrugas en su noble frente. Había sido el principal representante del municipio durante más de un decenio y tenía cierta fama de semental en la región. Mellberg se vio obligado a reconocer que comprendía lo irresistible que el encanto de Thulin resultaba para las mujeres de la zona. No porque Mellberg cojease de ese pie, observó enseguida para sí mismo, pero ni siquiera un hombre podía dejar de notar que Stig Thulin estaba en perfecta forma física para sus cincuenta años, además del atractivo que las sienes encanecidas adquirían en combinación con el azul inocente de sus ojos.

Mellberg sonrió con ánimo de tranquilizarlo.

– Sabes tan bien como yo, Stig, que no puedo entrar en detalles sobre nuestro modo de llevar la investigación, pero tienes que creer en mi palabra cuando te digo que estamos aplicando todos los recursos a nuestro alcance para encontrar a la joven Möller y a quien haya cometido estos crímenes tan horribles.

– ¿Crees de verdad que tenéis capacidad para sacar adelante una investigación tan compleja? ¿No deberíais solicitar ayuda de…, yo qué sé, de Gotemburgo, por ejemplo?

Las grises sienes de Stig se llenaban de sudor, tal era la excitación que sentía. Su plataforma política descansaba fundamentalmente en el grado de satisfacción que los empresarios del municipio experimentasen con su actuación y la indignación que habían demostrado los últimos días no auguraba nada bueno para las próximas elecciones. Él se encontraba más que a gusto en las esferas del poder y comprendía que su estatus político contribuía además, de forma nada despreciable, a sus éxitos en la cama.

En ese punto, en la no tan noble frente de Mellberg también empezó a formarse una arruga como señal de irritación.

– No necesitamos ayuda ninguna para esta investigación, te lo aseguro. Y tengo que decir que no aprecio en absoluto la desconfianza que demuestras tener en nuestra competencia al formular semejante pregunta. Hasta ahora, jamás hemos recibido quejas de nuestro modo de trabajar y no veo motivo para que se nos critique sin fundamento en esta ocasión.

Gracias a su profundo conocimiento del género humano, que le había sido de gran utilidad en el mundo de la política, Stig Thulin sabía cuándo llegaba el momento de retirarse. Respiró hondo y se recordó a sí mismo que de nada serviría a sus intereses indisponerse con la policía local.

– Sí, bueno, quizá me haya precipitado al hacer la pregunta. Por supuesto que gozáis de nuestra plena confianza. Sin embargo, quisiera subrayar la importancia de que el caso se resuelva lo antes posible.

Mellberg asintió sin más y, tras las consabidas frases de despedida, arrastró al principal del ayuntamiento fuera de la comisaría.

Se escrutó con mirada crítica ante el gran espejo que se había pasado semanas pidiendo que le pusieran en la caravana. No estaba tan mal, aunque un par de kilos menos no le harían ningún daño. Melanie se estiró la piel de la barriga y la metió para dentro, por probar. Así, mucho mejor. No quería que se le viese ni un gramo de grasa, de modo que decidió que, en las próximas semanas, sólo almorzaría una manzana. Su madre podía decir lo que quisiera, Melanie daría cualquier cosa por no ponerse tan gorda y repugnante como ella.

Después de colocarse bien la parte de arriba del bikini una vez más, tomó el bolso y la toalla y ya estaba a punto de salir para bajar a la playa cuando la interrumpieron unos toquecitos en la puerta. Seguro que era alguno de los colegas que iba a bañarse y pasaba a preguntarle si se apuntaba. Abrió la puerta. Un segundo después, estaba volando por los aires y fue a estrellarse de espaldas contra la pequeña mesa de comedor. El dolor casi la hizo desmayarse y el golpe le había sacado todo el aire de los pulmones y le impedía emitir un solo sonido. Un hombre entró en la caravana. Ella rebuscaba en su memoria para averiguar si lo había visto con anterioridad. Le resultaba un tanto familiar, pero la conmoción y el dolor le impedían centrar sus pensamientos. De repente le vino a la mente una idea: la desaparición de Jenny. El pánico le hizo perder la poca conciencia que le quedaba y se desvaneció en el suelo, indefensa.

No protestó cuando él la levantó agarrándola de un brazo y la obligó a meterse en la cama, pero cuando empezó a desatarle el bikini que tenía anudado a la espalda, el miedo le infundió fuerzas e intentó asestarle una patada en la entrepierna. Falló el golpe y le dio en el muslo. La respuesta fue inmediata. Un puño bien cerrado se estrelló contra su espalda, exactamente en el mismo lugar en que se había golpeado con la mesa. El aire volvió a abandonar sus pulmones.